Hace ya algunos años posteé en Facebook este poema de Julio Miranda:
“La coherencia de la historia exigiría un disparo ahorrándonos a todos el poeta.
La coherencia del poeta exigiría un disparo ahorrándonos a todos el poema.
La coherencia del poema exigiría una historia ahorrándonos a todos el disparo”.
Nunca le di crédito a su autor. Pero sí coloqué comillas. En eso consistía el ejercicio: adivinar quién era el autor. Unos cuantos se atrevieron a insinuar que el poema me pertenecía. Que todo no era más que un test para medir la reacción del público. Un elogio para mí, que solo me destaco como censor antiplagios y que alguna vez se me pasó por la cabeza escribir novelas que reflejaran la realidad venezolana. ¡Absurda idea! Ya el lector de estas páginas habrá comprobado mi torpeza estilística.
El post alcanzó media docena de comentarios. Uno acertó. O casi: “Eso lo escribió el pana que dice que Cadenas es sendo plagiario jajaja”.
En aquel tiempo estudiaba pregrado. Y así se me ocurrió mi tema de tesis. O mi condena. Ahora soy esclavo del peor Gobierno de todos, me lo dice quien fuera mi tutor, que es experto en historia. Me lo reitera cada vez que nos tomamos un café con la sabiduría de quien se sabe perdido y por más que intenta una salida solo tropieza con puertas llenas de confusión y miedo. O me encuentra a mí, henchido de confusión, henchido de miedo, y con cientos de tesis y libros que abro como pequeñas puertas con miles de frases plagiadas.
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Los tiempos de fervores militares terminaron como ya es costumbre en Latinoamérica. En la transición fuimos lo suficientemente estúpidos para darle la oportunidad a un escritor. Ahora él manda.
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Hemos sido coherentes con un error. Hemos sido constantes en ese error. Cohesionados, hemos insistido. Desde luego, yo soy parte de la ingenuidad colectiva, la mala intención atenuada con la cínica calificación de viveza criolla. Otros, más osados en su descaro, han optado por determinarnos como una nación sumida en una inocencia infantil, cauterizada por rumores, mitos y leyendas que arrastramos en nuestros genes. Hace un par de décadas pensábamos que un militar resolvería todos nuestros problemas, borraría de nuestra conducta cualquier rastro de vagabundería, de indisciplina, de impuntualidad. Ya hartos, decidimos elegir con el 74% de los votos a un escritor que se ganaba la vida como editor de textos y redactor creativo, pero, eso sí, se trataba de un candidato con mucho carisma. Liderazgo le sobraba. Un escritor premiado, por lo que no se trataba de cualquier escritor. Nunca nos imaginamos que su Gobierno se orientaría hacia una especie de autoritarismo, hacia un terror de Estado de bajo impacto.
¿Por qué llegó al poder un escritor que condena a muerte a plagiarios literarios?, ¿por qué ha decidido castigar severamente a personas que no leen al menos veinte libros al año?, ¿por qué aplica multas elevadísimas a las empresas cuyos comerciales y avisos publicitarios contengan errores ortográficos? Y aún hay más: los ciudadanos de sexo masculino y mayores de edad con un promedio menor a quince libros por año, han sido reclutados y calificados de analfabetas, designación que los priva de cualquier ejercicio civil. Luego de estos trámites son trasladados a diversos puntos del país para que colaboren en la reconstrucción de las carreteras agrietadas que dejó la Guerra Civil Venezolana y erigir bibliotecas dotadas de todos aquellos libros que fueron prohibidos por los dictadores precedentes. Con estas medidas se logró concluir la Autopista Nelson Himiob, antiguamente conocida como la Autopista Regional del Centro. Durante los meses de esclavitud, de pena y trabajos forzosos, los miles de hombres eran obligados a memorizarse un poemario completo y a recitarlo a la vez que el soplete del sol les taladraba las sienes.
En la actualidad la profesión mejor pagada es la de corrector. Y estaría horas enumerando las cosas que ocurren cuando un escritor llega a la presidencia. Fuimos los campeones mundiales de la ingenuidad al creer que nuestro líder continuaría los ideales de Rómulo Gallegos. Su elección la asumimos como una revancha histórica: ¡al fin el triunfo de la civilización ante la barbarie! Una vez más, la historia nos castigaba.
En este contexto transcurren mis días. Mis grises días. Soy un anodino ser alejado del poder y que trabaja para el poder, alejado de la fama y del dinero, pero que, en cierto modo, está condicionado a dos ejes infranqueables: las finanzas y la vigilancia absoluta.
Desde que soy censor apenas conozco tres modos de existir: descansar, cumplir órdenes y cazar plagiarios. Desde la semana pasada he añadido otra variante a mis días. Esta historia trata de esa variante.
Mi tesis fue un catálogo de plagiarios. Autores que, si aún estaban vivos, entregué a las fauces del poder. El Estado me había asignado estos oficios. Incumplir con cualquiera de las fases del proyecto era la muerte. La historia de un país es la historia de una trama de supervivencias. Soy un superviviente que persigue a los que se la quisieron dar de supervivos.
