Cada vez que culminamos la lectura de uno de sus cuentos, volteamos la página y nos trasladamos a otra historia, nos movemos, y al mismo tiempo retornamos a ciertas experiencias conocidas, ubicadas hace mucho tiempo atrás, vinculadas con la niñez; o quizás volvemos a viajar y nos reinsertamos en las historias de amor y dolor de los adultos. Raramente salimos de un espacio compartido por todos los afectos, el hogar. Justamente allí es donde la existencia se cuestiona, pues puertas adentro suelen suceder ciertas cosas que raramente se vinculan luego con los espacios públicos. Aunque podría ser así. En Pelea de Gallos (Editorial Páginas de espuma, 2018), María Fernanda Ampuero desteje ese hilo de lo cotidiano inserto en los hogares para volver a hilvanar una realidad más allá de las paredes, de los muros, de la oscuridad familiar.
Claudia Cavallín: En el comienzo de Pelea de Gallos, mencionas una pregunta que parte del contexto de “quién no se ha preguntado alguna vez”: ¿Soy un monstruo o esto es ser una persona? de (Clarice Lispector). Luego, en tus relatos, se destacan las voces infantiles que viven, y en ocasiones sobreviven, dentro de los hogares y surge de nuevo la pregunta que cuestiona la anomalía de la existencia. ¿Cuál podría ser la clave para sobrevivir? ¿Es la monstruosidad el valor agregado que comparten ciertos protagonistas de tus historias para sobreponerse al dolor?
María Fernanda Ampuero: Yo, la verdad, no sé cuál es la clave para sobrevivir. Hay eso que llaman el “instinto de supervivencia”, que es lo que nos tiene aquí, en la búsqueda de la paz. El libro habla sobre la pérdida de la inocencia y, quizás, esa pérdida de la inocencia es también el descubrimiento de que no vamos a ser felices. Los adultos ya no son felices y, al mismo tiempo, son en gran parte los que causan el daño. La felicidad es imposible. Entonces creo que abrazar tu monstruosidad, aquella monstruosidad que tienes y que te critican, la monstruosidad por la cual no calzas, podría ser en parte lo que hace que mis personajes sobrevivan. Sí, muy bien leído, sobreponerse al dolor es, en gran parte, seguir adelante. Todo esto también proviene de un aprendizaje mío, personal, de expresar: sí, tú me dices esto, o usas esto en mi contra —refiriéndome a la expresión de “ser una monstrua”—, como monstrua voy a sobrevivirte. Voy a sobrevivir a tu daño, voy a sobrevivir a tus palabras, voy a sobrevivir a tus prejuicios, a tu violencia, a tu bullying, a tus ganas de destruirme.
C.C.: Denominas tus cuentos con una sola palabra, y cada una de ellas puede asociarse con un sustantivo, una existencia, un nombre propio, o a los momentos históricos en que se establecieron sus propias leyes. “Subasta”, “Monstruos”, “Griselda”, “Nam (Viet Nam)”, “Crías”, “Persianas”, “Cristo”… ¿Por qué comienzas tus relatos con la fuerza de la escritura más breve? ¿Puede una sola palabra encender la llama de la lectura de tus cuentos?
M.F.A.: Yo siempre quise ser poeta, y esa idea de dedicarme a la poesía fue, un poco, la primera aproximación que yo tuve a ser escritora, luego, en la Universidad. De niña, desde muy niña, escribí pequeños relatos y descubrí la poesía. Me fascinó todo, la musicalidad, la potencia, las palabras como otras cosas, que no eran el lenguaje diario sino una ventana, una belleza increíble —para mí, inaudita—, una aproximación hacia tus sentimientos, como no lo hace nadie más; una lupa, un refugio, una compañía y una empatía con la existencia. Entonces, quise serlo y creo que de alguna manera no lo soy, pues la poesía es un género en el que hay que estar tocado de una cierta magia, de un talento que obviamente me supera. Pero me surgió la idea de hacer lo que hace la poesía: construir y transformar todo aquello que existe en el universo, a través de una sola palabra, “cuando en las letras de ‘rosa’ está la rosa”. Me gustaba la idea de que todo el cuento estuviera en allí, como en un juego. Yo no soy tan experimental en la escritura, pero este fue mi gran intento y, sí, aquí el uso de una palabra es un guiño, es un deseo que yo tengo de destilar todo lo que pasa en un vocablo breve. ¡Espero haberlo logrado! (risas).
