Suena la alarma. Abro los ojos y las cortinas siguen cerradas. No entra la luz. Aparecen en mi mente los rayos de sol de ayer, los mismos que atravesarán en breve mi ventana. Hoy me cortaré el cabello.
Cuando era niño me llevaban una vez por mes, sin falta, a la peluquería Sandro, ubicada en la avenida San Martín de la ciudad de Cochabamba. Según mi mente de niño, esta avenida centralizaba y coordinaba todas las peluquerías de la ciudad. Peluqueros y peluqueras convivían frente a frente, codo a codo, en una peluquería sobre otra, confirmando que aquello que los emprendedores de hoy llaman competencia era un tipo de complicidad fundamental, un ecosistema. Estaba claro, para qué dispersarse si bien podían unirse y crear la ciudadela de los cabellos, donde todos existen por igual, los clientes se distribuyen por tradición y los ingresos van directo a la manutención de las familias y de la ciudadela. Una especie de socialismo peluquero. Me sentía parte de esta ecología pues mi padre podía pasar como un visitante frecuente del lugar. Aunque cortarme el cabello me fastidiaba, había otro motivo por el que me encantaba ir a la peluquería: cada corte significaba el encuentro con el mundo del cómic. Pero no era ese referente a superhéroes y superpoderes, que tanto afanaba a mis coetáneos, sino ese que te quiere hacer reír con la cotidianidad y las contradicciones de la vida, especialmente si se llamaba Mafalda o Condorito. Paralelamente empecé a hablar con mis amigos de infancia sobre esos cómics y fue uno de ellos quien puso en mi conocimiento la existencia de los fanzines locales. La verdad es que el tiempo hizo de ellos polvo en la memoria, y aunque ahora no podría recrear con claridad ni una sola viñeta, recuerdo que esperaba ansiosamente por el corte mensual de cabello para volver a encontrarme con su universo.
Años más tarde, después de haber leído otros cómics, frecuentado otras peluquerías y otras ciudades, de haberme transformado y cambiado de estilos de cabello, volví buscando a Sandro; esta vez en sus nuevas sucursales un poco lejos de la ciudad y de la avenida San Martín. El mundo había cambiado. Sin embargo, para mi sorpresa, los cómics seguían ocupando el mostrador, disponibles para los clientes. Al parecer hay un público que frecuenta la peluquería, ávido por la lectura del cómic. La experiencia es particular: lees mientras caen cabellos sobre las páginas, el sonido incesante de la televisión y las máquinas de cortar: “¡zooooooooom!”. De cuando en cuando tienes que agitar las hojas del cómic en el aire para derramar los pelos y para que la lectura continúe. Es casi un ritual con su propia textura, sus sonidos particulares, sus olores específicos y su espacio designado. Volver a cortarme el cabello ahí fue como un viaje al pasado y al futuro al mismo tiempo. Imaginé incluso que, para el futuro, la peluquería tendría un carácter ambulante: artistas de cabellos sacarían de sus maletines estaciones de corte que armarían, en un dos por tres, donde quiera que te encuentres. Habría que investigar si estoy describiendo un posible futuro o el pasado de la peluquería. A veces mientras miramos “adelante” en el tiempo, estamos enraizados en un mirar hacia “atrás”, como en un espejo desdoblado que a partir de las memorias crea lo que deviene en el futuro. Bajo este doble movimiento la literatura proyecta la potencialidad de un lugar que transita entre diversos tiempos y espacios, entre “lo humano” y “lo no humano”, entre la sociedad y los poderes en juego. Un buen ejemplo es el trabajo de Miguel Esquirol, quien titula a su recopilación de cuentos Las memorias del futuro. Cuentos que nos envuelven en una relación intensa entre la vida digital, la tecnología, el futuro, las memorias, el ser humano y todas sus pasiones. Me pregunto si Miguel también hace viajes al futuro mientras recuerda.
La literatura puede ser abordada como una configuración intensa entre los recuerdos que constituyen a los personajes y el devenir del posible futuro que nace en la imaginación de la persona que los lee. En el transcurrir de este proceso las diferentes referencias culturales y políticas son elementos capaces de producir un escenario específico, un tiempo indeterminado, un espacio imaginario, unos personajes ficticios, pero, sobre todo, son capaces de subsumir al público lector en una trama que deviene en representación subjetiva. Esta necesidad por contarnos o vernos en el futuro de alguna trama no es cosa neurótica, sino parte de lo que nos constituye como colectivo. No es casualidad que la ciencia ficción, el ciberpunk y la fantasía sean, ahora mismo, novedades en la literatura boliviana. Algo que pone en crisis la idea que después del internet, el cine y la pantalla digital seguiría el oscurecimiento o decaimiento de la literatura de ciencia ficción, más todavía en los países donde la tecnología es, sobre todo, un bien de consumo. Qué decir si a eso sumamos los últimos años de escenario apocalíptico: encierros, guerras, crisis climática, viajes al espacio, chips microscópicos, robots inteligentes, multiversos y, como describe Sayak Valencia, un necroempoderamiento dentro del capitalismo gore. Parecen elementos sacados de un libro arrojado desde el futuro hacia nuestro extraviado pasado, hacía una descarrilada distopía lista para estrellarse contra sí misma. En este escenario es inevitable pensar que si tuviera que encontrarme con los cómics en una peluquería en 2060 sería, quizá, con alguno que describiera cómo nos imaginábamos un futuro, hoy por hoy, tan presente.
