Los cuentos de Pilar Quintana anuncian que la Caperucita contemporánea es capaz de engullir un lobo. Con cierta aprensión, tal vez incredulidad, las lectoras nos adentramos en el texto para indagar qué tan cierta es esta declaración. Descubrimos que hasta cierto punto sí, algunas Caperucitas los intentan domar y degustar. No obstante, también nos damos cuenta de que nuestro escepticismo tenía un fundamento sólido y que la realidad es más fuerte que las intenciones. Son varias las caperucitas devoradas por los lobos. ¿En qué radica la supremacía de estos lobos? La respuesta resulta axiomática. Su potencia reside en su investidura masculina y el respaldo de las normas patriarcales que les atribuye la posesión y el control de los cuerpos y la sexualidad femenina. Así, estos lobos dominan, maltratan y violan a las mujeres de manera normalizada. Los relatos de Quintana nos abren la posibilidad de corroborar estas observaciones, sobre todo ante detractores, provenientes de grupos conservadores y defensores de una sociedad jerarquizada y patriarcal, que describen las quejas de las mujeres como exageraciones y exaltadas elucubraciones femeninas.
Antes de continuar, voy a abrir un paréntesis para señalar que nos referimos al patriarcado como una estructura de dominación donde sujetos se apropian de cuerpos femeninos y de su fuerza productiva y reproductiva. Un ejemplo de esta situación es tangible en los círculos de narcos, a los que identifico como narco-patriarcados. El relato de Quintana titulado “El hueco” hace tangible cómo opera el narco-patriarcado, sus medidas arbitrarias de dominación y los alcances de su violencia contra las mujeres y otros individuos en sujeción. Aunque esta narración no menciona el lugar donde suceden los hechos, haré uso de mi libertad como lectora y la situaré en Colombia. Cronológicamente, la ubicaré en los años ochenta, momento en que los narcos tomaron las riendas de la economía y el control de varios estamentos de la sociedad colombiana.
Podemos asociar a los narcos con los lobos no sólo por su astucia y sagacidad, sino también por sus modos de organización. Ellos, al igual que los canis lupus, se agrupan con líderes alfa, cabezas del orden jerárquico que exigen privilegios y la sumisión de los miembros de su círculo. En Colombia, estos lobos emergieron desde los márgenes, establecieron un orden bastante autoritario que puso al Estado literalmente de rodillas. A la par, los narcos generaron un estilo de vida atractivo para muchos, uno que giraba alrededor del derroche de dinero y de modos de entretenimiento que emulaban desenfrenados bacanales. Los capos impusieron en el país un patrón de belleza femenina que satisfacía sus preferencias particulares. Dicha estética corporal correspondía a la figura de mujeres voluptuosas, con grandes caderas y senos que, frecuentemente, pasaban por quirófanos para moldearse, tal como lo documentan narconovelas y narco-series que se emiten sin cesar en las franjas de televisión nacional. Esta estética se enquistó en la mente de nuestra sociedad colombiana y se preserva hasta el día de hoy.
Los capos no solo devoraron a las caperucitas, también las mercantilizaron y las convirtieron en una más de sus propiedades. Con ellas podían también ostentar su poder adquisitivo, del mismo modo que lo hacían con sus autos, aviones, caballos de paso y demás extravagancias que poseían. En “El hueco”, Mariángela es un arquetipo de estas caperucitas, cuyos cuerpos y existencia fueron poseídos por los narcos. Sobre Mariángela, nos cuenta el narrador que “era una muchacha de barrio. Una de tantas que Víctor compraba con joyas, con ropa o directamente con plata… Mariángela no era nadie. Pero tenía un culo precioso” (Quintana 13). Esta última frase, aunque cotidiana, resulta chocante y nos indica que el narrador, subalterno de Víctor, reproduce la práctica narco de cosificar a las mujeres. El personaje anula la identidad de Mariángela y expresa que su trasero es sinécdoque de ella. Para él, este atributo es su mayor valor apreciable.