C.C.: ¡Lo lograste! Además, tus historias contienen sentimientos profundos y situaciones exaltadas que activan las emociones de quien lee, más allá del punto final. En “Crías”, por ejemplo, la intensa relación rodeada de elementos que se trasladan en los espacios del hogar, con la multiplicidad de cucarachas y pensamientos (como retornando a La Pasión según G. H de Lispector), existe “poco a poco una alegría difícil; mas alegría, al fin”. ¿Es el regreso a la alegría extraña lo más valioso para los personajes de esta historia? ¿Puede haber una nostalgia compartida que anime a ir siempre más allá de este “retorno imposible”?
M.F.A.: Me gusta mucho esta pregunta. “Crías” es, para mí, el cuento romántico del libro que va más allá de lo romántico pues es, simplemente, “el cuento del amor”. Aquí está el amor verdadero, pese a todo y contra todo pronóstico. Existe, como dices, un vínculo con las cucarachas, con animales que se devoran unos a otros, que son todos símbolos de la dificultad de la vida, del horror, de la desazón de ser abandonada y malquerida, de ser outsider, de ser anómala. Es la pesadilla de ser una bestia para la sociedad. Me gustó la idea de este par de personajes, uno abandonado y la otra que vuelve, como los triunfadores ante la realidad de una historia perversa, combinada con una sexualidad muy precoz, donde se encuentran el uno al otro. Creo que el gran y único milagro es encontrar a otra persona, en este mundo lleno de cucarachas, plagas y alimañas. Encontrar a ese otro con quien te sientes a gusto, aunque seas un monstruo para el resto, convierte a esa persona “otra” en alguien que no te ve la monstruosidad, o que si te ve como un monstruo también te ve como si fueras “igual”, porque ella se siente monstruosa, como alguien que existe simplemente así. Y aquí, creo que hay una alegría muy extraña, filtrada con luces de mucha podredumbre, muy tóxica, pero, al fin y al cabo, como tú mencionas, es alegría. Además, creo que ella vuelve a él, y esa es la única vuelta posible. La esencia de ambos no se trasmutó con la emigración, las máscaras de ella sí se transformaron, pero esa esencia del verdadero ser, que ambos tuvieron que reprimir y ocultar, fue lo que los convirtió en unos deslazados, unos rechazados, unos freaks; pero la esencia, en sí misma, se mantuvo intacta. Ambos se pudieron reconocer, a pesar del tiempo. Creo que sí, me has hecho pensar en una cosa muy bonita, y creo que así es.
C.C: Una de las historias que parecieran tener el contexto religioso de un pequeño ángel es “Cristo”. Aquí el dolor infantil en ñañito, el niño del llanto, el pequeño monstruo que los hombres no quieren asumir, es su pequeña fortaleza ante el oído de la madre, que simplemente escucha el llanto y lo encomienda al Salvador. ¿Crees que un niño que se asemeja a “un pequeño muñequito deforme” puede ser un valioso símbolo de la bondad y la sumisión ante la muerte?
