Marina Colasanti, legendaria autora brasileña, fue a partir de 1967 la editora de Clarice en el Journal du Brasil. Nos conocimos en Quito durante una feria del libro y le pregunté si Clarice se dejaba editar. “Nooo”, dijo, “pero yo tampoco lo hubiera intentado”.
Me contó del miedo tremendo a que se perdieran sus originales.
No hacía copias. No lograba utilizar papel carbón; sus manos no tenían esa habilidad. Eran épocas de máquinas de escribir. Siempre me decía: “Cuidado con mis textos. Porque el carbón se frunce”, y yo debía responderle: “Tranquila”, y copiábamos de inmediato; “además, sabes que hay una casilla en el diario tan solo para tus textos”.
En ese dormirse nefasto en su cama, con el cigarro encendido, cuando se despierta dentro del humo y todo se está incendiando, Clarice quema sus manos intentando apagar el fuego que ya alcanzaba sus anotaciones en papelitos. Había tomado somníferos, por eso tardó en despertar.
Le arrancan piel de las piernas. Las manos reciben injertos de las piernas. Injertos: tanto cicatriz como herida.
Las manos que tipeaban misterios sobre la falda, que enviaban cartas, que evadían preguntas, que se turnaban para mimar a dos niños, que lucía orgullosa en retratos, no eran hábiles para calcar o preservar los papeles de un accidente doméstico.
Por habilidad entendemos algo que se hace bien y que se hace fácil.
Marina dijo que le daba tristeza que Clarice nunca hubiera sido dichosa. Había un peso, una imposibilidad, sufría al escribir y sufría cuando no lograba escribir. Llamaba por teléfono tarde por la noche a los amigos: “No logro escribir, ay”.
Le recuerdo a Marina que Clarice decía: “si no escribo estoy muerta”.
“Sí”, dijo ella, “pero si escribo: qué lástima, qué peso”. Una cierta capacidad de vivir, concluye, Clarice nunca la tuvo.
Años antes del encuentro con Marina, le pregunté a Hebe Uhart qué pensaba de esta frase de Clarice y ella golpeó la mesa. Una mesa con horror al vacío. Plagada de posavasos, ceniceros e individuales que saltaron a la vez y se quedaron un instante en el aire:
Te lo voy a decir: me parece impúdico. A lo mejor es cierto, no lo sé, pero me parece impúdico decirlo. Las manos, pequeñas, pecosas, vivarachas, todavía temblaban. Como si toda mi fuerza, mi energía estuviera puesta en eso, y a lo mejor uno es capaz de hacer otras cosas. Por ejemplo, si estuviera dedicada a una ayuda social, algo tan absorbente como la vida de los otros o estudiando a los chimpancés… ¿No tuviste en la adolescencia múltiples vocaciones? A mí me gustaba el salto largo, la paleta, la pelota, jugar vóley, se me iba el alma a la hora de la siesta buscando gente para el vóley.
Virginia Woolf, como Clarice, necesitaba escribir todos los días. Si no la abstinencia ansiosa que se transformaba en amargura, malhumor. Adoraba la lenta marcha de la tarde hacia la noche, entre las seis y las diez, concentrada junto al fuego de la chimenea. Leyendo. Anotaba en su diario cuando ella y Leonard debían recoger leña con sus propias manos. Odiaba verse interrumpida por visitas no anunciadas. No podía creer que hubiera gente tan maleducada tocando la puerta a cualquier hora, en vez de avisarse por la mañana con un llamado. La única irrupción que celebraba: la del cartero. Aunque llegara con libros que debía reseñar de inmediato.
Clarice, comparada tantas veces con Virginia, no le perdonaba que se hubiera suicidado.
Escribe en papelitos que reparte por el escritorio de su habitación. La escritura salpicada, conoce su técnica, solo en fragmentos, solo en collage. Pide que nadie los toque, que no los ordenen, ella les encontrará un sentido apenas pueda. Junta para después. Acumula.
En algún momento irán a quemarse.
Ella pondrá las manos al fuego para salvarlos. Un acto suicida. Y un acto de amor.