El primer cuento que leí de Clarice Lispector estaba protagonizado por una gallina. No una gallina cualquiera, sino una que, desafiando su condición de subespecie doméstica de la especie Gallus gallus, decidió que no sería parte de la comida del día y se dio a la fuga, brincoteando por los tejados.
Recordé esta primera lectura en mayo pasado, cuando presenté los Cuentos completos de Clarice Lispector publicados por el Fondo de Cultura Económica, en una maravillosa traducción de Paula Abramo. En este evento virtual, el editor Eduardo Matías nos preguntó a las presentadoras qué fue lo primero que leímos de la escritora brasileña. Entonces recordé a la gallina “que se había recortado contra el cielo al borde del techo”.
Si bien eventualmente esta gallina descarriada es atrapada, y convertida en mascota en reconocimiento a su anormal conducta, me pareció que en este breve cuento estaban encerradas muchas de las ideas que bullían en mis años universitarios: la singularidad, las pequeñas valentías, el secreto gozo de ser un extraviado, el mundo semioculto de la infancia, los sentimientos de adolescencia tan parecidos a la gallina de Clarice, “estúpida, tímida y libre”.
Después de Una gallina continué con otros cuentos de la escritora brasileña, también protagonizados por aves: El huevo y la gallina, Una historia de tanto amor y La vida íntima de Laura. No es ningún secreto que la autora sentía predilección por estos animales, que si bien en la actualidad son vistos como comida, fueron considerados sagrados durante la Edad de Hierro. Hace unos meses leí un artículo acerca de un estudio hecho por la Universidad de Exeter que establece que en el año 1200 a.C., en la isla de Gran Bretaña, un pollo solía vivir cerca de cuatro años, pues no era considerado un alimento.
La idea de una gallina sagrada me recuerda, por supuesto, a Una historia de tanto amor: “Érase una vez una niña que de tanto observar a las gallinas conocía su alma y sus más íntimos anhelos”. En este cuento, la madre le dice a su hija que comerse a su gallina favorita es un acto amatorio, pues al engullir su carne, el ave se quedará adentro de ella. la pequeña aprende la lección y, en la primera oportunidad, devora con avidez a Eponina, su animal más querido.
“El no haber nacido animal es una de mis nostalgias más secretas”, llegó a escribir la autora de Cerca del corazón salvaje, una cita que refiere Benjamin Moser en la biografía Por qué este mundo (Ediciones Siruela, 2017). Lo cierto es que fueron muchos los que describieron a Clarice como una felina elegante, misteriosa y “peligrosa en potencia”. El poeta brasileño Ferreira Gullar dijo: “su rostro eslavo me impresionó, fuerte y hermoso, con algo de animal felino”.
Moser también señala que la pequeña Clarice disfrutaba mucho de la compañía de las gallinas y pollitos del corral, así como de la gata de la casa. De hecho, la escritora nunca permitió que regalaran ni un sólo gatito de las camadas de esta mascota. En mi infancia yo tuve perros, gatos y sólo un pollo, que compré en la kermés escolar. De color azul —aún subsistía esa práctica barbárica de pintar sus plumas con colores brillantes—, el ave vivió en la recámara, en una jaula improvisada con cajas de frutas, para evitar que los gatos de la casa la devoraran. Mis papás siempre pensaron que la compra del pollo fue una pésima idea, pero yo disfrutaba verlo picotear los granos y contarle historias por las noches, hasta que unos meses después murió sin grandes aspavientos.
Moser señala que la predilección de la narradora por los animales y los niños tenía una relación con el lenguaje, pues “hablaban un lenguaje que no estaba hecho de palabras con significado, de las que Clarice siempre desconfió, sino de puro sonido”.
Estas niñas que van y vienen en los cuentos de Clarice suelen enfrentar actos epifánicos. Una de ellas es la protagonista de Felicidad clandestina, quien experimenta la máxima alegría cuando, tras semanas de ruegos, una compañera se ve forzada a prestarle el libro que ha deseado desde hace mucho tiempo.
“Al llegar a casa no empecé a leer. Fingía no tener el libro, sólo para sentir después el susto de tenerlo. Horas después lo abrí, leí algunas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, fui a pasear por la casa, postergué aún más la lectura…”, relata la chica sobre esa alegría subrepticia que le produce la posesión del objeto anhelado.