M.F.A.: El cuento “Cristo” es una mezcla de muchas de mis obsesiones, por ejemplo, la pérdida de la fe como una pérdida de la inocencia. La religión tiene muchas alusiones a los niños, porque ellos son los que mantienen esa creencia en la magia. Los niños conservan el pensamiento mágico más puro y para creer en Dios, en los milagros, en la Biblia, en la Divina Concepción, en el Espíritu Santo, necesitas este tipo de pensamiento. En realidad, es un poco sacrílego lo que voy a decir, pero sucede lo mismo en la manera en que creemos en el Duende de los dientes, en Santa Claus (o Papa Noel), o como los llamemos. En este momento infantil, se insiste mucho en los relatos de la Biblia, porque mantenerse puros es ser como los niños, al poseer esa fe completamente arrebatada y delirante que tenemos en la infancia. Y para mí, madurar también es dejar de creer. Este cuento es, sobre esto, un momento donde la dificultad de la maternidad en una mujer sola se añade a la manera cómo sus hijos se convierten en pequeños adultos, quienes tienen ahora una responsabilidad gigantesca, que los aplasta. Va más allá de lo que sus cabezas y cuerpecitos pueden manejar. Por otra parte, esta historia explora la fe latinoamericana, que está llena de sincretismo, folklore y exageraciones; repleta de hipérboles vinculada con el todo y las partes, “darle a Cristo pequeñas partecitas de los seres humanos”, esas diminutas metáforas o metonimias que vienen de la santería, de la cultura afro y me gustaba la idea de que la niña recibiera de golpe y porrazo la sensación de culpa, que es tan brutal, y que nos hace crecer tan rápido, al sentirse culpable de haber matado a su hermanito. Hay muchas cosas en este cuento y me gusta que lo menciones porque pasa desapercibido, ya que para mucha gente no es el mejor logrado, pero a mí realmente no me importa eso, a mí me importa explorar la monstruosidad de la madre y la violencia.
C.C: Siguiendo cada paso en tus historias, quisiera ahora aventurarme con “Pasión”. Allí se anuncia que la primera profecía cumplida por la niña fue la de “eres igual a tu madre”. En esta historia, a ella la golpeaban para que no se cumpliera esa herencia materna, mientras ella se hacía un ovillo para soportar el dolor. La existencia de una mujer “mocosa, flaca, desnuda”, es como el retorno al cuerpo de quien acaba de nacer. Aquí leemos que es como nacer a diario. En tus palabras, hay “una niña perdida más en un mundo de niñas perdidas”. El deterioro del cuerpo, el camino infinito hacia la nada … ¿Qué te inspiró a escribir un relato sobre esta criatura malherida que culmina siendo una triste hija de la brutalidad humana?
M.F.A.: “Pasión” nace de una convocatoria de un concurso de relatos en España que se llama “Hija de Mary Shelley” cuya consigna era crear un monstruo, como históricamente hizo la autora de Frankenstein. A mí, desde hace mucho tiempo, me ha gustado la idea de mirar y revisitar a la Biblia, sobre todo al nuevo testamento, con un ojo crítico, por un lado, y con una mirada feminista, por el otro, siendo conscientes de cómo el discurso narrativo bíblico marcó a nuestras sociedades machistas. Las religiones, y en este caso no puedo hablar de otra que no sea la católica, que es la que conozco muy bien, me permiten pensar en Cristo, y una frase de él fue el título original de este cuento: “¿Y ustedes quién dicen que soy yo?”. Es un momento de egolatría, donde la megalomanía de este muchacho, que nos han vendido tan sencillo y despojado de todo, tan humano, de pronto hace la pregunta. Él quiere oír la respuesta: “Eres Dios”. Aquí está la clave de los seres humanos; el querer confirmar quién eres porque todos lo saben, y allí está la incongruencia con la idea de Dios. Es la humanidad de Cristo, incluso perversa y petulante. Me encantó la presencia de María Magdalena como la nueva salvadora. Ha sido silenciada y se le atribuyó aquello de que era prostituta, cuando en realidad las últimas investigaciones dicen que no, sino que fue una mujer brillante, poderosa, ilustrada, culta y adinerada de Magdala, quien por la fe —este sentimiento infantil del que hablamos—, se deja opacar e invisibilizar por la historia contada por los hombres. Ella era una bruja y a mí me gusta reivindicar la figura de la bruja. Yo soy una bruja. Las mujeres independientes y con pensamiento propio no nos dejamos doblegar, no somos silenciosas ni invisibles, somos las herederas de las brujas.
C.C.: Son múltiples las historias que nos narras y solo quisiera abordar, directamente, una más. “Otra”, nos traslada al lugar vinculado con la compra en el mercado, la simbología de los alimentos y del carrito que nos lleva a ese entorno de la experiencia de la protagonista, y su decisión final frente a la cajera. Aquí hay un enfrentamiento del deseo entre lo que sumisamente la protagonista debería llevar y lo que decide dejar. Entre lo que el otro, alguien que la maltrata, exige, frente a aquello que ella necesita y anhela: libertad. ¿Crees que el verdadero triunfo es rebelarse más allá de cualquier simbología del gusto? ¿Los alimentos, como las malditas sardinas, son también elementos del sistema donde “Todo lo que se pudre forma una familia” (Fabián Casas)?
