Cuento infantil
La gallina que tiene los ojos huecos,
puso el huevo más grande del mundo:
las finas líneas blancas de sus patas
con pasión afincándose al suelo
cuando cacarea y parecen quebrarse.
Es hacendosa.
Lo primero es “asentar la casa” —dice—.
Barrer los desechos
(las plumas amarillas del gallo
que cruzó el mar hacia otro gallinero).
La gallina es porfiada.
Sabe que no podría mantener el cerco apretado
donde los polluelos crecen
y se escapan obstaculizando su labor
de cloquear.
Así se ganó ser la dueña del patio,
de la familia
mojada y seca
según el clima de un pequeño lugar
donde de noche
ensimismada en su sueño de grandeza
se cuelga del viejo palo con las uñas
y vive
aunque parezca muerta
desgarrada sobre él.
El techo
…y el cielo es azul como cuando todo llega a su fin.
Ives Bonnefoy
¿Y qué lugar para mis poemas?
¿Y qué lugar para mis tazas
cuando la lluvia baje
a destrozarlas?
Amarrar las ventanas
con una cinta roja
y con una cinta negra
¡no nos protegerá!
El huracán llegó
para quedarse
y clavetear hormigas
apostadas entre ruinas.
Para que la sal no sude
la cerámica
no será suficiente.
Esta es mi casa:
un jardín disecado
por el sol en verano
y por el viento de invierno
(con sus malas yerbas
y sus malas palabras)
acostumbradas a crecer
y dar la sombra que pueden.
La pájara amarilla que escapó
dejó un aviso con cal en la pared
otra advertencia
por si otro pájaro se animara
a vivir comiendo cáscaras de arroz
sin granos.
Recuerdo cómo tuvimos aves pasajeras
que aprovecharon la tormenta
para escapar
—años tapándolas en la noche con un paño blanco
y destapándolas con un paño prieto después,
al amanecer
contra el insomnio
nacional.
¿Cuándo dejamos de dormir
y de creer?
El calendario que teníamos
era ese movimiento sutil
de cubrir cada día
hasta el siguiente
la miseria, su rutina.
¿Dónde pongo ahora el lugar para el lugar?
¿Dónde la inquietud de un lugar que no es posible situar
ni sostener?
¿Dónde los exiguos granos para que no se mojen más
o para que nadie se los robe?
¿Dónde las macetas
que no pudieron soportar tanta humedad
—recipientes hechos para las goteras
más que para la tierra,
las flores y las primaveras?
A estas alturas
regreso a mi casa
para quitar el techo
destapar la caja de pandora
—su crueldad—
(los grillos que sobrevivieron
susurrando consignas obsoletas
en este lugar que desaparece).
¿Cuántas noches me ayudaron
a olvidar?
¿Saldrá un cielo nuevo que cubra
esta intemperie?
¿Sobornaré tormentas
para que sean más débiles
y ocultar
la mezcla de negrura y aceite
que me envolvió
por todos estos años?
¿Cómo limpiarla?
Los tanquecitos de agua
contaminados
no serán suficientes
ni las moscas
—que todo lo pueden—
sobrevolando tendederas contra el viento,
burlándose de mi deseo de amparo
preguntarán:
“a estas alturas, vieja,
¿puedes sentirte indiferente
cuando otro techo encima del horizonte y más allá
se bambolea?”
La casita de enfrente, por ejemplo,
que parece de palomas
pero que no lo es
cruje su zinc cuando los niños
regando las plumas que quedaron del almuerzo
llegan.
¿Dónde estará mi pichoncito gris?
Y los gatos:
Diotima, Dédalus, Donatello,
Dujna, Denissen, ¿volverán?
¿Qué techo necesito para cubrir las pérdidas
y cortar otras maderas
que no sean vulnerables
ni indiferentes
como no fueron estas
y resistan más que la pinotea
—tablillas de cajas de muertos
encima de mis ojos
como féretros—,
vigas robadas un domingo al carnaval
carrozas cargadas de deseos,
alegría, dolor y palabras
para proteger un sentimiento, un techo
que se hunde más y más
sobre el suelo
rellenando y rellenando los poemas
con cisco de carbón
donde los comejenes (tan sabios) enterraron también
sus alitas perversas?
¿Y la luz?
¿Podré tener un techo
impecable
con la misma luz que este colaba
por todas sus hendijas?
Rayitos de sol, de lujuria, de amigos,
de luciérnagas
que venían con una palabra selladora
—permanencia o consuelo—,
a cubrir las estrellas
bajándolas una por una
como en el cuento de Darío a la princesa?
