La Carnada (Seix Barral, 2020), novena novela de Ernesto Carrión (Guayaquil, 1977), apareció a finales del año pasado, en medio del repunte de la pandemia. Es una señal: su narrativa cruza una serie de capas que tienen a la palabra crisis como núcleo generador de desintegración de lo cotidiano frente a la mirada y al lenguaje. Lo que orbita alrededor de ese núcleo es eso que Carrión señala como el “mestizaje de géneros”, una forma de desborde que impregna el soporte narrativo con los ritmos poéticos, estructuras ensayísticas, noticiosas, testimoniales… logrando la apertura de una forma divergente de contar.
Ese enrarecimiento del espacio de escritura ya se revelaba en su compendio poético titulado Ø, que agrupa trece poemarios divididos en las entregas La muerte de Caín (2007), Los diarios de una cabeza sin mundo (2012) y 18 Scorpii (2018), que hizo de Carrión un poeta de amplio reconocimiento a nivel de Hispanoamérica. “Yo dejé de escribir poesía, efectivamente. Y me arrojé a escribir novelas, casi a un ritmo de dos a tres por año desde el 2015”, dice desde su natal Guayaquil. En ese tránsito ha obtenido, entre otros, el Premio Casa de las Américas de novela por Incendiamos las yeguas de madrugada (2017), y el Premio LIPP de novela por El día en que me faltes (2017). “Una novela puede ser un monólogo, un diálogo, un diario fragmentado, un grupo de entrevistas, puede esconder un guion y borrarse a sí misma hacia el final de la historia, etc.; en definitiva: una novela puede ser construida como un juego que, a pesar de los materiales que emplee, concentre algún sentido en lo dicho, pero sobre todo en lo no dicho, al concluirse”, apunta Carrión, quien en esta entrevista reflexiona sobre las conexiones que halla dentro de su obra poética y narrativa, las marcas del lenguaje con el que construye su espacio de escritura, los desafíos de la ficción y su diálogo con la historia, en medio de una ciudad que se reinventa constantemente.
Víctor Vimos: Luego de tu proyecto poético Ø el paso hacia la narrativa ha sido visto como transformación. ¿Cómo miras la conexión entre poesía y prosa en tu lenguaje?
Ernesto Carrión: Si revisas El libro de la desobediencia (2002), el primer libro de la tetralogía La muerte de Caín, encontrarás prosas, al igual que diálogos entre personajes (Adán, Eva, Caín y Abel). Lo mismo ocurre en La bestia vencida (2005) donde pongo a Hölderlin, encerrado en su locura, a dialogar con sus álter egos. Mi idea, por esos años, fue trabajar una poesía que se enriqueciera a través de un mestizaje de los géneros, que no respetara formas ni fórmulas y que más bien se desplazara dentro de la hoja a su capricho, incluso al capricho de las múltiples voces y personajes que aparecen en los 13 libros que forjan Ø. Por eso ese tratado lírico contiene versos, prosas, narrativa, diálogos, guion y hasta ensayo. Ir hacia la prosa puede considerarse como un movimiento natural. Aunque, entre poesía y prosa hay enormes diferencias. Sin embargo cuando escribo novelas no puedo evitar la poesía.
V.V.: Ese mestizaje de los géneros al que te refieres, ¿qué tipo de diálogo tiene con autores a los que frecuentas (locales o extranjeros)?
E.C.: Pienso que he dialogado con las narrativas de autores como Severo Sarduy, Jorge Eduardo Eielson y Truman Capote. Me interesa por igual lo que consiguen Alberto Fuguet y Chuck Palahniuk. Al igual que Mario Levrero, Virginia Woolf, Juan José Saer o Djuna Barnes. Un diálogo en el sentido de poder rebuscar en el interior de sus búsquedas (perdón por la redundancia, que es también cosa literaria), una forma nueva para las mías. Sin embargo también el mestizaje literario que me ha interesado es aquel que colabora con la idea de asumir un género específico para cruzarlo y convertirlo en otra cosa. Algo que hice, por ejemplo, en mi novela El día en que me faltes, que fue trabajada como una novela negra y al mismo tiempo como una historia de horror. Bajo la idea de que la narración también puede ser eso: una transgresión estética a cualquier forma canonizada, intentando provocar así nuevas experiencias en los lectores.
V.V.: Un punto en desborde en tu narrativa es la frase descriptiva y su relación con el ritmo poético. ¿Qué encuentras en el ritmo poético para sostener la descripción?