M.F.A.: Sí, totalmente. Creo que eres una lectora brillante, porque este es otro cuento sobre el que tampoco me suelen preguntar. Creo que muchos lectores se han quedado en los cuentos verdaderamente salvajes, como “Nam”, “Subasta”, “Alí”, “Coro”, donde hay muerte, violencia y sangre; pero a mi “Otra” me gusta, es uno de los escritos que más quiero, es el cuento final, o sea, es un cierre, es el canto para cerrar. Termino mi libro cantando la libertad y la rebeldía. Y la protagonista piensa: no soy un robot, no soy un maniquí, no soy una esclava, no soy un objeto, soy una mujer que piensa, que quiere, que anhela, que decide, que está rota y está dolida, esa mujer se da cuenta de que está acribillada. Nosotros tenemos una virgen que se llama La Dolorosa, en Ecuador, y ella tiene todo el corazón atravesado por dagas. Su imagen es impresionante, y esa mujer está así, vive así, como La Dolorosa, y esto me hace pensar en las dolorosas de los hogares, de la vida cotidiana, del matrimonio, esas mujeres que viven recibiendo dagas todo el tiempo, en sus corazones, pues pareciera que ya no hay otro lugar donde clavar una daga, y las atraviesan una y otra vez. Me gusta mucho la idea de que sea un espacio cotidiano sin épica, el supermercado, banal, despojado de todo tipo de heroicidad, trivial, que sea allí donde se gesta esta heroína, hasta decir: ¡Basta! Para mí, es mi épica, es mi canto ético, y a todo el sistema cotidiano, repetitivo, doméstico y de maltrato, hay que visitarlo. Hay que sacarlo a la luz.
C.C.: Gracias por tu cumplido. Yo veo que en todos tus relatos existen símbolos valiosos de los espacios; uno de ellos el hogar. Materialmente, se establecen vínculos entre la casa y sus lugares internos, ocultos, cerrados; o con ventanas y puertas que podrían conectarse con otros lugares. Simbólicamente el hogar es el lugar donde se aprende directamente de la familia, donde se desarrollan los primeros contactos emotivos, el primer amor, el inicio del miedo. ¿Crees que el hogar es como una suerte de cueva, una caverna donde sólo se puede ver lo que se les permite a quienes sufren y no lo que realmente existe?
M.F.A.: Sí, yo creo que en los hogares hay una especie de secuestro y, en muchos casos, son el lugar donde padeces un síndrome de Estocolmo muy brutal, pues quieres que tus secuestradores te quieran y tú los quieres. Todo el mundo te dice que es un pecado no querer a tus secuestradores, hagan lo que hagan, digan lo que digan, aunque ejerzan sobre ti todos los poderes de destrucción que pueden ejercer los padres. Justamente, los cuentos ocurren dentro del espacio de las casas, adentro de cuatro paredes, porque me parece que es un reducto que se ha convertido en sagrado. Yo soy enemiga de sacralizar las cosas, creo que lo sagrado fácilmente, en dos pasos o uno, se transforma en totalitarismo y pasa al “no puedes cuestionarme”, “cuestionar es pecado, es sacrilegio, malagradecimiento” y te conviertes en un paria si juzgas a tus padres, o a tus abuelos, hermanos o tíos. Todo el daño sale de las casas, la gente que sale a destruir afuera, no sé, como Donald Trump, o los políticos que nos roban, los violadores, los asesinos, salen de una casa. No se le ha dado la suficiente atención a esto. Bajo el mandato de una ley tácita, que dice que “en la casa manda el hombre”, o “los trapos sucios se lavan en casa”, “es una ley de familia”, etc., todo se convierte en un secreto para evitar la vergüenza pública. Así se solapan incestos, maltratos, violencias, gordofobias, homofobias. La institución más gordofóbica, homofóbica racista, clasista, xenofóbica, es la familia. ¿De dónde salen esos discursos? Nada cala más hondo en una mente, que es como la arena blanca, que todo lo que van escribiendo los adultos de nuestra familia en nuestras cabecitas. Por supuesto que hay que hablar de estos adultos destructores y destruidos, quienes