¿Cómo hacer un techo normal ahora?
¿Para quién?
¿Para los que fuimos?
Esos fantasmas que recorren
habitaciones vacías
y recuerdan
un cielo carmelita
un cielo azul
“como cuando todo llega a su fin”.
Un tornasol de cielos
un arcoiris que ya no resistirá otra tormenta
ni la indiferencia.
¿Cómo estar preparada para esa mentira
que haga ver a los otros la verdad?
Pero, “hazlo, hazlo” —oigo a las hormigas insistir.
A los gatos ronronear
desde “el más allá”.
No saben lo que cuesta quitar y poner un techo.
Un cielo.
Una manzana mordida y un ratón
Es aquello, es…
Peter Handke
Hay días en que uno
Ve y mira
como en aquella película rusa
una cáscara un tronco
y una manzana mordida
en el sendero.
Un ratón que sale del inodoro,
y te salta encima
sin traer loterías
ni consuelos.
Pero una manzana mordida
siempre presupone una boca,
alguien que ha pasado antes
con su ración,
y ese sabor que dejan,
las huellas de otros dientes.
II
Un ratón salta encima de ti,
y aunque estemos
en una ciudad moderna,
dice la verdad sobre las cloacas,
los despojos,
la avaricia en cualquier parte,
al morder una manzana,
y lanzarla
para que otro sepa
que has comido pulpas
no cáscaras ni inventos
aunque pierdas la lotería,
y el ratón haya muerto
extraviado en la contienda
como nosotros durante el trayecto
hacia otra ciudad iluminada
vagamente en la noche
por equivocación.
III
Pero, no es tampoco,
aquel sonido de las focas
bajo el hielo
intentando saltar
(la promesa)
de una esquina donde hay
una estación
un parque
un bar,
el desafío de cualquier
gasolinera
esa falsa repetición
de las esquinas,
y de las oportunidades perdidas,
si pasas buscando
certidumbres.
Es, aquello es…
lo que se fue,
lo que ya no será.
La Antártida de Herzog,
Tu ilusión de haber llegado
y pertenecer a un lago,
a una cordillera,
al tiempo de ese irredimible,
cualquier lugar.
Resaca
La naturaleza suena en el aire, pero resuena en el alma.
Cuando el Malecón empieza a desbordarse
caen en la acera tablas del piano,
flores pintadas a mano salen a flote
no como decoración, sino como dolor.
El tiempo retorna, se revierte
y necesito de esa reversibilidad para existir.
El ruido de sus olas no me ha dejado tranquila,
entre compases de los que no me arrepentiré
incluso, arrepentida de no hallar una octava
en proporción para mi mano
que alcance su horizonte.
El temblor de una cuerda,
la vibración de una columna de aire
sin obstrucción
por la que apostaría:
un retorno siempre es insertarse
entre las nuevas olas
—tonos altos, tonos bajos, semitonos—,
una progresión que protege un estilo
para defendernos de la indefensión,
un estribillo que no nos quita el miedo
a la tempestad, pero nos calma.
El golpe del mar feroz este día
y luego, su solapada tranquilidad
que no se confunde con otros sonidos
ni se queja, pero mata.
¡Me habré ahogado en él tantas veces
repetitivas y diversas
que aprendí con precaución a flotar con un estribillo
entre los dientes!
A convencerme sola de mi imposibilidad
(mi confianza absoluta)
al mirarlo enfurecerse
y tranquilizar
su raya gris
sobre el puente móvil desprendido
contra la quilla
de un instrumento que suena
por todo el tiempo que perdió
entre dos aguas.
el frío
el frío fuerte pasó
y los días de marzo han vuelto
con su polvo del sur a levantar la hojarasca.
días para quedarse a vivir eternamente en el vaivén;
días en que nada más que una calma
de mediodía común estremece algún vidrio.
si me estuviera permitido
quedarme en esa falla del tiempo,
sólo para recibir su luna nueva y no pasar
—tampoco detenerme—sentarme allí en el
tiovivo a revivir su pausa
que golpea y endulza mi piel
como un arquero ciego.
y pensar que se puede volver a uno como un niño!
si el espíritu se decide por el regreso a sí mismo
un poco atolondrado después de haber salido
del exceso de alegría y de pena;
nunca seguros ante el sinsentido de este día
que no pretende la inteligencia ni la razón
que no permite que tu belleza
envejezca en los desgastes terrenales
y te hace mirar al cielo por la estrecha pausa
que su serenidad ha impuesto.
a ti, recién llegado de cualquier fortuna
contra el éxtasis de estar aquí, conmigo en este día,
te pido que vuelvas más tarde.
poco después, cuando empieza a oscurecer
su resplandor, la noche.