Por otro lado, Víctor es un paradigma del orden narco-patriarcal. Nos relata el narrador que “Tenía tantas propiedades en tantas ciudades que ni él mismo sabía cuántas eran. Tenía una finca [y] … En un arrebato de ostentación la había llamado País Víctor y, de hecho, ahí solo regían sus propias leyes” (12). En la caracterización de este narco se destacan sus propiedades, sus delirios de grandeza y su deseo “de jugar a ser dios”. Víctor se reserva el derecho de castigar el pecado de fornicación cometido por Mariángela y el narrador. Sin reparos, hace que le extraigan los ojos a la mujer y que le cercenen los testículos al narrador. Así, Víctor exhibe el control y el operar violento sobre los cuerpos de sujetos que quebrantan las normas de su estirpe narco-patriarcal. Concretamente, este capo castiga la infidelidad de Mariángela y, más a fondo, el hecho de decidir sobre su deseo erótico, el cual ya no le pertenece a ella, pues en la mentalidad de Víctor hace parte del inventario de sus pertenencias. A la mujer se le destruyen precisamente sus ojos para que no tenga la posibilidad de consumir, ni siquiera con la mirada, a otros hombres.
El narrador es castrado para castigar su deslealtad y el atrevimiento de acceder al cuerpo de Mariángela, propiedad exclusiva del patrón. De este modo, Quintana representa que en la mentalidad narco, la traición es considerada un atributo femenino. Por lo tanto, el sujeto masculino que incurra en esta falta es feminizado y castigado con una violencia de tipo sexual que lo emascula, como en el caso del narrador. No satisfecho con esos castigos, Víctor aísla a los infractores en “el hueco”. Allí los personajes son animalizados pues son dejados a la intemperie y alimentados con sobras. Mariángela identifica esta situación como “una tortura suplementaria” (12). La escena emula las celdas de los centros de detención y de tortura de órdenes totalitarios. Dichas organizaciones presentan otra modalidad de patriarcado, uno de corte militar, en el cual también se feminiza a los hombres y se castiga a las mujeres por su insurrección, acto considerado una traición al orden regente.
Esta analogía dirige mi mirada a otro relato de Quintana titulado “Una segunda oportunidad”. De primera voz escuchamos a Martínez, una agente de la policía, quien cuenta cómo Donaldo—su pareja sentimental—recurre a la violencia doméstica para castigar su infidelidad. Vemos que en este relato la autora hace nuevamente visible la diada traición y castigo, y presenta un sujeto masculino ocupando el lugar de juez. La violación sexual es el instrumento correctivo utilizado por Donaldo, hecho particular que nos hace a preguntarnos el porqué de esta herramienta de escarmiento y a notar la ausencia de castigo para los sujetos masculinos que incurren en la misma falta. De hecho, Martínez señala que el hombre con quien ella adulteró no va a contarle nada a su esposa para no arriesgar su matrimonio. Así, la historia subraya que son los varones quienes definen las normatividades frente al género y la infidelidad dentro de la alianza monogámica. Detrás de esta dinámica subyace también la idea de que el adulterio sea una posibilidad para los hombres, pero una falta en la mujer.
El hecho de que Donaldo recurra a la violación como instrumento correctivo no es una novedad. En el continuo histórico de dominación patriarcal, la violación ha resultado ser el arma más efectiva para castigar y subyugar a la mujer. El descubrimiento del falo como arma para infundir miedo y subsecuentemente controlar a los sujetos femeninos se configura, junto con el uso del fuego, como uno de los hallazgos más importantes de la prehistoria. Es posible que por medio de la violación se haya instaurado el patriarcado y que se hayan establecido jerarquías en las que prima la idea de la mujer como propiedad privada y otras nociones afines que han definido las interacciones entre hombres y mujeres hasta el presente. (Brownmiller 14-18). Por estas razones, cuando la violación u otras violencias sexuales suceden dentro del marco del amasiato o de la conyugalidad, éstas se aminoran, incluso se tornan difusas. Asimismo, contribuye a esta borrosidad la imposición del orden patriarcal de que el hombre es propietario de la mujer y dueño exclusivo de sus derechos sexuales. Así, cuando la mujer ha consentido el acceso a su cuerpo por parte de otro sujeto diferente a su cónyuge, ella se convierte en infractora del pacto monogámico. Simultáneamente, el compañero, en su propio criterio, justifica su violencia al castigarla, pues cree que está reclamando sus derechos y ratificando su posición de poder. Es en nombre de estos principios patriarcales que los cónyuges vejan a sus compañeras en la intimidad del hogar.
