Cuando Roberto Bolaño ganó el Premio de Novela Rómulo Gallegos por Los detectives salvajes Hugo Chávez tenía pocos meses en el poder. En ese momento de inicio de su gobierno quebrantó la tradición de los presidentes venezolanos de entregar el premio en persona. Adujo en ese momento, al avisar apenas un par de horas antes, que no asistiría por tener fiebre. Lo cierto es que Chávez nunca fue a ninguna de las entregas sucesivas del Rómulo Gallegos y permitió que el galardón literario más prestigioso de América Latina se politizara unos pocos años más tarde.
Alguna fisura previa había ocasionado que Bolaño renunciara a ser parte del jurado en la siguiente edición. Sin embargo, el declive se precipita a raíz del discurso de Fernando Vallejo en el 2003, ganador por la obra El desbarrancadero cuando, servido en bandeja al comandante, criticó a Simón Bolívar y donó el dinero del premio a una sociedad protectora de animales. De allí en adelante el galardón sería otorgado a autores afines a los ideales revolucionarios.
No quiero decir con esto que no sean buenas obras las premiadas sucesivamente -eso es harina de otro costal y tema de otro debate-, sino que el premio pasó a estar sesgado a favor de autores cuyo pensamiento se considera cercano a los ideales de la revolución en desmedro de obras literarias que merecían ser premiadas.
Cuando el galardón, venido a menos, fue concedido a Ricardo Piglia por su novela Blanco nocturno en el 2011, se tuvo la ilusión de que se regresaba al adecentamiento del premio, pero la alegría fue efímera. Para empezar, las palabras de Chávez en Twitter desde la comodidad del teclado: “Qué bello evento argentino-venezolano. Felicitaciones, compatriota Ricardo Piglia, por ese merecido premio, el Rómulo Gallegos. Gracias!!!”. Los venezolanos entendemos muy bien lo que sugiere este tipo de elogios del comandante, siempre pensando en alianzas y simpatías, administrados con intencionalidad. Piglia, además, emitiría unas controvertidas declaraciones que fueron muy mal recibidas en el ambiente literario venezolano.
La entrega del premio coincidió con el hecho de que yo me encontraba en Caracas. Junto a un amigo, muchísimo más pigliano que yo, nos presentamos como infiltrados en la ceremonia en el Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos (Celarg), en el mismo lugar donde el escritor y presidente del país tuvo su casa caraqueña y se construyó esta sede. Logramos coincidir con Piglia en un momento de soledad antes del acto, frente a los ascensores. Conversamos con él, nos firmó libros y nos contó historias de la Universidad de Princeton. Me pareció humilde y agradable de trato. Luego oímos el discurso con atención, ajenos al ambiente, sentados entre las últimas filas del auditorio, amparados por la oscuridad. Al concluir los aplausos nos fugamos entre sombras.
Muchos de los mejores escritores del país que concursaban un par de años antes, en la edición de 2009, pidieron a sus editoriales respectivas que retiraran sus libros en protesta ante la ideologización del premio, y así lo manifestaron públicamente. El desprestigio del galardón se acrecentó con el retraso prolongado del pago a Pablo Montoya en el 2015, y luego, estocada final, por la suspensión del mismo al alegar que el Estado no contaba con recursos financieros.
La reactivada edición en el 2020 tampoco tuvo la participación de escritores venezolanos reconocidos, con todo y las penurias económicas que se padece en el país, congruentes con sus principios. Ese no fue el caso de unos contados escritores extranjeros de alto quilate que suscitaron estupor y crítica en el medio local y que, a fin de cuentas, no fueron seleccionados ni siquiera como finalistas -siendo la salvedad Horacio Castellanos Moya-. Vayamos hacia la entrega que nos atañe en este momento, la ganadora del año 1999 por los Detectives salvajes.
