“El lenguaje”, escribió George Steiner, “sólo entra en acción asociada al factor tiempo”. Encuentro la frase subrayada por mi mano hace quince o veinte años en el libro Después de Babel.
Había comenzado a traducir un libro del inglés al castellano por primera vez y al poco tiempo me sorprendía un inconveniente que hoy ya es un viejo conocido. Después de un arranque más o menos auspicioso tengo la ilusión de que voy bien, como si estuviera alineada con el texto original y lo afinara en mi idioma sin perderle el pulso, pero tarde o temprano –generalmente temprano– llega el problema del desfase.
“Las distintas civilizaciones y las distintas épocas no secretan no obstante el mismo volumen de lengua: algunos hablan menos que otras”, subrayé en el mismo libro de Steiner. En efecto, siempre me dio la impresión de que los libros escritos en inglés hablaron menos. Y la diferencia entre el hablar acotado de unos y el más profuso de otros crece a la hora de sentarse a traducir. Engendra una disparidad en la extensión de los renglones. Podría medirse en unidades de tiempo de lectura en voz alta, como grados de huso horario.
Los buenos traductores zanjan el jet lag y nosotros confundimos lo que suena espontáneo con lo que es espontáneo y cometemos el error de creer que las dificultades invisibles no existen. Alentados por las buenas traducciones, algunos lectores desprevenidos se animan a probar suerte, pegan el salto al otro lado de la página y se sientan a traducir como el pobre habitué de restaurantes que abre su propia cantina y fracasa. El entusiasmo favorece el buen arranque, pero al rato se empantanan. Entonces leen libros como Después de Babel para comprender y alentarse. Piden ayuda subrayando oraciones.
En una situación imaginaria y exigente, el traductor hace una prueba de sonido. Ya revisó la sinapsis entre palabras y la traducción suena bien. Pero la coherencia interna no le alcanza. Relee el original con su traducción a mano. Las oraciones largas en el original son largas en el texto convertido. Y las breves son breves. La proporción está conservada. Y sin embargo ese logro es miserable, hay una meta superior: tendría que alcanzar un ritmo a coro. Le pide un extra que lea el texto original en inglés mientras él lee en voz alta su traducción. deberían leer sincronizados, aunque sonaran distintos. Pero uno llega siempre un poco antes. No es dificil saber de quien se trata. Entre el inglés y el castellano la respuesta está cantada. Entender por qué ya trasciende el idioma inglés y además no es tan simple.
La explicación a recurso tiende a ser engañosa. Como en las cuestiones de carácter, confundimos circunspección y cortedad. Pensamos que el libro en inglés habla menos porque las palabras de ese idioma son más cortas que las nuestras, hipótesis rápidamente avalada por ejemplos de prolongado espanto del tipo de “ayuda, necesito que alguien me ayude” a la hora de cantar en español una canción de los Beatles. Pero la profusión de monosílabos no es exclusiva ni excluyente del inglés, en el chino también abundan, y la cuestión de fondo queda irresuelta.
Si esa fuera la cuestión, la traducción sería un asunto de equivalencias métricas y como dijo Miguel Sáenz, “no se traducen palabras, ni frases, sino lo que esas palabras dicen, que no es lo mismo”. Los traductores mismos aseguran que para traducir lo que quieren decir las palabras y las frases hay que entender el espíritu del lenguaje del texto original. ¿Y qué será el espíritu de un lenguaje?
La primera oración de un texto de Mark Twain llamado La ciencia cristiana y los libros de la señora Edy ocupa dieciocho renglones. En la segunda oración, Twain aclara: “La oración precedente es alemana. Se ve que voy adquiriendo cierto dominio en el manejo y el espíritu de este lenguaje que permite que un hombre viaje con la misma frase todo el día sin cambiar de carruaje”. Es decir que, si hubiera sido escrito en inglés, hubiera tenido que parar en el camino del párrafo y cambiar en algún punto.
