En 2018 traduje la colección de cuentos de Julianne Pachico The Lucky Ones (2017, publicada en español como Los afortunados por Seix Barral en 2019). El libro sigue a un grupo diverso de personajes que comparten la experiencia de haber vivido en Colombia en los 80 y los 90, con el trasfondo de la violenta agitación política y civil generada por el narcotráfico y la guerra contra las drogas. El libro está inspirado en la infancia y adolescencia de Pachico: su familia anglo-estadounidense se trasladó a Colombia por motivos laborales, y ella nació y creció allí hasta que se mudó a Estados Unidos y, más tarde, al Reino Unido.
El libro es una colección de once relatos, todos relacionados entre sí de uno u otro modo. Juntos, los cuentos conforman una novela caleidoscópica. Uno de los centros en torno a los que todo se aglutina es una escuela privada de las afueras de Cali, y más específicamente, una cohorte de niñas que se hacen jóvenes en el contexto de la conflictividad política de los años 90. El libro narra cómo el terror alcanza a sus vidas de maneras directas o indirectas y, con la estructura de una telaraña, sigue a un intrincado conjunto de personajes relacionados con las chicas. Es una exploración del trauma, de cómo la violencia se mete bajo la piel y ahí se queda, a pesar del paso de los años. Las profundas y rígidas divisiones de clase, presentes en todos los relatos, aparecen como uno de los grandes lentes a través de los que la autora disecciona críticamente al país. La yuxtaposición de clase y violencia las revela inextricablemente vinculadas, y ofrece una insinuación sutil pero punzante de que la clase y la discriminación de clase están en la raíz misma de los conflictos en Colombia.
Como colombiano, yo sabía que el proceso de traducir el texto iba a ser interesante. The Lucky Ones me permitió revivir experiencias propias: por un lado, Pachico y yo tenemos la misma edad y compartimos un origen social similar, lo que hizo que sus experiencias de Colombia fueran muy semejantes a las mías. Además, ella era a la vez extranjera y nativa, condición con la que yo me identificaba. En todos estos años de vivir en Estados Unidos y de hacer de este país extranjero y su lengua los míos, he desarrollado mi manera particular de entender a mi país de origen. Esa perspectiva es resultado de mi obvia relación íntima con el país y de una observación a la distancia, moldeada por mi crecimiento intelectual y personal en Estados Unidos. Entiendo a Colombia con las entrañas, pero también puedo apelar a una aguda conciencia crítica que tiene permiso y entrenamiento para pensar con independencia, a partir de otros contextos y otras lenguas, y con un conjunto diferente de herramientas, con razón o sin ella. Así es que la mirada del libro sobre la sociedad y la historia colombianas —en especial su crucial interpretación de la clase como elemento estructurador de la identidad colombiana— iba en consonancia con mis propias perspectivas y, lo que es más, resonaba con una nostalgia crítica y agridulce del país que era tanto un problema personal como una cuestión literaria.
Mi experiencia como traductor no solo se vio marcada por mis circunstancias personales sino también por un problema lingüístico. La mayor parte de las situaciones que se narran en el libro transcurren originalmente en español: criadas que reviven antiguos traumas, los mundos de las protagonistas desgarrados por la violencia, conversaciones entre guerrilleros en medio de la selva, etc. Mi función como traductor iba más allá de trasladar y adaptar el texto a otro idioma y a otra cultura: me exigía devolverlo a la lengua española y a la cultura colombiana originales en las que había sucedido pero en las que nunca se había escrito. Y la cuestión de la clase social pasó a ser un problema central de la traducción: al convertir el texto al español, tuve que incorporar la clase en el habla de los personajes, junto con diferencias urbanas y regionales, y con la disyuntiva de cuándo usar “tú” y cuándo “usted”, todos ellos fuertes indicadores de distancia o cercanía de clase. Unas cuantas preguntas, tanto personales como académicas, empezaron a atormentarme en el proceso de traducción: ¿A qué lengua y a qué país pertenecen estos relatos? ¿Se los puede considerar literatura colombiana? ¿Se puede pensar un país en otra lengua y de lejos, y aún así pintar un retrato fiel?
Con esas preguntas revoloteándome en la cabeza, inevitablemente recordé otro libro colombiano sobre el conflicto: las célebres memorias de Ingrid Betancourt sobre su secuestro, No hay silencio que no termine (2010). Si bien el libro nunca se incorporó del todo al canon literario de Colombia sobre su historia violenta reciente, es sin duda uno de los escritos más importantes y conmovedores del discurso colombiano actual. Y por cierto: Betancourt lo escribió en francés. En sus palabras finales al lector, la autora explica que decidió usar una lengua extranjera porque eso le daba la distancia y el control necesarios para hacer un relato fidedigno de los sucesos. Ese se convirtió en un mantra esclarecedor para mí a la hora de abordar The Lucky Ones. La lengua en la que está escrito el libro y las imágenes y visiones que este plantea sobre Colombia están estrechamente relacionadas. El libro de Julianne Pachico piensa y representa a Colombia de lejos y en inglés, y el resultado es una nostalgia crítica que es a un tiempo un retrato íntimo, certero y enamorado del país, pero también un examen triste, feroz y desencantado en el que la cuestión de clase aparece como un problema esencial.