Desde el inicio del llamado Discurso de Caracas Bolaño muestra su destreza y habilidad literaria con sentido del humor y lucidez. Comienza con una anécdota sobre fútbol para probablemente romper el formalismo de la ceremonia. Habla del problema que tiene con Venezuela y lo relaciona a una dislexia no diagnosticada que él mismo descubrió cuando jugaba al fútbol y usaba su pierna izquierda. Lo relaciona con la escritura: chutaba con la izquierda y escribía con la derecha. A través de malabarismos verbales diestros conecta su dislexia, su dificultad para situar el lado derecho o izquierdo del campo de fútbol, con la dificultad para identificar la verdadera capital de Venezuela. Afirma que lo más lógico sería que Bogotá fuese la capital de Venezuela y Caracas la capital de Colombia: la uve o ve baja con la que empieza Venezuela es similar a la be con la que comienza Bogotá, y la ce de Caracas es igual a la ce de Colombia y que, además, Cantaclaro y Canaima, que califica como las dos mejores novelas de Gallegos, aparte de Doña Bárbara, podían ser novelas colombianas.
Luego se refiere a un incidente en que confunde poetas urbanos caraqueños con poetas urbanos bogotanos en una conferencia en México, y entra de lleno en sus juegos verbales. Bolaño profundiza y comenta que Doña Bárbara combina el sonido de la be de Bárbara con la uve de Venezuela. Luego lanza una alusión directa a la idiosincrasia venezolana: Bolívar y Bárbara, qué buena pareja hubieran hecho, dice, tal vez pensando en el carácter fuerte y dominante del héroe libertador con un personaje de ficción también fuerte y dominante creado por Rómulo Gallegos, y que además concuerda con el título original de esta novela que, por dicha, Gallegos al final cambió: La coronela. En el fondo lo que intenta retratar Bolaño es que en los espurios años en que se mantuvo el sueño de Bolívar, Colombia y Venezuela eran un mismo país: La Gran Colombia. Latinoamericaniza hábilmente su discurso cuando dice que Bolívar murió en Colombia que es Chile y es México, e identifica los títulos de obras intercambiadas de Rómulo Gallegos, Vargas Llosa y Carlos Fuentes. Hasta llega a decir que Pobre Negro es una novela peruana.
El discurso, a medida que proseguía, causaba regocijo entre los oyentes. Por Arturo Gutiérrez Plaza, quien en ese momento era director general del Celarg y que compartió varios días con Bolaño en distintas actividades, he sabido, gracias a varias anécdotas que me ha contado acerca de aquella única visita de Bolaño a Caracas, que el discurso lo escribió en esos días en el Hotel Ávila, donde tradicionalmente se alojaba a los ganadores. Se trata de un lugar rodeado de naturaleza en la falda de la imponente montaña el Ávila. Bolaño le aseguraba que la potencia del canto de los grillos le producía insomnio, así como a Vila-Matas, ganador de la siguiente edición, lo mantenían en alerta los pájaros que sonaban como sirenas de automóviles, desconcertados ambos por la estridencia caraqueña. El insomnio de Bolaño, unido a la fiebre que padeció su hijo Lautaro y que requirió atención médica en Caracas, lo cual le causó gran desasosiego y angustia, según nos relata Gutiérrez Plaza, no impidió que armara un discurso que se consideró entre los presentes como cercano, afectuoso y de mucha inteligencia.
Regresa al juego de inicio con la dislexia y el fútbol, afirma que acaba de ganar el décimo primer premio Rómulo Gallegos, el 11, que era el mismo número de la camiseta con la que jugaba fútbol, la 11. La pasión de Bolaño por el fútbol queda manifiesta en el cuento “Buba”, dedicado a Juan Villoro y que transcurre en Barcelona. Habla de las coincidencias, de la placa de Rómulo Gallegos en Barcelona, en el sitio donde vivió y trabajó, cuando se acercaba al número 11 de la calle Muntaner, descubrió la placa que, según él, dice: “Aquí vivió Rómulo Gallegos, novelista y político, nacido en Caracas en 1884 y muerto en Caracas en 1969”.
