Que es ridículo invocar la dicha
que no existe ‘”a tierra deseada”
que no hallaron calma nuestras furias.
Todo eso lo sé.
Reinaldo Arenas
Octubre, 2015, Hotel Calexico, Baja California
Memo, ha pasado tanto rato desde que hablé contigo que tu cara se me viene borrosa. ¿Te acuerdas de la última vez? Yo sí. ¿Cómo olvidarla? Si acaso andas batallando en acordarte, te refresco: fue cuando Elodio ganó la candidatura municipal. Tú llegaste vestido con tu traje muy acá, tus zapatos de politiquillo de ciudad, de rata, más bien. Te viste bien. También olías bien. Pero se te notaba a leguas que andabas haciendo tratos con los compinches de los compinches del presi. Te creías muy chingón. Me saludaste como si yo fuera poca cosa, como si ya no perteneciéramos a la misma clase. Tú codeándote con los políticos; yo trabajando de guardia para la fiesta del recién elegido. Cualquiera hubiera pensado que éramos dos extraños, que ni nos conocíamos. Qué hay, Manuel, y con una palmadita en la espalda, como si yo fuera un perrito, te alejaste de mí.
Memo, quiero decirte una cosa y quiero que te quede clarísimo. Te escribo para deshacerme de una espina que traigo enterrada. Tú me debes la vida, cabrón, y te voy a despejar el panorama: no soy el tío Manuel, el tío que te llevaba cada domingo por helado, el tío policía Manuel, que te daba consejos para que te llevaras a las niñas a la cama. No soy lo que crees de mí ni tú eres quien piensas ser. A ver si ahora te arrepientes de no haber saludado como se debe al único al que realmente le debes algo en esta vida.
Basura, basura, basura. Las letras en el papel, las palabras que me escribiste en tu carta. No dicen nada para mí. Dejaste de ser lo que eras para mí hace mucho tiempo, antes de que cambiaras tanto y te hicieras el cabrón que ahora leo en los periódicos.
Me dices que te escriba, que te platique cómo van las cosas, pero no me dices mucho de ti. Mira qué cabrones nos hicimos los dos. Tú allá, acusado de lo que te acusaron y yo acá, también cumpliendo mi condena, aunque en aparente libertad. El día que te encontré no eras más que un bebé de ojos cafés y piel blanca, casi transparente, que berreaba a todo pulmón. Fue un domingo. Me acuerdo porque en la calle del pueblo estaban regados, como piñatas, los borrachos.
Yo estaba caminando cerca de la capilla del pinar, una chiquita y sin mucho chiste a la que nadie nunca iba y en la que nunca se daba misa cuando escuché ese llanto parecido al de una gata en celo y que se oía casi tan fuerte como el grito del tren que pasaba cerca. Me acerqué y vi tu cara de monstruo, de engendro. ¿Quién iba a querer a un bebé que daba esos alaridos? ¿Algún día me agradecerás lo que hice por ti, Memo, o Tom, o Tommy o como sea que te haces llamar? ¿Algún día agradecerás lo que mi madrecita santa hizo por ti?
Apenas lo pienso aquí, ahora que lo escribo. Mira que sí es una casualidad, o un acto divino, como diría mi madre, que mi papá y tú, los dos, llegaron un domingo. Él con sus botas de vaquero, con su maletota de gringo y sus lentesotes de sol. Tú, del otro lado, con tu cara de diablo abandonada en la capilla abandonada.
En aquel entonces, cuando volvió mi papá, el pueblo era mucho más chico, no como lo conocía. Sólo había una cementera, la Moctezuma, la tiendita de Rafaela, la panadería de Doña Ana y algunos negocillos más. Las calles eran puro polvo, Memo, uno blanco y fino que se te colaba por las narices y por las orejas.
Y ahí estábamos, los niños, jugando frente a la tienda de Rafaela, como siempre, pateando botes, desenterrando corcholatas del suelo y jugando a lo que juegan los escuincles cuando entró al pueblo el camión que venía del norte. Todo se detuvo: dejamos de jugar, las doñas dejaron de hablar, los perros de mear. Todos a mirar, a mirar, mirar y mirar a los dichosos que regresaban tupidos de dolaritos a nuestra tierra caliente. Me quedé parado, como zonzo, mirando a los tres que se bajaron del camión: una señora, gordísima, y dos señores. No sé cómo supe que esa gorra y lentes era mi papá. Hubiera podido ser cualquier extraño, pero ya ves, la sangre llama a la sangre. Él me reconoció, inclinó un poco la cara, como saludando, y empezó a caminar. Lo vi tirar patadas en los vientres chupados de los perros. Gritaba ea perro, pero lo hacia con cariño, casi, como si todo ese tiempo en el gabacho lo único que realmente hubiera extrañado hubiera sido darle de patadas a los perros. Los vi detenerse en la pulquería de Abraham y desde la ventanita tomarse de un solo trago, el tarro. Lo vi tirarles unos chiles a unos niños descalzos y luego lo vi parado frente a mí, oloroso, respirando como caballo cansado. ¿Ya te hiciste putito?, me dijo, pero con carilla.