No quiero con esto afirmar que solo alguien foráneo pueda percibir la cuestión de clase como una de las fuerzas que estructuran el conflicto colombiano, pero sí considero que mirar desde fuera ayuda. La perspectiva interna/externa que define a la voz literaria de Pachico le permite separarse de ese sistema de clase y observarlo de lejos; que la sociología concuerde o no es un debate aparte. Quiero explayarme un poco más deteniéndome en algunas de las imágenes más impactantes que presenta el libro.
En el cuento “Lucky”, Stephanie, una adolescente estadounidense, decide quedarse en su casa el fin de semana mientras sus padres van a la fiesta de un narcotraficante en la campiña. Está sola en una casa cercada, en un barrio cerrado suburbano. Misteriosamente, sus padres no regresan cuando termina el fin de semana, y su aislamiento se extiende sin explicación en lo que se vuelve un escenario cada vez más enigmático y apocalíptico. Algo ha pasado: no hay electricidad, los teléfonos no tienen línea y el mundo exterior da señales de una guerra en curso. De pronto, una presencia acechante —una especie de vagabundo amenazante— golpea su puerta, tal vez ofreciéndole su única oportunidad de sobrevivir. Aterrada y confundida, ella evita todo contacto con el desconocido y procura reforzar la seguridad que la rodea mientras sigue esperando a sus padres ausentes en un profundo estado de desconcierto y ansiedad. Pero nadie viene por ella. Al final, en un giro inexplicable, abre la puerta y deja pasar al extraño.
El cuento dice algo fuerte sobre el problema de clase: ese perturbador panorama apocalíptico sugiere que aquello que aglutinaba a la sociedad ya no existe y que las separaciones de clase se han vuelto permeables. Cuando la protagonista abre la puerta y elimina las barreras entre clases, deja al lector con una sensación de extrema vulnerabilidad y temor. El cuento, el primero de la colección y el que le da el título al libro, sirve como imagen inaugural —casi una alegoría— en la que las divisiones de clase normalizan la sociedad, y en la que la subversión de clase provoca horror. Que Stephanie sea estadounidense —la única de su cohorte— no es casual: Pachico abre el libro afirmando su perspectiva y proponiendo la cuestión de clase como factor determinante en su representación de Colombia.
La clase emerge una y otra vez a lo largo de los once cuentos. A veces aparece por medio de imágenes de la desigualdad, en las que se contrasta a familias ricas de los suburbios con los pobres y marginados; a veces aparece en el personaje de una criada, un símbolo complejo que habla de sociedades jerárquicas y poscoloniales. Sin embargo, quizá el modo más desgarrador en que aparece la cuestión de clase es un diálogo imaginario entre dos adolescentes enamorados. El cuento, titulado “M + M”, se desarrolla a través de un diálogo entre Mariela, otra chica de la misma cohorte, y un comandante de la guerrilla: una improbable pareja de chicos que se conocieron y enamoraron cuando él, de una clase social más baja, ingresó a la escuela de ella gracias a una beca: “tu piel era del mismo color de dulce de café de muestras empleadas y choferes y jardineros; no como la de nosotros, color durazno pálido”. (81) El diálogo que da forma al cuento es imaginario, puesto que Mariela y el comandante ya no están en contacto y seguramente los separe una gran distancia. La dolorosa paradoja llega al entender que esa historia de amor es imposible, no solo por el tiempo y la distancia, sino por la diferencia de clase. El encuentro solo puede ser imaginario, desafiar la realidad. Al final, los amantes imaginan su encuentro, pero de un modo aún más fantástico: el comandante, que ahora encabeza un ejército en medio de la selva, se encamina a la ciudad con pasos enormes, como un gigante de caucho que cruza el territorio colombiano con solo extender las piernas. En su travesía a los saltos imaginarios sobre el mapa, el espacio que marca la distancia entre los amantes se revela como un paisaje sobrecogedor: a sus pies, ve plantaciones de coca y laboratorios de cocaína, pueblos abandonados, escenarios de masacres, fosas comunes, y todo el odio y la violencia enraizados a lo largo de décadas de un país devastado por el sistema de clases, la violencia, el narcotráfico y las divisiones. En lo imposible de ese acto —un salto de superhéroe sobre el mapa— resuena lo imposible de su unión: aquello que los separa tiene raíces profundas en el paisaje social del país e instala un abismo entre ellos.
