En los últimos tiempos me ha surgido la duda de si puedo decir con propiedad que mi lengua materna, la lengua que siento como parte de mi identidad es el italiano y mi idioma adquirido el español. Utilizo el término idioma porque lo que se conquista en un arduo lapso de horas, días, meses, años es un idioma más que una segunda lengua, que haría de esa persona alguien perfectamente bilingüe. La pregunta es legítima desde el momento en que no soy bilingüe, leo en italiano sin mayor dificultad y con placer, me gusta mucho la literatura y la poesía italiana pero no puedo hablarlo con soltura y mucho menos sin un acento extraño. No es la lengua en la que me comunico con fluidez y espontaneidad, no es la que me viene inmediatamente a los labios en conversaciones de exigencia intelectual o en circunstancias de cierta intimidad. Llegué a Venezuela en el 46, recién terminada la guerra. Tenía seis años, aún no sabía leer ni escribir. Al inscribirme en el colegio, la directora le dijo a mi madre que durante las vacaciones debían ponerme al día con la lectura y la escritura de lo contrario tendría que repetir el año. Esa responsabilidad recayó en mi hermana Luciana, que solo contaba ocho años: una niña enseñándole a otra niña. Aprender a leer me demandó un gran esfuerzo, diferenciar el sonido y la grafía de las consonantes fue un verdadero suplicio. Sufría pensando que nunca aprendería, que acabaría siendo para siempre analfabeta, que por la manera como mi madre pronunciaba ese término representaba el grado más ominoso de ignorancia e incivilidad. Mi hermana a veces perdía la paciencia, por suerte la recuperaba y continuaba estoica y serena enseñándome. Y yo con gran ansiedad y escasas ilusiones continuaba luchando. Recuerdo que una tarde fui con mis hermanos al cine y para mi alegría y sorpresa pude leer los subtítulos en la pantalla: volví a casa radiante de felicidad, me sentía en la gloria. Iba leyendo todo lo que encontraba a mi paso, los nombres de las calles, de los edificios, de las casas, los avisos publicitarios. Desde ese momento nunca dejé pasar un día sin leer: en la noche, en la cama, como veía hacerlo a mi papá, o en la tarde, cuando estudiaba y hacía las tareas. A partir de los diez, once años, me habitué a consultar el diccionario y hasta a leerlo con amorosa fruición. Siempre llevaba conmigo un lápiz y un cuaderno donde apuntaba palabras nuevas, palabras desconocidas, las nunca oídas antes, incluso intentaba componer versos o lo que yo creía que eran versos que se constituirían en estrofas, secuencias de frases que a su vez se constituirían en relatos. En otras palabras, toda mi escolarización e instrucción, primaria, bachillerato, universitaria fue en español. “Si el idioma —escribió Cioran— es el límite que confiere una identidad en el orden del espíritu, abandonarlo significa darse otro límite (finis), por lo tanto, otra definición; en una palabra, cambiar de identidad”.
Muchos, muchos años después en una charla informal con un grupo de estudiantes en la universidad, un joven me preguntó por las dificultades del aprendizaje del español que atravesé cuando llegué al país. Respondí al vuelo que ni siquiera me había dado cuenta de en qué momento había pasado del italiano al español, de una semana para otra ya tenía amigas, conversaba, jugaba pelota con ellas, no tenía dificultades para hacer mis tareas, cometía errores de ortografía, pocos, aunque esos pocos me avergonzaban, me hacían sentir la vergüenza de la no pertenencia, me imponía no repetirlos, hacía planas por mi cuenta. ¿Entonces no hubo trauma?, preguntó. No, respondí y me quedé unos minutos callada pensando. Tal vez, dije en un rapto tardío de iluminación, casi como si hablara conmigo misma, algo que nunca antes había pasado por mi cabeza, que el trauma esté precisamente en mi rotunda negación del trauma.
Ahora, después de darle muchas vueltas, he terminado por pensar que la herida, aunque velada y en reserva sigue y seguirá siempre ahí. La lengua natal, la de nuestro origen y ambiente familiar se halla debajo, bien adherida a nuestra piel, corriendo por nuestras venas. Sin duda, yo no viví el gran viaje como un exilio, pero para mis padres y probablemente para mis hermanos algo mayores, aunque en menor medida, sí lo fue. Sobre todo, para mi padre, un hombre en la cincuentena, en quien persistió la nostalgia de los lugares de su juventud, de la cultura, la música, la literatura de su país, de las bellas ciudades en que había vivido, Nápoles, Livorno, Milán, Venecia, donde conoció y se casó con mi madre, Roma, donde transcurrimos los últimos años duros de la guerra.
Sin duda, por instinto de sobrevivencia, las personas se aferran al medio donde se encuentran, se nutren a expensas de su entorno, desean, precisan ocuparlo. Y así, con la convicción de que para escribir en una lengua tienes que conocerla bien y con el deseo entusiasta de mi pubertad comencé a prodigarle al español todos los amorosos cuidados exigidos por el espíritu, la intención y el genio de una lengua desde la que, aún sin saberlo, pero ya presintiéndolo, me arrojaría a la aventura de expresarme para escribir novelas, ensayos y otros escritos. ¿Eso suponía para mí en un cambio de identidad? De cierta manera sí. Sin embargo, el italiano no había desaparecido, estaba arraigado en lo más hondo, corría, se desplazaba por debajo. A medida que crecía alternaba la lectura del español con el italiano, la del italiano con el francés y el español. Por otra parte, durante mis estudios de filosofía, utilicé los libros de la casa editorial italiana Laterza especializada en filosofía, cuyas traducciones eran muy bien consideradas. Todavía en mi biblioteca guardó La metafísica y Del alma de Aristóteles, algunos diálogos de Platón y La crítica la razón pura de Kant.
El español es sin duda mi lengua identitaria. Sin embargo, así como Canetti llamó la lengua salvada al judeo español de su infancia, yo llamaría mi lengua salvada al fruto del espacio lingüístico y cultural de mi lengua materna.
Después de esta digresión, hay una cuestión sobre la que continúo interrogándome. Mi inclinación —la palabra vocación tiene un regusto romántico que no termina de convencerme— a escribir derivó de los trabajos escribe y borra, escribe y tacha, versiona y reversiona, una y otra vez, a los que estuve sometida para adueñarme de las sacudidas e impulsos. de la lengua. ¿O sería más bien porque esa inclinación estaba en mí que le puse tanto empeño en apropiármela? Sea lo primero o lo segundo, cosa que es difícil de determinar, a la larga termina por no tener importancia.
Lo importante es el balance en el tiempo. Si alguien escribe, persiste pasados los días, los meses, años, lustros, décadas, si ese alguien no capitula, incluso sin mayores éxitos ni reconocimientos, puede llamárselo escritor. Si a lo largo del tiempo que cubre su vida, quien escribe llega al convencimiento de que la lengua no le pertenece, sino que es él quien le pertenece a ella, a su historia, como un minúsculo y fugaz destello de la corriente tormentosa de la vida, entonces podrá decir calmadamente que aun de ese modo minúsculo y fugaz su existencia habrá tenido lugar en ella.
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