© Reina María Rodríguez, from The Winter Garden Photograph (Ugly Duckling Presse, 2019).
Tiene manchas
Hay un gato de manchas negras. Hay un gato, hubo un gato. Lo veo por la mirilla y tiene manchas (aunque también podría ser un perro, cualquier otro animal o una mofeta). Animal desfigurado por el lente. Denissen se fue y vino un gato fantasma. Lo olieron los otros gatos alrededor y orinaron. Sentí su quejido de regreso, pero cuando fui a la puerta, no había nada. Fango de gato. Ahora ¿pasará igual? Denissen quiso entrar y aquí está. Me asomo y no veo nada tras la puerta, pero la ilusión de hallar un animal perdido me entusiasma. Y supe, cuando sentí aquel chillido bestial del otro lado, que Denissen y otros gatos anteriores también entraron. Están aquí (los gatos nuevos), lo saben. Después, nunca más lo oímos, pero ellos sabían y estaban preparados para no olvidar, para resistir. El asunto es no olvidar, decían, y se azuzaban los bigotes. De eso se trata.
la detención del tiempo
Falcón
será cierto que en un plano más alto todo puede ser eternamente coexistente? será cierto, que es sólo la conciencia, nuestra conciencia, lo que experimenta el transcurso del tiempo, que en el sueño no existe el tiempo y la causa y el efecto se confunden? tú crees que la mente inconsciente coexiste con el universo y que esa simultaneidad no es más, que una regresión mística. y en la torre, en esa prisión, aparezco yo. muchos han hablado de la flecha del tiempo, tú por el contrario, quieres saber de las cosas que perduran, algo así —como lo llamabas—, el círculo del tiempo: está la flecha del río que fluye, —sin la cual no hay cambio, ni creación; pero también está el círculo, la sucesión en sentido de instantes. tal vez esto no sea de gran interés para los físicos y sus aplicaciones prácticas, pero ese dilema del determinismo, está implícito en el pensamiento simultaneísta y también en el existencial: para mí es la memoria del agua y ahora sé que el agua tiene memoria (París 1988) … y que jamás me libraré de esta costumbre que tengo de seguir el agua … tiro una piedra al mar, al arroyo, al charco más pequeño y de ella saldrán círculos, vueltas, espirales, espejos: y en el fondo podrás contemplar y robarte las formas del agua. tú las miras, las quieres poseer, pero ellas se escapan, al fondo. las tendrás sólo un instante, el instante en que abres sus hondas para ver. el agua es transparente y te engaña, no todo lo que dejas caer en ellas es el olvido. como en “Las olas”, de Virginia, la naturaleza humana cambia y sólo parece transformarse de la misma manera que partículas de agua movidas por una ola. entonces, tiro una piedra al mar y si soy simultaneísta, la piedra ya habrá golpeado y se habrá hundido antes de caer y si soy ciencista, nunca alcanzaré el fondo, porque tampoco alcanzaré el agua. a veces, quiero tirar piedras sin pensarlo más —sabiendo que es una estupidez y haciéndolo, porque así se hacen las estupideces. alguien ha dicho, que nuestro modelo del cosmos tiene que ser inagotable: ni la pura secuencia, ni la pura unidad para explicarlo. y yo quiero, como tú, una complejidad que no sólo incluya la duración, sino también la creación; no sólo el ser, sino el devenir, no sólo la geometría, sino la ética. no buscamos una respuesta, más bien queremos la interrogante, la obsesión por aquella pregunta, será cierta la detención del tiempo? … … y elijo tirar piedras sin pensarlo más y entonces tú te escondes, te escondes y duermes. pero tú no eres tú, tú eres la idea de muchos anteriores que han dormido también. cuando tú duermes, yo miro y toco con los ojos, los que murieron ya en ti alguna vez, muchas veces. tú duermes, y a pesar de la levedad de ese instante, sigo sin saber —y recurro a Shakespeare—, “cual sustancia es la vuestra, de qué estáis formado, para que en vos se reflejen millares de formas extrañas …” y, cuando tu gran boca movediza se abre y todo parece calmarse, entrar, desaparecer —como si yo sintiera ese placer de lo que muy adentro, debajo de ese rictus, está pasando— entonces, pueden moverse los labios, los párpados, temblar y presentir que vas a venir de ese otro lado oscuro, pero eso tampoco es verdad. en realidad se ha detenido el proceso de existir —el círculo del