El libro también explora la droga, el narcotráfico y la controvertida cultura de los capos a través del lente de la cuestión de clase. Si la desigualdad es la columna vertebral de los conflictos políticos del país, el narcotráfico pasó a ser los músculos que impulsan la economía de la guerra y ofrecen un camino de ascenso social. Lo vemos, por ejemplo, en la familia Montoya y su lujosa casa de nuevos ricos en la campiña, llena de animales exóticos y arte estrambótico, reminiscencia del estilo de vida de Pablo Escobar y sede de fiestas extravagantes para políticos y otras personalidades por el estilo. La familia Montoya encarna una especie de “sueño colombiano” de ascenso social y adquisición de estatus a través del narcotráfico. Los negocios ilegítimos se miraban con desaprobación, pero el dinero que emanaba de ellos proporcionó un boleto a la legitimación en una sociedad regida por la clase. Sin embargo, el comentario más perturbador de Pachico sobre la droga y la cuestión de clase es el que surge de centrarse no en la casa, sino en las jaulas de los conejos de su extravagante zoológico. En el cuento “Junkie Rabbit”, el libro nos lleva una vez más a un mundo fantástico y algo apocalíptico: una madriguera donde una colonia de conejos adictos a las hojas de coca enfrentan de repente una escasez. Flaco, consumido y con alarmantes síntomas de un síndrome de abstinencia, el protagonista del cuento, un conejo destinado a tener un futuro político promisorio, se desploma mientras sueña con los niños que, en los viejos tiempos, solían acariciarlo y decirle cosas tiernas. La madriguera y sus conejos, enfermos y desmoronándose, constituye una lectura inquietante y una alegoría de una sociedad cuyo sistema político y social ha sido tomado por asalto por la droga. Dicho de otro modo: el cuento es una fábula con moraleja sobre una sociedad a la deriva en su búsqueda de la opulencia y el poder.
Estos agudos intentos de diseccionar el fracaso colombiano y de presentar la cuestión de clase como una enfermedad se yuxtaponen con imágenes de honda nostalgia y enamoramiento por el país. En “Hunny Bunny”, la Flaca, otra chica de la misma cohorte, hoy vive en Nueva York y es adicta a la cocaína. En el relato, vemos su lucha por reconciliar su presente con su pasado y su adicción. La vemos revisar el contenido de un ropero donde guarda objetos de su infancia en Colombia. A medida que desempaca, el temor con el que se acerca a sus recuerdos y a su pasado indican que ahí yace su trauma, los pedazos no resueltos de una infancia que absorbió el desgarro de un país y que posiblemente la hayan llevado a la droga. Encuentra cartas de sus amigas del colegio, animales de peluche y un viejo mapa de cartulina de Colombia. La Flaca desparrama los pedazos de mapa en el suelo y empieza a ordenarlos: “Primero reconstruye las cordilleras en el centro, después el borde de la costa, el desierto en el norte, la selva del sur, los llanos Orientales. Lenta pero segura, la forma se va revelando. El hocico de la Guajira oliendo el mar Caribe, la cola cuadriculada del Amazonas metiéndose en Brasil. Las ciudades son como los órganos: Bogotá es el corazón, Bucaramanga y Medellín son los pulmones, Cali y Popayán los riñones. Los Andes ondulan como si fueran el pelaje, y los ríos y las autopistas corren como venas”. (157) Cuando ya casi termina, se arrodilla en el suelo y mira: ahí está, su país, eso que contiene todo lo que ella es, y sin embargo ahora no es más que un recuerdo antiguo y temible. Con varias de las bolsitas de cocaína en las manos, como si fueran animales de peluche a los que pudiera hablarles, y tal vez cerca de una sobredosis, se recuesta sobre el mapa en una regresión a su infancia. “El país inacabado está debajo de ella mientras se acerca más [las bolsitas de cocaína], sosteniéndolas con cuidado, susurrándoles con dulzura. Empieza a hacerlo en inglés —sweety pie, candy bird, honey bunny— pero después se pasa a un español hablado a medias: corazón, querida, mija”. (158-9)
Esa imagen, una expatriada mascullando en un español entrecortado y echada sobre un mapa incompleto de Colombia mientras se dispara su sobredosis, plasma la esencia de The Lucky Ones: una nostalgia dolorosa de lo que quedó bien lejos y atrás, pero también una crítica feroz que desnuda las causas de un conflicto de décadas. En el fondo, lo foráneo y el inglés, y no el español, se convierten en los lentes que entablan la distancia para desmantelar y reorganizar a Colombia de lejos. Y en cuanto al acto de traducción, si esta mirada sobre Colombia depende de su distancia epistemológica y lingüística, entonces la versión en español no puede más que ser rara. Rara en tanto sostiene un espejo frente al país, y rara también en el sentido de que desmantela las relaciones de propiedad entre lengua y literatura nacional. En definitiva, The Lucky Ones de Julianne Pachico es literatura colombiana pero, como dice Benjamin cuando habla de la traducción, “hechizada”.