Se trataría de una coincidencia triple: 11-11-11: camiseta 11, Gallegos en el 11 de la calle Muntaner, edición 11 del premio. Bolaño recurre tanto al humor -que le queda muy bien- que casi le faltó relatar en el discurso que, en su habitación del Hotel Ávila, para acentuar más las casualidades, le habían dejado un refrigerio y un misterioso paquete del muy venezolano panqué Once Once, fábrica fundada en Caracas el 11 de noviembre (11 del 11) por don Rosendo Valentín Rondón Moronta en 1960, cuando Bolaño tenía siete años.
Hay imprecisiones que tardan años en aparecer, sin uno buscarlas, y ese es el caso de las casualidades del Discurso de Caracas de Roberto Bolaño. Una caminata por las calles de Barcelona en el año 2021 para visitar la casa de Rómulo Gallegos me hizo caer en cuenta de la discrepancia entre lo contado y lo real, al menos en lo que se refiere a un hecho fáctico mencionado en el discurso.
La traducción que hace Bolaño de la placa escrita en catalán despierta la primera suspicacia: “Aquí visqué i escriví (1932-1933), Rómulo Gallegos, novelista eminent i President de la República de Veneçuela . Caracas 1884-1969”. En ese sentido, enfaticemos el hecho del lugar de escritura: está en Caracas y escribe asido a lo que recuerda desde el insomnio y los grillos de fondo y quizás por ello el sentido vago que expresa de lo que está escrito en la placa. Si queremos ser precisos, diríamos que deja de mencionar los años en que vivió en esa dirección, inventa la palabra “político” y omite el calificativo de “eminente”.
En la obra Rómulo Gallegos y España (Caracas, Monte Ávila Editores,1986) de José López Rueda , se encuentran páginas referidas a la vida de Gallegos en Barcelona: “Para ayudarse económicamente, el matrimonio Gallegos recibió como pensionistas a tres jóvenes venezolanos: Simón Gómez Malaret, Nelson Himiob y Jesús Lavié… a veces llegaban al apartamento de Gallegos en la calle Montaner jóvenes que no vivían en Barcelona, como Gonzalo Barrios, Miguel Otero Silva, o venezolanos ilustres como Pedro Emilio Coll”.
Aquí surge un segundo punto de suspicacia más concreto. Lo que menciono a continuación lo constaté caminando desde la dirección donde vivía Bolaño en Barcelona, Carrer dels Tallers, 45, hasta Muntaner 11. Este trayecto son solo unos cinco a siete minutos a pie y no se parece al Ensanche agotador que menciona en el discurso. Aunque geográficamente sea el límite del Ensanche con Ciudad Vieja, no es un área de calles amplias, como dice que fue el lugar donde se encontraba cuando descubrió la placa. Más significativo aun es la distancia con la casa donde realmente vivió Gallegos, de kilómetro y medio o unos veinte minutos apurados a pie en medio del calor del verano; lo que hace improbable que, aun con los engaños de la memoria, se hubiera producido una confusión.
Prosigue el discurso y Bolaño habla de lo que son las patrias de los escritores: su lengua, la gente que quiere, su memoria, lealtad y valor. La patria puede ser simplemente la novela que se escribe en un momento. El pasaporte a esas patrias de la literatura es la manera de escribir, que no se trata de escribir bien sino de escribir maravillosamente, y agrega que algunos escriben maravillosamente bien. “Muchas pueden ser las patrias, se me ocurre ahora, pero uno solo el pasaporte, y ese pasaporte evidentemente es el de la calidad de la escritura”. ¿Qué es escritura de calidad? Bolaño responde a su propia pregunta: “Saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura básicamente es un oficio peligroso”.
Se trata, en efecto, de un oficio peligroso, por muchas razones pero también cuando se altera, voluntaria o involuntariamente, la realidad tangible para adecuarla a una historia, sea esta de ficción o no ficción. Y esto no lo digo en ánimo de juzgar, que no lo hago porque considero que nadie es dueño de la verdad. Acá solo expongo mi parecer, y trato de no hacerlo de manera grave o afectada, actitud que deploro, ni por exceso de formalismo, que coarta la libertad creativa y, además, manteniendo mi admiración por el escritor chileno.
