El carácter civilizatorio de la poesía de Eugenio Montejo, su afán constructivo y vinculante, tienen una estrecha relación con su visión cósmica del paisaje.
Cualquier territorio habitado deviene en cosmos. Darle orientación cósmica a un territorio es cosmizarlo. No es posible civilizar un territorio, imprimirle una significación realmente humana, si no ha sido consagrado mediante su orientación cósmica. Como dice Mircea Eliade: “importa comprender bien que la cosmización de territorios desconocidos es siempre una consagración: al organizar un espacio, se reitera la obra ejemplar de los dioses”.
La poesía de Montejo es el mapa de un territorio cosmizado. La idea de un mapa nos remite a la noción de ubicación espacial, es decir, a la orientatio, principio activo sin el cual sería imposible habitar un territorio y otorgarle una alineación cósmica que lo apuntale frente al caos y lo separe de lo extraño, homogéneo e indiferenciado.
Para orientarnos cósmicamente debemos establecer un centro que sirva de intersección a los cuatro horizontes cardinales. Cuando un hombre detiene su andar en medio del descampado y traza sobre la tierra, con una vara, un círculo alrededor de él, planteando un punto fijo, un centro a partir del cual surge cuatro horizontes cardinales, se está repitiendo un acto arcaico: la cosmización de un territorio. Otra operación inherente a la cosmizaciòn del espacio sería la configuración de un eje vertical o axis mundi, apertura hacia lo alto y hacia lo bajo, ruptura de niveles indiferenciados. De esta forma, el centro fijo, los puntos cardinales y el eje axial son principios fundamentales en la construcción de cualquier espacio humanizado y civilizado. Orientación cósmica, orden, fijación, estabilidad, realización.
El paisaje en la poesía de Montejo es la tierra del mundo. Muchos han hablado de la terredad montejiana, yo sólo quisiera aportar que la terredad de un espacio está determinada por su orientación cósmica. Por lo tanto, la tierra de algo o de alguien viene dada por su cosmización, porque la tierra es el espacio cosmizado. Como sabemos, Terredad (1978) es un libro fundacional, un “centro” fijo desde el cual se trazan los cuatro ríos u horizontes cardinales del mapa montejiano. Poesía de orientación cósmica, sin duda, de ahí precisamente su terredad, neologismo acuñado por Montejo que, con el paso del tiempo, seguramente pasará a un uso más popular y extendido.
A través de los símbolos accedemos a la dimensión cósmica de nuestra existencia. Sin la representación y comprensión simbólica no pudiésemos experimentar la vivencia de lo cósmico. Símbolos primordiales de la dimensión cósmica de la existencia terrestre son: el número cuatro (los cuatro puntos cardinales, las cuatro estaciones del año, las cuatro edades de la vida, los cuatro elementos, los cuatro reinos —mineral, vegetal, animal, humano— , las cuatro funciones psíquicas, etc.); los cuatro temperamentos del hombre; la cuaternidad (serie de cuatro); el cuadrado (idea de la totalidad); el cubo (la Tierra); la espiral cuadrada (energía constructiva y materializada); la cruz (eje axial, origen ontológico-espacial de templos y ciudades); la cuadricula; los monolitos verticales (mojones, hermes, figuras totémicas); o el arquetipo del Padre.
La poesía de Montejo accede a su orientación cósmica mediante algunos símbolos concretos de nuestra tierra, como el árbol, el pájaro, el río, los amantes, la rana, el buey, Orfeo, el casete de Orfeo, las piedras, las puertas, los edificios, el gallo, las cigarras, el taxi, la lámpara, el reloj, los barcos, los aviones, el trópico, el alfabeto, las palmeras. Nótese que al enumerar estos elementos asumimos que en la poesía de Montejo la terredad no tiene nada que ver con lo telúrico, ni con el terruño, ni con el tremedal. La tierra no excluye al hombre expósito, ni a la ciudad, ni a los artefactos o enseres inventados por la civilización. Quizás sea por esto que, como dice Francisco José Cruz, la poesía de Montejo es “comprobable”, siendo así que, al entrar en contacto con ella, podemos tener la “certeza de que seguimos en el mundo”.
Me gustaría detenerme, como ya antes lo hizo Francisco Rivera, en dos símbolos que, por su poder y eficacia, tienen la capacidad de constelizar y alinear cósmicamente a los demás elementos montejianos. Hablo del árbol y del pájaro. Ambos símbolos, de cierta forma misteriosa, así como de otras formas más biológicas o tangibles, están íntimamente relacionados. La relación simbiótica entre árbol y pájaro es fácilmente comprobable. Los árboles sirven de asiento a los pájaros, y los pájaros esparcen las semillas de los árboles, por ejemplo. Pero hay un dinamismo menos evidente en la relación árbol-pájaro que conecta con una dimensión más mítica, un punto in illo tempore, en el cual árbol y pájaro eran una unidad, en el que cielo y tierra aún no habían sido separados.