Este trabajo de meticulosa proyección e imaginación, se materializa en un proyecto que, haciendo uso del juego de las palabras utopía, distopía y El Alto, Alejandro Barrientos y Joaquín Cuevas traen en las primeras entregas del cómic Altopía (2021). Con tres números, disponibles en línea, nos invitan a entrar y participar de un universo futurístico, distintivo en sí mismo y poderosísimo en tanto condensa diferentes recursos. Ambientada en el 2053, en la ciudad de El Alto, Altopía inicia con cuatro viñetas que muestran el cuerpo de un joven ciborg (mitad humano-mitad máquina) malherido, en camilla. En las mismas viñetas están los doctores que hablan de lo dañado que está el cuerpo del joven, usando modismos locales como “funca”, del verbo funcionar, y enfatizando con mayor precisión el vocablo boliviano. De fondo en viñetas paralelas a las del joven malherido están las letras de la cumbia melancólica “Mala mujer”, dando razón al título de la primera entrega, La traición. Esta conjunción de escenarios, personajes, música y lenguaje de la primera página consiguen posicionar al cómic en un trabajo sofisticado, a falta de una palabra que diga el excelente trabajo por detrás del arte, la literatura y la cultura nacional. La propuesta de Barrientos y Cuevas nos trae un escenario ciberpunk del futuro y con él la posibilidad de imaginar la cultura boliviana atravesada por el tiempo, la globalización, las tragedias humanas, los poderes económicos, la transformación del lenguaje, las disputas culturales y sobre todo un universo andino del futuro. Cabe recalcar que haber optado por contar esta historia a través del cómic demuestra una intrínseca relación dentro de la literatura, generada por la cohabitación de diferentes expresiones artísticas como la música, la ilustración, el dibujo y la escritura.
Otro punto que resalta en esta propuesta es la importancia que tiene el trabajo para la producción del cómic y la literatura en Bolivia. Para dar un ejemplo del contexto de la industria del cómic en el país, Cuevas es un activista, autor y vendedor de cómic. Esta multifuncionalidad del autor implica que el arte del cómic sobrevive a base de ejes particulares, capaces de articular la producción con la distribución por la falta de pilares institucionales más concretos de apoyo al cómic nacional. Sin embargo, no es que no hubo historietas o producciones nacionales previas. En realidad se puede rastrear el cómic desde la segunda mitad del siglo XX en revistas como El Cascabel. Sus temáticas eran, sobre todo, políticas; lamentablemente, su circulación fue interrumpida por los golpes militares en el país. La forzosa pausa depositó al cómic boliviano entre los países “sin industria de cómic”, no por nada los llamados estudios del cómic latinoamericano de la academia anglosajona pasan por alto el impacto de los trabajos bolivianos. En cambio, el comienzo de este siglo desata el boom del cómic nacional, especialmente entre el 2005 y el 2009, con la Organización del Festival Internacional de Historietas Viñetas con Altura. Este festival conectó espacios como el Museo Nacional de Arte con el cómic, y que posicionó a Bolivia en el mapa de la producción del cómic a nivel internacional. Todos estos esfuerzos dieron lugar al cómic en la literatura nacional y en el imaginario del lector. Es en este comienzo de siglo que sale a la luz el potencial de la producción nacional de historietas, con revistas populares como Bang! (2000), dirigida por Susana Villegas y con apoyo de Álvaro Ruilova y Edwin Álvarez; y Crash! (2002), dirigida por Frank Arbelo. Estas dos propuestas, las más conocidas del rubro de ese entonces, son en definitiva las que enmarcaron el comienzo del cómic boliviano contemporáneo. En los siguientes años se dispararon la cantidad de producción de fanzines y nuevas revistas como Trazo Tóxico (2005), El Clan (2006), entre otros, lo que demostró la potencialidad como industria.
Después del 2009, sin embargo, el cómic nacional empieza a desarticularse como colectivo y, de a poco, varios espacios dejan de ser concurridos. Un claro ejemplo son los eventos de Viñetas con Altura, que dejaron de existir en el país. Bajo este contexto, la segunda década del siglo trajo una necesidad de re-articular la industria del cómic, y algunos trabajos independientes dieron los primeros pasos en esa dirección. Un buen ejemplo para respaldar lo mencionado es el trabajo de Álvaro Ruilova y Susana Villegas con el cómic adaptado de la novela Periférica Blvd, de Adolfo Cárdenas Franco. Este cómic fue el primero en el país en conectarse directamente con la literatura, al punto que la última edición de la Biblioteca del Bicentenario de la Vicepresidencia del Estado Plurinacional de Bolivia (2019) publica una magistral obra de más de cuatrocientas páginas, donde el cómic y la novela cohabitan en un solo libro.
La industria de cómic boliviano tuvo un boom a comienzos de siglo, seguido por un corto estancamiento que ahora se quiebra por el comienzo de una nueva dinámica. En este sentido, el proyecto de Barrientos y Cuevas nace en un contexto nacional que está abriendo espacio para cimentar las nuevas bases artísticas del país, y Altopia toma y genera un impulso para que dicho cimiento se afirme. El hecho de que la editorial El Cuervo esté próxima a lanzar la versión impresa de Altopía, demuestra esta inherente conexión entre literatura y cómic. Además de ser una noticia que merece celebración de parte de los amantes de las historietas, abre caminos al futuro del cómic y la literatura en Bolivia. El proyecto de Barrientos y Cuevas funciona como un punto de encuentro entre la ciencia ficción, la ilustración, la literatura, la música, las culturas urbanas y el imaginario nacional. En definitiva, es una propuesta que permite abrir portales a la imaginación y la creación artística en Bolivia. Quizá, en este universo de Altopía, puedo imaginarme volviendo donde Sandro y encontrarme con la sorpresa de ser atendido por un peluquero que tiene trimmers y clippers en lugar de dedos, y que baila cumbia mientras me corta el cabello.