A veces uno lee un texto y deja pasar detalles, no se pueden asimilar tantas cosas en una primera lectura. Yo había estado antes en un par de oportunidades en lo que fue la casa de Gallegos en Barcelona, sabía que no podía ser el número 11 y, sin embargo, por estupidez mía quedaba esa incógnita suspendida en una niebla mental, como por una pizca de efecto de lo que se supone que ocurre cuando en Colombia o Venezuela, con sus capitales intercambiadas parafraseando a Bolaño, algunos malhechores echan burundanga, con be de Bogotá, Barcelona y Bolaño, en la bebida de una persona: se nubla el juicio, la memoria y pasan cosas indecibles. Como efecto posterior del Discurso de Caracas, una pregunta frecuente entre escritores venezolanos residenciados en Barcelona ha sido la siguiente: “Oye, chico, ¿dónde carajo es que queda la placa de Rómulo Gallegos? Nunca la he podido encontrar. Siempre me confundo, doy vueltas y vueltas, quedo como mareado pero no la hallo”, como si se tratara de un lugar secreto que requiere algún rito de iniciación.
Más aún, Bolaño corrió un serio riesgo durante el discurso porque, si alguien en la sala hubiera sabido la verdadera dirección de Gallegos y se hubiera levantado, tan salidos, espontáneos y directos que somos los venezolano, le hubiera podido haber vociferado o cuestionado en los predios del recinto:
-Bolaño, vale, estás equivocado, con el debido respeto: la casa de Gallegos queda en Muntaner, 193.
Y es ahora cuando me doy cuenta, tras rendirle culto al novelista venezolano en mayo de 2021, al regresar luego de quedarme inesperadamente en Caracas un año atrapado por la pandemia, de la discrepancia que flotaba en mi cabeza como en la gravedad del espacio. Estaba claro que Gallegos no había vivido en el número 11 sino en el número 193 de la calle Muntaner, donde había escrito, concluido y entregado su novela Cantaclaro a la editorial Araluce.
La mente aterriza.
Dice además Bolaño que el número 11 correspondía a una de las “dos sendas casas” de Gallegos en Barcelona, y señala que Pere Gimferrer, que usa como escudo, le dijo que Gallegos tuvo dos casas, cuando todas las fuentes apuntan a que Gallegos vivió en una sola dirección en Barcelona y que, además, no cabe duda de que existe una sola placa. Así lo confirma Xavi Ayen en su libro Aquellos años del Boom, cuando al referirse en detalle a Gallegos, como precursor de este movimiento, afirma: “Quién sabe si vino atraído por la sonoridad de un nombre que le evocaba su breve estancia en la Barcelona venezolana, donde dirigió el Colegio Federal de Varones y se había casado por poderes con Teotiste Arocha en 1912. Trabajó como jefe de ventas de la National Cash Register Company y en su piso de la calle Muntaner, 193, una placa recuerda en catalán su paso. Allí conspiró políticamente con la tranquilidad que le daba la barrera protectora del océano”.
Entre Gimferrer y Bolaño había una relación estrecha. Para empezar, parece ser el artífice de que Bolaño se diera a conocer en España. En conversación publicada por la Nueva Revista en junio de 2017, Gimferrer afirma: “No descubrí a Bolaño en sentido estricto, porque ya había publicado antes, solo que no le hacía caso nadie. Mandó entonces el manuscrito de La literatura nazi en América y propuse publicarlo; así se hizo y el libro significó su despegue como autor”. Pero más que esta anécdota del despegue literario de Bolaño, tiene un sentido explicativo el tono y el ánimo juguetón y trasgresor del discurso por la manera de ambos de ver la vida de los escritores. En el prólogo de Los perros románticos de Bolaño (Barcelona, Acantilado, 2010), Perre Gimferrer dice: “Sus ficciones, en modo alguno realistas salvo como metáfora y parodia, no ya de la realidad, sino de sí mismas, en la fecunda frontera ambigua en que colindan el pastiche y el homenaje, son tan poéticas como narrativos son sus poemas/antipoemas”.
