Si nos creyéramos que esos individuos pequeñitos cotidianamente inflados en horario estelar de la televisión son los que hacen avanzar la historia, buena parte de nuestra herencia sería incomprensible. Pero la mala ficción que transmiten las mesas de análisis y los noticieros no es fatal. Gracias a la curiosidad y el arte de gente como Elena Poniatowska, cada tanto tenemos la oportunidad de asomarnos a personajes de otra consistencia, como Demetrio Vallejo, en quien está inspirado Trinidad, el protagonista de El tren pasa primero.
Trinidad Pineda Chiñas, el personaje principal de El tren pasa primero, es el ejemplo de cómo algunas figuras históricas que fueron encrucijada de circunstancias, común denominador de episodios clave, han sido sepultadas bajo el ruido mediático que en cambio exalta a los hombrecitos de paja que se desarman al primer soplido, los Calderón y los Espino del mundo. Elena Poniatowska rescata episodios de Demetrio Vallejo en Trinidad Pineda, y lo hace no a partir de una visión idealizada, sino de sus empeños y sus contradicciones cotidianas; construye una vasta novela de formación que tiene como ejes la lucha sindical y los arduos amores del protagonista; de esos ejes irradia una serie de historias que le dan volumen a la trama principal, y al lector le permiten reconstruir, entre muchos otros aspectos de nuestra historia, la evolución del sindicalismo mexicano, la decadencia del ferrocarril y el endiosamiento de la presidencia en las épocas doradas del PRI.
Un país descifrado en torno al tren y a los hombres que lo mantienen andando. No en balde para Trinidad “el tren era su modo de estar sobre la tierra, era su padre muerto, su madre llevándolo de la mano a la estación, el tonelaje de carga de todos sus sentimientos, la ceiba más alta de su tierra. Hacía mucho que el silbato resonaba en su corazón y se había convertido en un animal sagrado que dejaba su esencia en su sueño de niño y lo mecía hasta el amanecer. El tren era su nahual, su otro yo”.
El tren pasa primero se inscribe en una tradición que toma al ferrocarril como objeto para expresar las pasiones humanas, como sucede en La bestia humana, de Emile Zolá; o que retoma la promesa de modernidad ofrecida por esta máquina que acelera la velocidad de los hombres, como hace Oliverio Girondo en 20 poemas para ser leídos en el tranvía. Pero la novela de Poniatowska no reproduce dócilmente el discurso sobre la modernidad, más bien da cuenta del modo en que ésta sucedió en un lugar en el que conviven tiempos distintos y en el que la tecnología fue uno más de los ingredientes de la barbarie. “‘Llega el tren y sé qué hora es’, decía Ventura Murillo a pesar de la proverbial impuntualidad de los ferrocarriles mexicanos”. Esta paradoja es sintomática de una sociedad en la que lo urgente siempre es pospuesto, y hay batallas sucediendo al margen de los horarios.
La modernidad posrevolucionaria que descubrimos en estas páginas es una que puso primero la necesidad de orden que el imperativo de libertad y justicia. A través de la lucha de los trabajadores del riel comprendemos cómo funcionaron (y aún funcionan) los mecanismos del sindicalismo charro, la represión, el soborno, la cooptación. Gracias a estos hombres luchando por mejoras mínimas en su lugar de trabajo podemos ver la figura del sumo sacerdote priísta, el Presidente, cuyas palabras no pueden ser discutidas y en cuyas promesas se puede confiar hasta que él decida que ya se cansaron. En la historia del sindicato ferrocarrilero está también la batalla por la supervivencia de su fuente de trabajo, relegada a un segundo plano cuando la prioridad es darle todas las facilidades a la sacrosanta Inversión Extranjera. Porque ese es el origen de la decadencia de nuestros trenes: cuando la industria automotriz estadounidense quiso asentarse en México, vino el auge de las carreteras en vez de los rieles, de los coches en vez de los transportes públicos. Ese era el futuro, el que nunca nace aquí, que siempre viene de algún otro lado y sin ganas de preguntar la hora local.
En las figuras de Peña Walter, el gerente de la empresa, y Norma, su mujer, está retratada una oligarquía que se la pasa quejándose de tener que convivir con los mexicanos, mientras que al mismo tiempo se enriquece gracias a la miseria en la que éstos viven. Por eso, cuando la pareja se está preparando para ir a una fiesta, el gerente cavila: “¡México, país de huarachudos cuando no de descalzos! Por un momento deseó ya no tener que pensar en los muertos de hambre, en toda esa turba vulgar y apestosa con la que tenía que tratar”. Esta es la camarilla antecesora de los grandes empresarios de hoy, que se llenan la boca hablando de democracia, aunque hayan ascendido a la opulencia gracias a las prebendas obtenidas en el viejo régimen. No fueron los empresarios los que se enfrentaron al sindicalismo corrupto, sus buenas conciencias estaban ocupadas mejorando la raza; la bestia negra del corporativismo fue este puñado de mujeres y hombres del que nos habla Elena Poniatowska: mal comidos, autodidactas, ingenuos, que arriesgaban el físico sin tener esperanzas fundadas de conseguir sus reivindicaciones, y sin embargo levantaron el movimiento social más importante después de la Revolución, y consiguieron lo impensable: decidir soberanamente, al menos por un tiempo, quién los iba a dirigir.