Entro a la casa, la misma que conociste. Sólo que no tenía las habitaciones del segundo piso ni el baño de azulejos rosas ni la fuente de cantera en el centro del patio. Saludó a mi madrecita pero ella solo se puso blanca del susto (o del gusto, ve tú a saber) y me dijo vete a la tienda de don Manuel por un kilo de tortillas, pero no regresa hasta las siete. Y azoté la puerta y me salí sin entender realmente nada, me acuerdo del chirrido de la puerta, balanceándose. Pero mira que puso mucho billete en la casa, ahora pura cosa fina. Ya ves que como policia no me va tan mal. Sólo hay que ser inteligente, saberse mover, tomar ventaja. Que hay mucha.
Todavía me pregunto: ¿Cuándo pasó? ¿Cuándo es que cambiaste tanto? De niño eras hasta inteligente, ¿O no ganaste ese concursillo de matemáticas? A veces pienso que todo cambió cuando te llevé a vivir con el padre Teo, después de que murió la jefecita. ¿Pero qué iba a hacer yo criando a un chamaco solo?
El tren, Tommy, es un gusano y me gusta mirarlo, es un gusano lento que carga a los apestosos cuerpos, jodidos, de los hondureños. Desde donde me pongo, aquí, en el llano, veo sus flacuchos cuerpos en la tolva. A veces caen como moscas y a veces se levantan como pájaros horribles.
Me gustaría que me vieras aquí sentado en mi patrulla: escuchando “La Zeta”, bebiendo de mi vaso de unicel un café tibio y esperando el momento en que alguno de esos apestosos se tumbe y entonces pueda hacer mi billete. Te daría coraje saber lo que he juntado de cuotas. (Hay que tomar ventaja, Tommy).
¿Te acuerdas cuando llegaste a mi casa en plena tormenta cuando ya llevabas casi el año viviendo en el seminario? A lo mejor debí de haberte aceptado. Me acuerdo que con tu cara de perro mojado me dijiste: Manuel, abre, déjame pasar. Aquella noche, por primera vez, vi en tus ojos algo parecido al miedo. ¿De qué hablas chamaco? Regrésate a la iglesia que el padre te ha de andar buscando, anda, te dije desde la ventana y casi sin moverme. El padre está borracho, me dijiste. No andes diciendo pendejadas. Regrésate que es noche. Vete.
Llovía a cántaros y un chorro como de cascada reventaba en el piso rosa del patio que tanto gusto le dio a mi madre cuando vivió. Apareciste de nuevo, como fantasma, en la ventana. Golpeaste el vidrio, gritaste. Apagué las luces, la tele, me fui a mi cama y me quedé dormido.
Debiste de hacerte policía como yo. Está chingón, Memo. Patrullo el pueblo y me gusta pensar que todo lo que ocurre es bajo mi comando, como si fuera yo el director de una película. Ando en la calle, la principal, y veo cómo Carmen, la de las frutas, baja poco a poco la cortina metálica de su tienda, hasta cubrir toda la entrada y separarse del mundo y de mí. Paso frente a la miscelánea YoMa y el grupo de albañiles sentados en cajones de madera, en pedazos de troncos y en el suelo me dicen, levantando la caguama, como invitándome: qué hay, poli Manuel. Fabiola, que ya no está tan sabrosa como la conociste, levanta la cara y me sonríe apenas mientras en un comal fríe pambazos que luego sirve en platos de plástico a un par de señoras gordas.
Después no hay sino puertas y ventanas cerradas, luces, casas. Gente que, adentro, merienda con sus panes y leches azucaradas, con televisiones prendidas y sus pláticas pendejas. Luego la calle termina y empieza el llano que en las noches de luna llena se ve casi blanco. Nomás encuentro un par de burros amarrados, pero más allá, por las vías, no vive nadie. Es en donde encuentro esa amarga soledad y en donde, también, me hago rey y propietario.
Mira que una vez alguien me dijo que todo lo que miras, todo lo que te dicen, todo lo que te cuentas a ti mismo no es sino una verdad quebrada, mentiras a medias, y por eso escribo esto con esta pluma, con este papel. Para dejar, al menos, mi lado de la historia.
¿Cuánto tiempo pasará ahí encerrado? Espero sea mucho y que pienses en tus pecados. Pero también creo que algo aprendiste de mí, algo bueno, pues yo tampoco soy un conformista. Soy un luchón. Me niego, como tú seguramente también lo haces, a ser corriente como doña Fabiola o aquellos seres que no más están, no más habitan el mundo y luego dejan de habitarlo y no hicieron nada. Yo niego. Por eso me hice policia.