agua más cercano—, y es maravilloso saber que alguien duerme frente a ti con la inocencia de la muerte joven: en ese momento todo depende de mí que estoy consciente y soy, que puedo ver tu hombro y los pequeños pelos rojizos dentro y los rayos que por la ventana han entrado a morirse también y forman franjas de luz sobre tu cuerpo oscuro … cada uno, como uno que es tiene una sombra que le pertenece, pero vos que sois igualmente único, proyectáis toda clase de sombras … esta es la gloria, la inmortalidad. o sólo la detención del tiempo: será cierto que entre Einstein y tú el tiempo puede detenerse? … yo me quedo sobre la sombra y la duda otra vez, como un ser puramente eleático en la ingravidez, otra vez con las piernas en cruz, sobre las flores de mármol, otra vez convencida de la inmortalidad porque te veo, te veo, te imagino mientras amanece y se van apartando dentro de mí también las dudas y las sombras … y el cuarto va creciendo y empieza a vencer la luz: apago tu lámpara. te vas quedando detenido en el tiempo de mi mano, en la figura que te hago al vacío, desde mi escondite de ser, hecha un ovillo, donde puedo ver lo que pasa dentro de tus ojos: están pasando del verde al amarillo, a un río grande con muchos afluentes … y empiezo a mojarme, a temblar, es un temblor húmedo por donde están pasando también las olas del tiempo. y yo traigo un pozuelo caliente con una bebida extraña que tomaremos juntos, con un sabor fuerte y quemado que aprenderemos también y olvidaremos pronto, sentados y únicos en el centro, donde el humo me quema la boca, la nariz: estoy delgadísima, me vuelvo una hilacha de humo.
“La detención del tiempo” © Reina María Rodríguez from La detención del tiempo / Time’s Arrest, second edition (Factory School, 2005).
Paso de nubes
Mediodía (18 de septiembre de 1994)
Arca de Noé: embarcación grande en que se salvaron del diluvio Noé y su familia y cierto número de animales. Caja de madera; depósito para recibir el agua; depósito en que se guardaban las tablas de la ley; cajón o sitio donde se encierran varias cosas . . .
Aquí también se encierran varias cosas. Destinos. Posibilidades. Templos y palacios. Columnas y obeliscos; pirámides y zigurat movidos hacia el agua. Bautizos (iconografías) otra plástica de bulto —como en el antiguo arte— más allá de la isla de Argos. Los movimientos parecen torpes. Los relieves que cubrían la realidad, o las paredes (un hombre semiyaciente en medio de la arena). Es también la estatua yaciente de un hombre Meroe. La pirámide es una pirámide de balsas. Una balsa trae una muñeca recostada a los remos. También hay un caballo que acecha desde la orilla, si subirá o no esta vez la marea. Él los ve alejarse, aumentando el tamaño y la dimensión de sus figuras, alejarse y perderse en el confín del horizonte. Los niños siempre han jugado a las balsas, que zozobran y vuelven a flotar cuando el peso de las manos desaparece. Pero esta vez, las balsas suben y se ocultan del brazo que pretende sujetarlas —y una nube, como si fuera a saltar toda el agua blanca de la espuma derramada— se une al brazo del muchacho, despidiéndolas. Algunas se hundirán para siempre entre la arena y la resaca; otras tocarán el límite. Siempre sospecharemos cuál encalló, cuál regresó, la que habrá llegado. Es una Isla, con sus niños que han jugado, al crecer, con sus balsas. Mucha gente mojada con el agua hasta el pecho está rezando adentro. Veo los ojos de la niña, el tiovivo flotante donde van sus hermanos, la desolación. Se ha ido mi muñeca más querida también. Y aquella balsa —ataúd del centro, con un viejo siempre de espaldas a mi cámara, no quiere volver los pies y despedirse— es el abuelo. Balsas de madera, asfalto y poliespuma. Cristo delante de la caravana —un cuadro realista del Sagrado Corazón de Jesús— como proa. O esta otra, con una cruz de palo como mástil, que pasa enfrentándose al vaivén del vacío del viento. Laterales de zinc y goma, caucho recalentado. Un niño y una nube —un caballo también que se aproxima y bebe un sol salobre— han visto, cómo todos los otros se van y se pierden detrás de un límite impreciso.
“Paso de nubes” © Reina María Rodríguez, from Other Letters to Milena / Otras cartas a Milena (University of Alabama Press, 2016).