“Esa voz vino y pasó, comenzó y terminó; las sílabas sonaron y se desvanecieron, la segunda detrás de la primera, la tercera después de la segunda, y así todas las demás, por orden; y acabada la última sobrevino el silencio”.
El lenguaje es sucesivo, según lo que acabas de leer en las confesiones de san Agustín acerca de la palabra creadora de Dios. Voluntad de expresión, querer querer decir, comprende secuencias que se tienen que eslabonar y que paulatinamente se deben cumplir antes de llegar a la meta deseada: ese silencio que equivale a posible plenitud. Lo estipulado en nada difiere sustancialmente de las paradojas matemáticas de Zenón, donde hay secuencias y eslabones por cumplir para que el disparo pueda dar al blanco y la carrera llegar a la meta. Pero a diferencia de los rebanados números del eleata, que no solo demoran una eventual culminación de la ordalía, sino que la imposibilitan, en el lenguaje ni las secuencias ni los eslabones ni las metas se subdividen indefinidamente, infinitamente, para obstruir el movimiento, frenándolo una y otra vez al pie de cada penúltima sílaba.
Al contrario, como lo subraya el santo, se presume la fluidez conveniente, necesaria, pareándola con el aliento que la sustenta e impulsa: “en la palabra humana, que consta de signos sonoros, no se completa una frase sino a condición de que las palabras, habiendo dicho lo que les toca, dejen el sitio a las palabras que siguen”.
Ajeno al axioma, que puede fijarse y reproducirse en la mente como un virus, el lenguaje se vincula a la finitud del cuerpo y los sentidos, al ritmo de la respiración, al movimiento de los labios y la lengua, que dan voz a las sílabas en el habla y el canto.
En un caso la carrera nunca concluye y en el otro a veces se acelera, o se precipita, pues no se subdivide infinitamente el dividendo sino el divisor, y la pronunciación siempre alcanza a la tortuga: “mediante un sentido corporal sientes lo que se habla pero no quieres que se detengan las sílabas, sino que vuelen y que vengan otras y así puedas entender lo que te dicen”.
En uno y otro caso, sin secuencias no hay consecuencia. Pero en la paradoja matemática la secuencia siempre casi cumplida es un fin en sí: no el fin sino la media mediatizada justifica los medios. Y los miedos. Y tanto medios como miedos son mitades dinamizadas por y para la comunicación; pontificadas por así decirlo, mitades suspendidas sobre el vacío como las dovelas de un arco, que se acercan hasta juntarse en la clave para distribuir el peso del significado y sostenerlo en perfecto equilibrio.
En última instancia, el lenguaje es aliento y palabra en secuenciales sílabas, ambos derivados según el santo directamente de Dios, quien infunde el aliento al hombre y le da la palabra, siendo Él, el Verbo, conjugación de dicho y hecho cabalmente consumada.
Apoyado en una voluntad reiterada, de verbo porfiado, al querer querer decir ni la censura ni la afasia lo frenan de manera terminante. Sobrentendidos, entrelíneas, gestos, claves, guiños del lenguaje, sustituyen lo vedado o perdido. Se corre la voz aunque no se muevan los labios.
En la tarta(ta(ta(ta(ta)ta)ta)ta)mudez, como la palabra misma lo entraña, podríamos sospechar el flechazo en vilo de Zenón. Se estancan las sílabas en una sílaba. Pero aun ahí sentimos, aunque tembloroso, el agitado pulso de Heráclito. Pues el silencio de una atropellada mudez es conclusivo en su impotencia, y llegan a la meta, tanto la palabra, que se define meridianamente, como el gago cuyo esfuerzo físico y mental al fin salva la tragedia, aunque el telón precise un gesto suyo o el préstamo de sílabas por parte del escucha, empatándose los interlocutores gracias a una piadosa sinalefa.Fluye también el sentido en las aparentes contradicciones del lenguaje. En el oxímoron agua seca sabremos sufrir o saciar la sed. A Epiménides quizá tú no le hubieras creído y yo sí, pero el cretense dijo con absoluta entereza que mentía. Al torcerse como un nudo gordiano en su paradoja, engaña menos.
En un palíndromo, como en los encierros de toros, la encerrona reitera, por simetría de espejo, el dinamismo de las palabras, que recomienzan donde terminan, rebotando en perfecta carambola en pos de una redundancia de calculada chispa.
Incluso en las tautologías, solo capaces de metas deleznables, la carrera tiene la alegría de un destino, pues inmancablemente Aquiles y la tortuga se alcanzan a sí mismos.
Semana santa: Sevilla es una procesión y el canto una saeta. Cristo andaluz, la voz arrastra mezquitas y levanta catedrales; cruza la cruz y se clava en ella hasta el fondo estrellado del pulmón, como una señal de tránsito que anuncia la última y única vía: hacia arriba.
De la boca del negro gigante, dice Lezama, sale un ferrocarril de mamey. No me puedes oír, me dice la niña, porque canto para mi mamá. El flechazo del amor y el piropo aciertan el blanco por azar o cetrería. Dos lenguas intraducibles entretejen sus sílabas. El lenguaje de los amantes es de dos vías pero traza un rumbo excluyente: el beso.
“El camino se internaba como una lanza por un terreno desigual, sin desviarse por nada, y el paisaje cambiaba con la marcha”. Esto, en Los hechos del Rey Arturo, versión Steinbeck. Coinciden la lanza, la señal de tránsito, la dirección y el camino. Se hace camino al andar. Como la lengua. Como el beso. Antes san Agustín lo había dicho así: “Es en tu Verbo, Palabra por la cual fueron creadas, donde las cosas oyen su destino: ‘desde aquí hasta allí'”.
El lenguaje como trayectoria y la trayectoria como lenguaje. Perspectiva renacentista, punto de fuga, simetría de espejo. Punto a punto y de un punto a otro, el viaje construye el trayecto en el poco a poco y el ida y vuelta.
Con el espacio Homero hace un mapa que se llama Ulises y lo pone en palabras. La geografía como aventura: el espacio se mueve en un mundo fijo y el tiempo se detiene en las corrientes desviadas de los ríos.
No solo chorrea la tela, a veces la pisa para pintarla: Pollock, como Ulises, se pierde en el paisaje que él mismo crea. Mancha el lienzo como un bisonte de piedra agujereado o un cazador levantado en peso por la cornada.
Al pintar el tiempo se convierte en espacio y al rastrear la presa el espacio se convierte en trayectoria. Sintaxis que en cada punto y seguido tropieza con mil perspectivas que son puntos de fuga que son huellas de bisonte o cazador, tuyas o mías.
El espacio convertido en página y el tiempo en escritura: las huellas del bisonte y las del hombre que lo rastrea son una novela, un ensayo, un poema. Al encontrarse, al flechar y embestir, el animal y el cazador matan, se matan, mueren. Se entienden.
Casi siempre vence quien sin saberlo ya ha aprendido a deletrear lo escrito y subrayado en el paisaje que somete, transformándose en una punta de flecha al afilar piedras y pulirlas para hacer puntas de flecha: índice que es un orden y una orden que es un arma que es un signo que señala que es un arma que apunta que es un signo y mata y dice que mata y matará de nuevo.
La flecha de Heráclito nunca da en el mismo blanco dos veces.
Caracas, ¿2008?
Octavio Armand