En el relato, Martínez paralelamente se configura como una mujer deseada y repudiada. Es anhelada en el sentido de que su pareja la eligió y puso sobre ella las improntas de su posesión. Por otro lado, es repudiada porque con su infidelidad esas improntas de exclusividad y posesión quedan alteradas y pierde su preciado valor de propiedad privada. Entonces, por medio de la violación, se ratifica que su cuerpo ha perdido valor y es posible accederlo con violencia. La violación como significante, además, representa una invasión del cuerpo y de la voluntad femenina. De este modo, la violación configura una demostración de la fuerza masculina y un acto de ostentación de un poder que las mujeres carecen y al cual nunca tendrán acceso por razones anatómicas y por acuerdos sociales.
En esa desigualdad física radica el extremo temor que las mujeres sienten hacia la violación. De hecho, Martínez lo describe al decir “Me dio miedo y me fui alejando de él. Me cortó el paso en la puerta y, cuando intenté escabullirme, me agarró del cuello… Traté de liberarme con una técnica de defensa personal y no aflojó ni un poco. Donaldo es fuerte y yo, una vergüenza para la policía” (Quintana 40). Es claro que la narradora se ve impedida para evitar su violación por una desventaja que cree tener en términos de fuerza física. Incluso, se subestima al pensar que por no tenerla no merece su lugar en la organización policial a la que pertenece. Cabe anotar que dentro de las normatividades del performance femenino se inculca que los sujetos masculinos son físicamente más fuertes. Por lo tanto, las mujeres infieren que por una suerte de determinismo están en una posición de desventaja o indefensión. Esta idea facilita que el hombre violente o acceda al cuerpo femenino, así como lo experimenta Martínez.
Hacia el final del relato Martínez bebe una pócima que mágicamente restaura el tiempo y la devuelve al comienzo de su narración, un instante previo al episodio de violencia con su pareja. Por medio del brebaje, la mujer deshace en su mente el recuerdo de su infidelidad. Así, simbólicamente vuelve al pasado y anula su falta para evitar ser castigada y abandonada. Con este final, Quintana nos hace dudar si la historia realmente sucedió o si solo fue una fantasía de Martínez durante sus divagaciones sobre la posibilidad y las consecuencias de una infidelidad. Así, se expone el modo en que algunas mujeres a veces prefieren someterse a las normativas patriarcales para evitar castigos y violencia. Por otro lado, también se podría interpretar que la infidelidad sí tuvo lugar y Martínez, al igual que su amante, decide olvidarse del asunto para mantener el curso de su relación familiar.
A este punto me resta decir que, dentro del espacio compacto que permite el género del cuento, Quintana logra de manera magistral y sin disimulos encapsular historias que visibilizan las violentas consecuencias que enfrentan aquellas mujeres que intrépidamente desafían las normatividades patriarcales. La autora en sí corre un telón que revela los rasgos y las dinámicas particulares de las jerarquías patriarcales y sus estrategias de control sobre los cuerpos femeninos y otros sujetos subalternos; esto en lugares cotidianos como el hogar y en espacios particulares como lo fue el ambiente de los narcos. Las historias develan cómo la violencia, en especial la de tipo sexual, se usa como instrumento punitivo para mantener y reforzar las normas del patriarcado. De este modo, Quintana nos informa que, aunque algunas caperucitas degustan lobos, aún ellos luchan por mantener el control del bosque.