E.C.: La voz del narrador es quien dirige la orquesta. Hay novelas, como Cementerio en la luna (2015), en que la voz del narrador es la de un joven poeta deslenguado, sañudo y neobarroco. Hay otros trabajos como Incendiamos las yeguas en la madrugada (2017), en que la voz omnisciente es, a la par, protagonista; hace de sus pausas momentos congelados de contemplación hacia el pasado de la vida de cinco chicos del sur de Guayaquil en los noventa. Como sea, confío en ese ritmo a ratos lírico, a ratos trapo del personaje-narrador, que irá sosteniendo las descripciones y la trama.
V.V.: Una parte de tu proyecto narrativo parecería estar dirigida a la reescritura de Guayaquil. ¿Qué caracterizaría tu versión de esa ciudad?
E.C.: Parecería que no puedo escapar de Guayaquil. Ciertamente, jamás he escrito bajo esa idea de “hacer la novela total de una ciudad específica”. Simplemente ha sido aquí donde he podido dar a luz a muchos personajes y tramas. Mi visión es algo diferente a la que habíamos recibido de otras novelas. Porque por un lado, no amo ciegamente (con ausencia de crítica) a mi ciudad; y por otro lado, porque pretendo cubrir lo que más pueda de ella. El secuestro y asesinato a travestis en los noventa (Tríptico de una ciudad); la década de los ochenta y el miedo con el que un niño mira las noticias sobre el violador y asesino Camargo o la guerrilla Alfaro Vive (Un hombre futuro); el abandono de dos hermanos en el centro de Guayaquil cuando ocurre el feriado bancario1 y la diáspora de cientos de miles de ecuatorianos a comienzos del nuevo milenio (El vuelo de la tortuga); los billares, las drogas, la venta de pasaportes con visa americana, la tensión entre el sur y el norte de unos adolescentes (Incendiamos las yeguas en la madrugada); el paso del Che Guevara por una ciudad que parecería no albergar memoria (Triángulo Fúser); la violencia y complicidad de una clase alta que se mueve al balneario de Salinas para recrearse (La carnada), etc. En estos trabajos hay un movimiento por Guayaquil, por sus calles, clases sociales y décadas, con la idea de generar cuestionamientos, otras miradas hacia el pasado y presente. También he escrito otros libros, como Cursos de francés, que no ocurren allí.
V.V.: En los trece poemarios que componen Ø, tu experiencia personal está incluida como detonador de ampliación en el lenguaje. ¿Cómo aterriza ahora en la novela?
E.C.: La materia de la poesía es el lenguaje. Pero a veces la materia de la poesía es también la ausencia del lenguaje. Me refiero a que la poesía comienza cuando ha terminado de ser leído el poema, cuando empieza a gravitar en la cabeza del lector y a generar asociaciones nuevas y, con suerte, a depositarlo ante una verdad despedazada. Eso que hace la poesía con nosotros es la resurrección. La novela no hace esto. Así me parece. La novela amplía, gracias a la ficción, ideas panorámicas o eventos, inventados, recreados o no, que finalmente amplían nuestro discernimiento. Una sociedad que lee —esto no lo he dicho yo— es una sociedad más madura, que no se deja manipular por gobiernos ni fruslerías. Como sea, no siento que trabajen del mismo modo. La experiencia personal sirve en cualquiera de los dos casos. De hecho: un poema tiene “la obligación” de ponernos el futuro cadáver de quien lo escribe al frente. Una novela, no. Pero no por esto la capacidad de echar mano a recuerdos y experiencias deja de ser una vitalizadora fuente de creatividad para la narración.
V.V.: A menudo hay puntos de respiración en los diálogos que muestran la oralidad de los personajes. ¿Qué encuentras en esas marcas del habla?
E.C.: Cuando escribo una novela, quizás una buena parte de las que he escrito hasta la fecha, las imagino como una película. Pero también como un mapa donde haya invento, realidad, reconstrucción y fábula, donde todo sea verdad y mentira al mismo tiempo. La tensión en la trama, el desarrollo de los personajes, la ambientación, los diálogos con sus respiraciones y precipitaciones, sus acentos y registros idiomáticos particulares, forman parte de la intención por dotar de verosimilitud lo que estoy trabajando. No sé si esto podría aproximarnos a una idea particular de novela. Puede ser. Creo que la verosimilitud, comenzar a leer y no sentir que estás leyendo un producto de ficción, es importante. También no repetirse lo es. Cada vez que comienzo una novela, por ejemplo, me pongo en la idea de aprender a escribir de nuevo, de jugar, de ver hasta donde puedo estirar esta vez todo y hacerlo explotar.
V.V.: Parte de tu narrativa recrea, como tema de fondo, momentos históricos vividos en tu país. ¿Cómo convive el dato histórico, informativo, con lo ficcional en tu escritura?
