Nadie tiene una respuesta. Los periódicos dicen… no. Los periódicos no dicen nada, ellos, igual que todos nosotros, sólo crean más palabras silentes.
Hace poco se restablecieron los noticieros. Los comentaristas fueron reemplazados por voces electrónicas en off e imágenes de lo que está pasando en el mundo.
El gobierno le dio dinero a la empresa donde Mario trabaja para que desarrolle un software que imite con mayor precisión la voz humana a convertir texto en audio.
Él me atosiga con las consignas de los comunicados oficiales: que hay que seguir adelante, adaptarnos al cambio, trascenderlo. No ha transcurrido ni un año desde lo que nos pasó y ya quieren que olvidemos lo que perdimos. Algunos incluso dicen que es parte de nuestra evolución como especie.
Recuerdo un verso de Fabián Casas: “Me pregunto en qué momento los dinosaurios sintieron que algo andaba mal”. ¿Por qué la gente no se da cuenta de que este es el principio de nuestro fin?
Ya casi no salgo de la casa. No me importó que la universidad me redujera el salario, les dije que ya sólo impartiría clases en línea. Me niego a plantarme frente a mis alumnos sin poder decir calambur, tropo o anagnórisis.
Cuando era niña mi madre me llevó a terapia de lenguaje porque no podía pronunciar la ese correctamente. A partir de entonces, me obsesioné con tener una dicción perfecta. Y lo logré. Durante un tiempo fui la voz oficial de la facultad de letras de la Universidad. Si había que presentar una mesa redonda o dar alguna entrevista para la radio universitaria me llamaban a mí. Mis alumnos se burlaban a mis espaldas por mi forma excesivamente correcta de hablar.
Ahora paso el día detrás de la computadora viendo películas. Me gustan los musicales filmados en Technicolor.
Lía insiste en visitarme, quiere que conozca a su hija. Siempre le doy largas, le digo que mejor me escriba, pero a ella nunca le gustó escribir. No entiendo qué pretende mi hermana, ¿que nos sentemos en la sala a vernos las caras y a escuchar el llanto sordo de su recién nacida?
Ella me contó que cuando Marianela nació, el pediatra le aspiró las flemas y con ellas se fue la lengua, se le desprendió como si hubiera sido una mucosidad más, un sobrante. Lo mismo les ha pasado a cientos de bebés alrededor del mundo.
Mario llegó el otro día y empezó a repetir los balbuceos con los que se comunican en su oficina. Lo paré en seco. Prefiero el silencio a la discapacidad.
No quiero besarlo. No hay sensación más horrible que la de abrir los labios y sentir el vacío de su boca.
Extraño decir traste, oblea, sinvergüenza. Me pongo frente al espejo y trato de articularlas. No hay forma. Sólo puedo emitir sonidos mongólicos. Abro la boca y miro dentro. No quedó nada, ni siquiera una cicatriz. Es como si nunca hubiera existido nada ahí.
La prótesis que anunciaron los periódicos desde hace meses falló.
¿Por qué la gente no está devastada? Leí, incluso, la declaración de un pastor evangélico que le daba gracias a Dios por habernos puesto a prueba de esta forma, que esto le hacía recordar cómo, tras la muerte de Jesús, sus apóstoles predicaron sus enseñanzas en distintos idiomas y que ahora nos tocaba a nosotros encontrar nuevas vías de comunicar la palabra divina.
Recuerdo el día que empezó. Era un lunes. Mario y yo habíamos ido a cenar. Le decía que el coche necesitaba servicio, que la parte de abajo estaba llena de herrumbre. Esa fue mi última palabra: herrumbre.
Terminé de decirla y sentí cómo mi lengua se soltó y cayó sobre la mesa como un pez muerto.
A Mario y a los demás les pasó lo mismo. No hubo sangre, sólo gritos sordos.
Llovizna, urdimbre, soliloquios. Hoy es jueves y extraño pronunciar la doble ele, la ere, la ese.
Hace tiempo leí sobre un hombre que había perdido el sentido del olfato y del gusto a causa de una lesión cerebral. Un día despertó y sintió un chispazo muy tenue de sabor en su café, tomó su pipa y pudo percibir, aunque muy sutilmente, el aroma del tabaco. Cuando escanearon su cerebro para saber cómo y por qué el hombre había recuperado estos sentidos, su médico detectó que el hombre no estaba probando el café ni oliendo el tabaco, sino recordándolos.
¿En veinte años recordaremos la sensación de pronunciar una erre?
Hoy, una noticia le dio la vuelta al mundo: en Lucerna nació un bebé sin lengua.
¿Cómo es que hay gente que lo celebra? ¿Por qué hay quien llama a este engendro el Primer Eslabón?
Los trabalenguas, el canto, los besos, los sabores, el sexo oral. Hoy es martes y extraño todo eso.
Los chimpancés que saben lenguaje de señas se comunican mejor con nosotros que nosotros mismos. Yo me rehúso a ir a las clases que da el gobierno. No estoy sorda. Es más, daría lo que fuera por volver a escuchar mi nombre en la boca de alguien: Tábata.
La palabra lingua habló primero del órgano y después del lenguaje. Siempre les decía a mis alumnos que esa era una metonimia hermosa.
Por decreto oficial se prohibieron los alimentos sólidos. Hay decenas de muertos por asfixia. Las tiendas empezaron a vender jugos con olor a espagueti a la carbonara, pollo pibil y otros platillos que ya nunca nadie podrá probar. Los restaurantes quiebran. Los reemplazarán por lugares donde a través del olfato se estimule el apetito. Ya sólo falta que nos condicionen con campanas, como a los perros.
Para los jóvenes es como si no hubiera pasado nada. Se sientan lado a lado con sus teléfonos, se mandan imágenes y ruidos absurdos. La risa, al parecer, es lo único nuestro que quedó intacto.
Pero, ¿quién puede reír después de lo que nos pasó?
Ñandú, añada, añicos. Miércoles de eñe y su belleza perdida.
Hace poco vi a unos niños jugando. Los escuché lanzar esos cloqueos horribles. Su comunicación se reducía a balbuceos y sonidos guturales. Me dieron asco.
Inenarrable, delicuescente, maravedí. Hoy presenté mi renuncia.
Vehemente, soliloquio, arlequín. Encontré un catálogo en línea con libros enteros leídos por sus autores. El delicioso retumbar de las palabras.
Zarzal, ánfora, obnubilar. Dejé a Mario. Estaba harta de que me hostigara con que tengo que tomar los jugos alimenticios. No quiero. ¿Para qué? No saben a nada.
Hace dos noches soñé que estaba en aquel restaurante. Los únicos ruidos que se escuchaban eran los de los jugos subiendo por gruesos popotes. Entonces un niño pequeño que brincaba en un taburete proyectó su voz sobre el plafón y empezó a balbucear. Ae y señaló su boca. Aaao, a su mamá. Jaie, una silla. Fuo, allá afuera. Todos lo miramos con respeto y asentimos. Sabíamos que esa había sido nuestra primera clase.
Ramadán, ciprés, edén. Ayer soñé que miles de peces caían del cielo. Nosotros abríamos la boca y recibíamos su acuosidad con gusto. Los dejábamos retozar, implantarse, hacerse uno con nuestras mucosas. Pero una música que nacía de nuestras profundidades los llamaba a desprenderse, a nadar rumbo a nuestras gargantas, a dejarse llevar por las cascadas de saliva, como lemmings.