La lectura, la imaginación exacerbada como vía de escape, marcaron mi infancia. En los largos veranos que viví en una pequeña ciudad de provincia fueron los libros los que me sacaron del caluroso sopor del desierto. En la biblioteca familiar encontré no sólo aventuras de piratas y viajes extraordinarios por tierras fantásticas, también una forma de apropiarme del mundo. Una sensación que describe muy bien Susan Sontag en su discurso de aceptación del Premio de la Paz del Comercio Librero Alemán, y que se recoge en el libro Al mismo tiempo (Mondadori, 2007):
(La lectura) me salvó cuando era una colegiala en Arizona, mientras esperaba crecer, esperaba escapar a una realidad más amplia […] La disponibilidad de la literatura, de la literatura mundial, permitía escapar de la prisión de la vanidad nacional, del filisteísmo, del provincianismo forzoso, de la inanidad educativa, de los destinos imperfectos y de la mala suerte.
No es casualidad que en este texto aparezca una referencia a Susan Sontag, que comparte con Clarice Lispector no sólo una inteligencia precoz, la pérdida de un padre en la infancia y su pasión por escribir, también el mismo biógrafo: Benjamin Moser.
Se podría decir que la mala suerte acompañó a los Lispector durante sus primeros años en Brasil con la muerte de la madre, la falta de dinero, los esfuerzos por encajar en otro país con otro idioma. Clarice fue una niña que creía en las historias milagrosas, según relata Benjamin Moser, quien cuenta que cuando la menor de la familia comenzó a leer y escribir, también empezó a escribir poesías para su padre —algunas con gallinas incluidas—, “pequeñas historias” que solían representar con sus amigas y primas, e incluso textos para la página infantil del Diário de Pernambuco.
A pesar de que la vida adulta nos muestra que las palabras no son suficientes, volvemos a ellas una y otra vez para conjurar aquello que está fuera de nuestro control. La pequeña Clarice no pudo hacer nada por devolverle la salud a su madre, pero en sus últimas notas dejó una frase reveladora: “Escribo como si quisiera salvar la vida de alguien. Probablemente mi propia vida”.
En el cuento Restos de carnaval, Clarice Lispector relata la forma en que una niña pequeña se da cuenta de la inutilidad de los disfraces y la magia frente a las tragedias domésticas. Mientras que afuera de su casa las risas y el baile se apoderan de las calles de Recife —la ciudad en la que vivió la infancia—, en casa su madre está en cama, luchando contra la enfermedad, ajena al brillo, al tul y al maquillaje que fascinan a su hija.
¿Por qué esta niña quería formar parte del carnaval? Para tener lo que siempre había deseado: “iba a ser otra, no yo misma”. Los escritores, como los niños, también sentimos esta atracción por las máscaras y los disfraces, ¿qué no son el punto de partida de nuestras propias historias?
En enero de 2020, antes de que la pandemia de covid-19 cambiara la dinámica social, inicié un círculo de lectura titulado “La hora de la estrella”, en honor a una de las novelas de Clarice Lispector. Este pequeño homenaje me pareció natural. Qué mejor referencia a una reunión mensual para hablar de libros de escritoras que la obra de una autora que vivió para contar historias.
Sólo tuvimos dos reuniones presenciales antes de que la pandemia nos encerrará en nuestras casas en marzo de 2020, desde entonces el círculo de lectura se hace de forma virtual y ya hemos leído dieciocho libros, incluyendo La hora de la estrella. Durante lo más cruento del confinamiento, estas lecturas y reuniones se convirtieron en ese escape de los destinos imperfectos y la mala suerte que nos impuso el mundo.
La biografía de Moser cierra con un texto que escribió Clarice a propósito de su obra y quehacer literario. Las primeras líneas dicen así: “No leas lo que escribo como si fueras un lector. Salvo que ese lector también trabaje con los soliloquios de la oscuridad irracional”. Quienes nos dedicamos a la literatura sabemos de este pacto de transformación, al que nos hemos entregado días enteros para, como los autores de los libros que amamos, ser otros, con una vida distinta, en la que podemos inventar los más falsos obstáculos “para esa cosa clandestina” que es la felicidad.
Centro Histórico, Saltillo, Coahuila
Junio 2021