En 1977, cuando recibió el Premio de la Academia Chilena de la Lengua, la escritora María Luisa Bombal habló de su “creciente admiración e interés por ese idioma entre misterioso y diabólico –por lo concentrado– que es el inglés”. Bombal era una traductora legendaria. No sólo tradujo libros del inglés al español. Tradujo dos novelas suyas del español al inglés. Como los libros escritos en inglés hablan menos, pero los lectores norteamericanos son voraces, por pedido de sus editores norteamericanos le agregaron varios capítulos a una de sus novelas mientras la traducía. Cuando terminó, ya no se utilizó en rigor de una traducción porque una vez traspasada al inglés y con esos extensos agregados se había convertido, al menos en parte –o en gran parte–, en otro libro. Hasta llevó a un colmo sin precedentes la socorrida historia del escritor que, como Conrad y Nabokov, se autotraduce: escribió una novela en inglés, y al regresar de Estados Unidos a Chile tomó el encargo de traducirla al español, aunque exigió que era un trabajo “aberrante”. Tendría sus razones. Lo cierto es que a pesar de su consumado hermafroditismo idiomático, el inglés le seguía pareciendo misterioso y diabólico. Siempre me impresionó que lo sintiera así con tantos años de entrenamiento en la vuelta y vuelta, y que a la vez pudiera dar en español esa definición del inglés que por su irónica brevedad suena inglesa. La definición de Bombal surge de su experiencia de traductora, sin duda, porque mete el dedo en la llaga del problema del desfase y encima resume el desafío en una sola palabra: concentración.
Dicho esto, habría que reconsiderar la idealización de la brevedad como valor en sí mismo, replicada en el socorrido refrán de que lo bueno, si es breve, es dos veces bueno. Años de experiencia privada y colectiva afirmarían lo contrario –no siempre lo bueno es breve o en todo caso es una pena que se termine– y, sin embargo, se celebra la brevedad como una calidad de nivel superior. Más allá de su opinión al respecto, esa concentración se convierte en una meta impuesta por el oficio para quien traduce del inglés al castellano porque trabaja en relación de dependencia abierta con el texto original concentrado, aunque a la hora de decir exactamente qué es esa concentración sólo pueda responder que surgió de cada libro.
Por ahora, vale decir que esa concentración misteriosa y diabólica del inglés, como la calificó Bombal, vendría a ser el rasgo distintivo del idioma. Es una definición circular y abstracta, pero hay más generalizaciones y circularidades en espiral para consolarse: cada idioma tiene su rasgo distintivo, que lo hace admirable y lo vuelve problemático a la hora de interpretarlo.
En la misma época en que leí Después de Babel subrayé también El punto de vista ruso, de Virginia Woolf. Woolf se pregunta por qué a los lectores ingleses se les escapa el trasfondo, el núcleo de la literatura rusa, es decir eso que la hace única y no comparte con ninguna otra. Virginia Woolf se daba cuenta de que en las traducciones del ruso al inglés había algo que siempre se escapaba, por más de que el traductor fuera de primera. ¡Es decir que finalmente todo idioma puede ser misterioso y diabólico para el que se sienta a traducirlo! “En Inglaterra gobierna la tetera y no el samovar, el tiempo está limitado… y el novelista inglés (…) se inclina entonces por la sátira más que por la expansión…”, escribe Woolf. Así resulta que la concisión inabordable, admirable, envidiable, la ironía que resulta de ella, también pueden ser una limitación a la hora de seguirle el paso a otros. Lo llamativo es que Woolf, quien no hablaba ruso, pudiera captar entre renglones eso que no estaba, que pescara que algo se escapaba y hasta pudiera definirlo mientras leía la traducción. Y a lo mejor, me digo, esa lectura de sesgo, ese presentimiento del fantasma en fuga fue posible justamente porque algo hizo bien el traductor.
Y, por último: cada tanto aparece un escritor que se apropia del samovar y la tetera. No digo que los traduzca, hace algo más: se los queda. Hace un pase excepcional en el campo de los espíritus de los lenguajes, como si captara desde adentro la concentración misteriosa y diabólica y encima la pronunciara con su idioma. Creo que a eso se refería María Kodama cuando comentó hace unos meses en una entrevista que Borges “adaptó la concisión de la lengua inglesa a la lengua española”. Es un ejemplo de lo que pasa excepcionalmente cuando el lenguaje entra en acción asociado al factor genio.