se dedican a criarnos; hay que hablar de la institución, de la maternidad, como algo que fácilmente puede volverse perverso. El tema de decir “es por tu propio bien” o “yo sé lo que te conviene” es perversidad, porque fácilmente puede contener la violencia, lo dañino, lo salvaje y lo cruel. Es decir “tú no sabes” y “yo sé”, aquello que nos implantan como un chip en el ADN, porque no solo heredamos el color de los ojos o del pelo, heredamos toda esa mierda que traen nuestros padres: su clasismo, su homofobia y su gordofobia, su odio a sí mismos, que luego proyectan en sus hijos. Claro que hay que detonar las puertas y las ventanas para saber qué pasa allí adentro, es la única manera de que podamos llegar a cambiar algo ¿No? Alguna vez oí que los anglosajones dicen que se necesita una tribu para criar al niño, y yo creo que también se necesita toda una tribu para destruir al niño. Hay complicidad en muchas casas y todos lo sabemos. Oímos, vemos y no decimos nada porque creemos que “así es su forma de criar”, y quizás allí está creciendo un hombre violento, o una mujer muda.
C.C.: Entonces, movámonos ahora a los valores más profundos, aquellos que no estarían construidos en los espacios donde se habita, sino en los sentimientos que habitan en nosotros. A través de tus cuentos podemos conectarnos con relaciones de amor incestuosas, vínculos familiares violentos, la censura ante ciertos deseos innombrables, la persistencia de los valores religiosos en el medio de los contextos sórdidos, la exploración de lo abyecto, el uso de lo descarnado como deseo en los espacios ocultos del hogar… ¿Desenmascarar las situaciones familiares forma parte de una manera valiosa de confrontar la realidad a través de la ficción? ¿Crees que esta vía puede ayudar mucho más a la apertura ante ideas y sentimientos de aquellos lectores que también han sufrido y que no han logrado compartir sus experiencias directamente?
M.F.A.: Creo que no hay nada más profundo que el daño que te puede causar la familia. Tú puedes salir de tu familia, yo lo hice hace muchísimos años, pero tu familia no sale de ti, nunca, es lo que eres. Entonces, revisar eso con un ojo crítico para saber quiénes son los que te construyeron como persona, con una mirada despersonalizada, un poco de lejos, nos permite también ver que hicieron lo que pudieron, y te das cuenta de que fueron padres que tuvieron otros padres, y el mal puede venir de generación en generación. Eres heredera de un mal que se gestó hace años, o décadas, cientos de años y también debes hacer algo con tu herencia. Así como haces algo con lo que se hereda positivamente, como recibir una casa, dinero o joyas, tienes que ocuparte de otras herencias que vienen, y que pesan mucho más que todo el oro del mundo. En la literatura hay algo profundo que se traslada hacia adentro, hacia abajo, hacia el centro de la tierra, que se hunde hasta lo más primigenio y primitivo que somos. Entonces, los generadores de los sentimientos que tenemos, y cómo nos reaccionamos con los demás, vienen de ese hoyo donde se encuentran los daños de la familia. Es un milagro que podamos adentrarnos a este tipo de pureza, a pesar de todo, es un milagro que queramos seguir teniendo hijos sin habernos dedicado a parar ese dique monstruoso de aguas pútridas, hervidas, llenas de cadáveres, secretos y silencios, que es la herencia familiar.
Me ha gustado hiperbolizarlo todo, la abyección, el incesto, para que el daño de la familia tuviese una lupa gigante. No sé si la gente se siente acompañada por mis relatos —qué cosa más hermosa sería eso. Seguramente hay familias que no son así, yo no las conozco, en mi vida no he conocido una familia ajena a esta podredumbre, y aun así nos perdonamos, nos sentamos a comer en Navidad, nos reímos y nos damos regalos. Sí hay algún milagro en el mundo, es ese. Yo me contento con abrir la compuerta.