Bolaño a su vez, en repetidas entrevistas señala su admiración por Gimferrer. Como ejemplo, en unas declaraciones realizadas para un medio en México, apenas ganado el Rómulo Gallegos, comenta: “Pere Gimferrer tiene textos lúcidos sobre este punto. Un escritor jamás debe perseguir la respetabilidad: es todo lo contrario de cualquier proyecto literario porque tiende a la inmovilidad, al consenso, al voto de los demás y a un sitio en una sociedad. No debe buscar un sitio en la sociedad, debe huir de ella, de cualquier sitio. Debe atreverse al aire libre y tener por casa la intemperie. La primera cosa que se debe plantear es destruir figuras en el paisaje y no hacerle guiños al poder, cualquiera que este sea, de izquierdas o derechas… El poder siempre es una traba para la intemperie donde vive el escritor”.
En este sentido, valga la pena resaltar como una afinidad entre Bolaño y Gallegos, José López Rueda nos dice: “Sabido es que Rómulo Gallegos rehuía las tertulias literarias. Por eso, a pesar de que sus novelas se vendían bastante bien en España, no era muy conocido en círculos literarios”. Siendo un escritor latinoamericano en España lo que hizo que se proyectara, de manera poco común en la época por la preferencia de los lectores españoles por los autores de su país, fue cuando la Asociación Española del Mejor Libro del Mes escogió a Doña Bárbara para la selección de septiembre de 1929. Aun así, Gallegos socializaba poco con el medio, quizá concordando con lo que afirma Bolaño: “Un escritor jamás debe perseguir la respetabilidad: es todo lo contrario de cualquier proyecto literario porque tiende a la inmovilidad, al consenso, al voto de los demás y a un sitio en una sociedad”. Lo que quiere decir, regresando al sentido del discurso, que se podría interpretar como una gran parodia y es posible, me atrevo a especular, que Gimferrer y Bolaño se reirían en secreto de la picardía del invento de las dos sendas casas de Gallegos.
El discurso de Bolaño ha tenido, además, sus repercusiones prácticas en el tiempo. Aparte de los extraviados escritores venezolanos girando en trompo a la búsqueda de la placa de Gallegos, me encuentro, por ejemplo, con una página literaria en la que en el 2006 su autor, que dice hacer “reseñas nada sesudas de los libros que caen en mis manos”, a raíz del Discurso de Caracas comenta: “Leyendo a Bolaño sabía que Rómulo Gallegos vivió en Barcelona: él había visto una placa tal y como comentaba en esta entrada. Todos mis intentos de localizar la susodicha placa fueron en vano. Ni siquiera Google sabía la respuesta”. Hoy en día, claro está, sí se consigue en Google la dirección pero quizás no en el 2006. Los que se tomaron en serio el Discurso de Caracas, aun a conciencia de que es una pieza literaria que tiene mucho de picardía y humor, nunca pudieron encontrar la casa de Gallegos en Barcelona.
Bolaño, al terminar la ceremonia, pasó varias horas firmando sus libros y conversando en especial con los jóvenes, fue generoso y dado con la gente, no escatimaba hablar el tiempo que impusiera quien le trajera el libro para su firma. Esto fue posible por una iniciativa gestionada por la administración del Celarg de ese año. Por primera vez en la historia del premio, Monte Ávila Editores tuvo la prerrogativa, como una de las condiciones del galardón, de sacar una edición venezolana de la obra ganadora cuyo precio fuese asequible al público del país y, sobre todo, a los jóvenes a los que Bolaño les dedicaba tanto tiempo.