El entorno en el que los ferrocarrileros tuvieron que defenderse puede servirnos también como un espejo distante para penetrar en las tácticas utilizadas para el linchamiento mediático. En este tiempo de canallas en el que nos toca vivir, con los corifeos de la derecha llamando a los disidentes a reconocerse definitivamente derrotados, exigiendo a los excluidos que se callen y aprendan un poco de decencia, vale la pena tomar el ejemplo de los ferrocarrileros, recordar que la realidad no necesita ser patrocinada por Bimbo para transformarse.
Aprender a mirarnos por encima del ruido es una de las tareas de la literatura. Y una de las virtudes de la buena literatura, como la de Elena Poniatowska, es representar los dramas humanos en su multiplicidad, resistirse al maniqueísmo. Por ello es que una de las cualidades de esta novela es la manera en la que plasma la ambigüedad moral de sus héroes. Si bien es evidente el respeto, inclusive admiración, por Trinidad Pineda Chiñas, y por el movimiento que él encabeza, también podemos presenciar los desacuerdos internos en el sindicato, los discursos a veces simplistas, las traiciones; y la actitud algo esquizofrénica de muchos comunistas que se jugaban la vida para liberar al mundo, pero no eran capaces de cambiar un pañal para liberar a su mujer. La lucha sindical era un imperativo ético, pero también un alarde de virilidad, como descubre Rosa, una de las compañeras del líder: “Ella no importa, la vida privada de un luchador no existe, es más, un luchador no debe tenerla, sólo entorpece su acción y lastra su espíritu”.
Mas no hay que creer que las mujeres de esta epopeya se limitan al papel de reposo del guerrero o al de víctimas pasivas. El arquetipo de la Adelita se complica y se multiplica. Las ferrocarrileras son militantes, oradoras en asambleas, maestras, fuerza de choque en las huelgas, amantes que escogen a los hombres que desean y luego se deshacen de ellos, y sí, también mujeres que asumen su rol de hermanas, esposas, madres, pero que ya no se conforman con el papel asignado por la tradición; así hace Bárbara, que exige repensarlo todo, “hasta la forma de freír un huevo”; es como decía Sor Juana en su Respuesta a Sor Filotea: “Bien se puede filosofar y aderezar la cena. Y yo suelo decir viendo estas cosillas: si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera escrito”. Las mujeres que Elena Poniatowska trae a la vida son como Colometa, la protagonista de La plaza del diamante, la extraordinaria novela de Mercé Rodoreda en la que cuenta el itinerario vital de una catalana que, sin quejarse, sobrevive la guerra civil, la paz de Franco, la pobreza; y que, cuando finalmente alguien le da una muestra de generosidad, ella se emociona por un momento y nos dice: “Y me puse a llorar, como si no fuera una mujer”.
El tren pasa primero narra la gesta de un personaje colectivo, los ferrocarrileros, y de entre éstos el ascenso de un líder desde la miseria de su pueblo en el sureste, el triunfo ante el ogro filantrópico, la caída en la maquinaria represiva, y su encuentro final del amor. Pero este trayecto no está narrado linealmente: en la tercera parte del libro tenemos la oportunidad de conocer la infancia del líder, que de algún modo es el resultado de toda su vida posterior, porque la mirada retrospectiva les da sentido a los logros, devuelve la figura del líder a la escala humana. Y esta clase de mirada es algo que tenemos que agradecer en todas las obras que Elena nos ha regalado: su capacidad para bajar a los ídolos del pedestal, y a la vez la empatía que le permite solidarizarse con la gente a la que le pasamos de lado en la calle. Y esta no es una solidaridad sostenida en adjetivos, sino expresada con todas las armas que da la literatura. Sin renunciar a la recuperación del lenguaje popular, Elena Poniatowska va más allá de los estereotipos folclóricos, y dibuja personajes con un lenguaje complejo, con un pensamiento elaborado, dando cuenta de su drama interno. Estoy tentado a decir que es por esa virtud que Elena Poniatowska es la escritora indispensable de la literatura mexicana, pero sería injusto: es indispensable porque, como nos ha vuelto a demostrar con El tren pasa primero, escribe novelas profundas y emocionantes, que a la vez que aguijonean nuestra conciencia, le dan al lector el placer que ya anticipa cuando se enfrenta a la primera página del libro.