El árbol simboliza el eje mundi, principio ordenador y orientador de lo que está arriba y lo que está abajo. En el paisaje montejiano el árbol no ha sido humanizado, como quizás muchos podrían afirmar al escuchar que en su poesía “hablan poco los árboles”, o que se “pasan la vida entera meditando”, o que “se juntan en los parques”. En lugar de la humanización del árbol, la operación poética que se da en la poesía de Montejo es la arborización del humano , de modo que el hombre accede a su tierra, a su orientación cósmica, mediante la vinculación anímica y realcon el árbol, otorgándole un estatus cosmológico a la experiencia humana. La tierra del hombre, por lo tanto, no le pertenece exclusivamente a él, pues sólo será cósmica si es compartida con la tierra del árbol. La tierra siempre se manifiesta en un nosotros que vincula lo humano con los otros reinos naturales: piedra, árbol, pájaros, amantes. El árbol en Montejo es, pues, un espacio consagrado por su orientación cósmica, espacio en el que se da una íntima vinculación con lo humano, ya que sólo en virtud de la inteligencia humana es que un territorio puede ser construido, organizado, habitado, cosmético.
El otro símbolo primordial en el paisaje montejiano es el pájaro, configurado magníficamente por aquel verso que dice que la “terredad de un pájaro es su canto”. Porque a través del canto es que el pájaro logra acceder a su orientación cósmica. La escalada de sonidos que se despliega en el canto del pájaro nos conduce a una ruptura con el espacio homogéneo, otorgándole relieve, coincidiendo con otros elementos de lo terrestre y fundando así, milagrosamente, su tierra. El canto vincula al pájaro con Orfeo, las ranas, el gallo, las cigarras y los hombres. Pero los pájaros en el paisaje de Montejo no son aves exóticas, ni tampoco aparecen en bandada. Son más bien pájaros solitarios, apuntalados, expósitos, citadinos. Si fueran pájaros en desbandada, por ejemplo, estarían más orientados hacia el caos que al cosmos. Y si fueran aves exóticas, les resultaría difícil fusionarse con el espacio animado. Los pájaros de Montejo son pájaros comunes. Su preferido es el tordo, por ejemplo, aunque también hay gorriones, azulejos y paraulatas, aparte de otros seres alados propicios al canto, como los grillos y las cigarras, también entrañablemente ligados al árbol ya la foresta.
Otro asunto interesante en el pájaro montejiano es que su movimiento tiene una dirección descendente. Va del cielo al árbol, y no del árbol al cielo. Tradicionalmente, el pájaro ha sido asimilado a los mitos de vuelo y ascensión. Mediante el vuelo del pájaro, el hombre accede a una realidad superior. Mensajero entre el cielo y la tierra, el pájaro que puede simbolizar la espiritualización de la materia, su sublimación hacia esferas más elevadas e incomprobables. El pájaro de Montejo, sin embargo, como bien dice Francisco Rivera, “da cuerpo y movimiento a una energía descendente de condensación que, humilde pero obstinadamente, une al poeta con la tierra”. No podría agregar más a lo que tan estupendamente ha sido dicho, solo quisiera cerrar con una asociación que puede aportar una vuelta de tuerca adicional a la cuestión del paisaje y que tiene relación con otro de los grandes temas de la poesía de Montejo.
Se trata del ibis de los antiguos egipcios, mencionado tangencialmente en la poesía de Montejo, quizás un poco más en sus ensayos. El ibis es un pájaro real y mítico que ha estado vinculado al dios egipcio Thot, dios de la sabiduría, del conocimiento, del lenguaje, de la escritura y de los escribanos. Es significativo que el dios Thot haya sido representado, en el antiguo arte egipcio, con cuerpo de hombre y cabeza de ibis, así como también resulta significativo que el ibis venga a manifestarse justamente en la cabeza del dios Thot, pues es en la cabeza donde reside la inteligencia humana, la capacidad para comunicarnos y orientarnos cósmicamente. Existen teorías etiológicas que considerando que el lenguaje en el hombre pudo haber surgido a partir de la imitación del canto de los pájaros. Esto nos lleva a apuntar la relación del dios Thot con el logos, es decir, con la inteligencia cósmica que se manifiesta en todas las cosas racionales, con el poder de la mente expresada en el habla, según Platón, o con la palabra encarnizada, hierofanía o teofanía, según el cristianismo y otras escuelas. He aquí el alfabeto del mundo que tanto le preocupaba a Montejo, la materialización del espíritu, el logos que desciende y se imprime sobre la tierra, haciéndola más humana y habitable. Pero el logos también tiene una connotación aún más arcaica y primitiva, si consideramos su relación con la luz lunar que esclarece la noche y con el principio constructivo que se antepone activamente al caos ya las tinieblas. Sin logos no puede haber cosmos. La poesía de Montejo está asistida por el dios Thot y el logos. De allí su carácter cívico y civilizatorio, su afán constructivo y vinculante, su vocación de orden y fijeza. Para hacer más habitable el espacio informe. Para permanecer en la tierra por el canto. Para que el canto permanezca.
Luis Enrique Belmonte