E.C.: Algunas novelas las trabajé con la intención de cubrir espacios borrados de la historia. O de revisar, desde la ficción y la vida de los personajes, momentos que me parecieron interesantes para abordarlos. Sabía que solo podía hacer aquello desde la ficción, y que al hacerlo dejaría en las manos del lector toda la responsabilidad sobre aquello que iría a leer. En Tríptico de una ciudad, puse en discusión el secuestro y asesinato de travestis y transexuales en los noventa. Mi interés se amplió al deseo de que los lectores reconocieran que Guayaquil también es ésa ciudad: la de crímenes por discriminación que continuaron ocurriendo por décadas. Y la que no desea mirar su reflejo completo sobre las aguas del enorme río Guayas. Otro ejemplo es Un hombre futuro. Mi única novela de autoficción. Comienza con el asesinato de mi padre, que fue fiscal y juez en Ecuador. Y quien apareció después de estar tres días encerrado en el congelador de una discoteca en la Zona rosa de Guayaquil. Comienza desde allí, desde esa noticia, pero se transforma en la búsqueda de un hijo hacia la identidad del padre. Se convierte en el relato de iniciación de un joven y el contacto con un padre marxista, amigo de guerrilleros, que llevó a su hijo por años a través de esa borrosa travesía de bares, proclamas y canciones revolucionarias, para testimoniar cómo su padre y sus amigos seguían soñando alcoholizados con el Che Guevara y lo que nunca lograron hacer en el país. Y es así como aparecerá la década de los ochenta y una violencia política que hasta el día de hoy carece de victimarios que asuman sus responsabilidades.
V.V.: Muestras la pugna, no solamente sur-norte en Guayaquil, sino de agudización de jerarquías sociales. ¿La novela refleja transfiguración del poder?
E.C.: Creo que es un espacio para cualquier rebelión mental, para cualquier boicot. No me refiero al aspecto político ni sociológico. Pues una novela no tiene necesidad de educar o de manipular, menos de militar. La novela será siempre una victoria, desde las vidas cotidianas y sus propios dramas, sobre las ideologías. Puede ser un espacio donde otros hablen y nos cuenten sus historias borradas o silenciadas por el motivo que fuera. Para entendernos desde las diferencias. Para filtrar distintas capas, sensibilidades, momentos y urgencias que no son siempre las nuestras. Para que la “historia oficial” empiece a trastabillar. Por ejemplo: para poder comprender qué pasaba por la cabeza de un chico que miraba MTV en los noventa y se dedicaba a robar y vender pasaportes para comprarse una moto Kawasaki ninja; o cómo se desarrolló la infancia de un niño en el centro de la ciudad, cuando su madre se fue a España a buscarse la vida, tras el feriado bancario, y debió quedarse con un abuelo que murió muy pronto, y con un hermano apenas mayor que no pudo cuidar de él; o los malos ratos que debe pasar una periodista a la que relegan en el diario de crónica roja a escribir el horóscopo y el crucigrama, como si ella no pudiera trabajar cualquier nota valiosa para el medio, etcétera. Todas esas vidas, todas esas circunstancias, pueden ser visibilizadas por la novela.
V.V.: En este momento de pandemia, en una ciudad tan golpeada como Guayaquil, ¿cómo miras las narraciones divergentes a la “historia oficial” que, el estado, por ejemplo, se empeña en repetir?
E.C.: Creo que la pandemia traerá su propia narrativa, una que se verá agolpada por un sinnúmero de versiones, y que llegará en un sinnúmero de formas. Tendremos historias de la pandemia en los próximos veinte años, auguro. Y seguramente veremos los reales dramas que vivió mucha gente de Guayaquil transformados en poemas, canciones, películas y obras de teatro. Si algo nos ha enseñado la historia es que está conformada por todas las minúsculas historias escondidas o rechazadas por la oficialidad. Y que justamente es allí donde el buen arte hace su festín y organiza su venganza.
V.V.: Quienes siguen el rastro de tu obra coinciden en mirarte como un autor prolífico, de producción constante. ¿Qué hay por delante?
E.C.: Por delante, veo todavía algunas novelas más. Hasta que me agote. Lo que ocurrirá cuando sienta que he comenzado a repetirme. Porque si de algo rehúyo es de eso: de tener un estilo literario. Para mí eso es la muerte del arte y una aburrida repetición de lo que puedo crear. Y entonces me fugaré hacia el teatro o el guion cinematográfico para vivir allí por algunos años más.
1 A inicios de marzo de 1999 el sistema bancario del Ecuador fue suspendido temporalmente como respuesta a la profunda crisis económica que atravesaba el país y que terminaría con la quiebra de los bancos más importantes del país, la implantación de la dolarización y el desplazamiento masivo de migrantes ecuatorianos hacia España y distintos países europeos.