La mayoría de los premios literarios en los distintos países seleccionan, a lo largo de sus ediciones, al menos a la mitad de autores nacidos en el país que acoge al premio. Ese no es el caso del Rómulo Gallegos. Al día de hoy un solo escritor venezolano lo ha ganado, Arturo Uslar Pietri, por su novela La visita en el tiempo. Los distintos jurados en aras de una supuesta mal entendida imparcialidad nunca escogían a narradores venezolanos que se lo podían haber merecido. El ganador se llevaba un premio monetario importante, las grandes editoriales en español se beneficiaban con el incremento de las ventas, y al país no le quedaba nada. Es así como, en aras de lograr un equilibrio entre lo dado y lo recibido, que se instaura esta condición que se estrena, precisamente con Los detectives salvajes. Bolaño fue el primer galardonado que tuvo el privilegio de contar con una edición venezolana de su novela premiada y pudo ver in situ, en una visita vespertina a la antigua sede de Monte Ávila en la urbanización La Castellana, en compañía de Gutiérrez Plaza, los talleres donde numerosas personas trabajaban en el proceso de digitalización, corrección, edición, montaje e impresión de su novela, a pocos días de la premiación. Para entonces Alexis Márquez Rodríguez, quien hizo suya y apoyó con gran entusiasmo esta iniciativa, era el presidente de esa casa editorial que en una época fue una de las grandes editoriales con alcance en Latinoamérica y España.
El talento literario -que le sobraba a Bolaño con su obsesiva dedicación indiscutible- se traduce en sudar la gota gorda en el oficio. En ese camino no conviene alterar realidades tangibles, concretas y comprobables. Yo no puedo decir que España queda al norte de Europa, ni que Chile es fronterizo con Colombia o que Liechtenstein es vecina de Andorra, ni que Bolaño vivió en uno de los edificios que está en la Rambla del Raval, justo enfrente del enorme gato de Botero, allí posicionado luego de trajinar por el Parque de la Ciutadella, por una plaza de Drassanes y el Estadio Olímpico. Claro que llevo a un extremo los ejemplos, pero, ¿qué tal si alguien elaborara un texto con alguna de estas premisas? No en vano la última palabra del discurso: “Pinocho”.
Bolaño con toda probabilidad fue consciente de su propio juego cuando afirmó: “Don Rómulo, que a estas alturas del discurso espero que ya no esté tan enojado conmigo, ni se le vaya a aparecer en sueños a Domingo Miliani”, a este último, fundador del CELARG y presidente de la institución en ese momento, Bolaño le había tomado mucho cariño durante su estancia venezolana, al igual que a varios miembros de esa institución que lo acogieron y atendieron por esos días, y con los cuales mantuvo posteriormente una afectuosa amistad, hasta el lamentable impasse sucedido en el 2001, cuando renunció a ser jurado de la duodécima edición del premio, motivado, entre otras cosas, por las infortunadas declaraciones del siguiente presidente del CELARG en la era chavista, el sociólogo y filósofo Rigoberto Lanz, quien a una semana del veredicto declaró que “el premio Rómulo Gallegos olía mal”, dando a entender que históricamente había estado viciado. Tan infaustas e irresponsables afirmaciones pusieron en jaque la premiación de ese año. El acertado manejo de la situación, por parte de los otros cuatro jurados restantes, Sergio Ramírez, Victoria de Stefano, Carmen Ruiz Barrionuevo, Edgardo Rodríguez Julia, fue lo que permitió sobrevivir al temporal.
Y con la nostalgia que induce el título de su cuento Últimos atardeceres sobre la tierra, qué se iba a imaginar Bolaño que todo se iba a acelerar más allá de lo esperado, que unos tres años más tarde de su discurso en Caracas moriría, y que él también tendría luego una placa donde vivió en Barcelona en el Raval, Carrer dels Tallers, 45, en un piso de 25 metros cuadrados antes de irse a Gerona y luego aislarse en la ciudad costera de Blanes. La placa dice, traducida del catalán: En esta casa vivió el escritor y poeta Roberto Bolaño. Santiago de Chile 1953-Barcelona 2003, Barcelona con be de Bolaño, la misma donde escribió-eso dicen-su poema Los perros románticos, que inicia así:
En aquel tiempo yo tenía veinte años
y estaba loco.
Había perdido un país
pero había ganado un sueño.
Y si tenía ese sueño
lo demás no importaba.