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A una chica con la que estuve saliendo hará cosa de cuatro o cinco años atrás le gustaba drogarse oliendo mis libros de Juan Villoro. Terminó conmigo la semana en la que se le agotó el perfume a Palmeras de la brisa rápida, ejemplar que compré la tarde de nuestra primera cita. Los típicos tres meses de mis relaciones fortuitas. El tiempo justo en el que el aroma estuvo allí, insistente en sus páginas.
“Tus libros ya no huelen”, me dijo en su último mensaje por el chat de Facebook, antes de bloquearme en todas las redes sociales, ¡hasta en Twitter!, que equivale a asesinato virtual. Su excusa tenía un aroma sarcástico y destilaba reclamo. Me sentí afligido un par de días, pero la ruptura coincidió con un fin de semana largo en el que asistí a dos rumbas de cumpleaños y a una despedida en las que circuló suficiente alcohol como para provocarme una amnesia temporal.
No supe más de María Alejandra hasta hace un par de años. Me conseguí a su primo favorito en la cola para las presidenciales que ganó El Escritor. Me caía bien el primo, pese a su excesiva tecnocracia para defender ideales socialistas. Cada vez que yo le hablaba de «sociabismo» se alteraba como si le hubiera mentado la madre. En un par de ocasiones, Mariale, su primo y yo compartimos un taxi después de una velada de cervezas por las tascas de la parroquia Eugenio Montejo, lo que antes se conocía como Chacao. En verdad, siempre nos caímos bien. Aunque en aquella ocasión me saludó raudo y distante. “Mariale se fue pal imperio”, dijo, y siguió de largo, como si temiera cambiar la decisión de su voto por alguna frase casual.
En efecto, Mariale se había ido del país. Mariale vive en Louisiana, Estados Unidos. Esto último lo confirmé gracias a una amiga psicóloga en común: Mariale acudió a ella por un buen tiempo en busca de sus virtudes sanadoras. Coincidimos en un vagón del Metro. El trayecto era lento y saturado de brazos sudorosos. Antes de despedirse, la psicóloga me tendió su tarjeta de presentación. En su tiempo libre se dedicaba a leer el Tarot y facturaba el triple de lo que devengaba como psicóloga. Me asaltó la tentación de preguntarle si dejaría de llamar a Mariale Mariale o volvería a pensar en ella como María Alejandra. Para mí, las abreviaturas siempre han representado un signo de apego.
Cuento todo esto porque Mariale quería verme. Me escribió un e-mail hacia finales de mayo. Le respondí que «sí», sin más, aunque andaba un pelo ocupado. En otra época me hubiera emocionado con esta noticia. Pero ya estaba inmiscuido en otra relación y me iba lo bastante bien como para dejar de lado las aventuras. María Alejandra Sanders, así se llama ahora, se abrió otra cuenta de Facebook, una cuenta de casada. De allí me había escrito. Por curiosidad, a través de una cuenta corporativa que administraba como community manager, pude acceder a su antiguo perfil. Aún lo conserva como el sarcófago que aloja los restos de su crisis nuclear: su Chernobyl: el pasado radioactivo que contrasta con la integridad de su presente.
En la actual foto de perfil exhibía unos lentes old-fashioned, cola de caballo, bronceado Baywatch. También abrazaba a un chamito con pinta de nerd. Se acercaba al niño como si quisiera aspirarlo por la nariz. Entendí que había sustituido su adicción al aroma de los libros por las lociones para bebés. La mirada de Mariale delataba una vida que había dejado atrás un combo semanal de excesos etílicos y alucinógenos por costumbres hogareñas sedimentadas en el sopor húmedo de Louisiana.
En aquellos tiempos, cuando Mariale hablaba de niños, recalcaba con énfasis (y algo de enfado) que jamás tendría muchachos: “Seré la típica tía loca de los gatos” era su lema cada vez que veía a una mujer paseando a su hijo en coche. Detallé la fotografía por varios minutos en busca de algún indicio que comprobara un lazo sanguíneo. Aunque, a todas estas, quizá se tratase de algún sobrino o ahijado.
He hablado ya del olor de mis libros, pero no del olor característico de Mariale. Su perfume era natural. Nunca supe si se untaba alguna loción de ostras. En las pocas semanas que estuvimos saliendo, el sentido del olfato anuló los otros cuatro. Estaba ciego y no tenía tacto para decir las cosas. Cuando me dijo “mejor dejamos las cosas como están” no la escuché: estaba concentrado en una ola de salitre que provenía de su melena.
Mariale había publicado una plaquette artesanal en conjunto con unas amigas. Se tituló Partirse demasiado (poemas, cuentos, ensayos y reflexiones). En principio, el compendio apostaba por una mirada mitad feminista y crítica, una afrenta mitad paródica y mordaz con pretensiones existenciales, contra aquellos que habían decidido partir a otras latitudes. En el prólogo se jactaban, apoyándose en una forzada cita de Tomás Straka, de que pertenecían a la primera generación venezolana que se había preguntado con seriedad sobre el fenómeno de emigrar. Si hoy leemos el índice, en el que cada texto está acompañado por el nombre de su autor, notaremos que solo dos de las dieciséis poetisas aún permanecen en el país. La plaquette sirvió para ratificar una constancia: la capacidad de los venezolanos para contradecirse. Mariale no quería tener hijos, y tiene uno. Mariale no quería irse del país, y se casó con Mr. Sanders.
Sí, Mariale se destacaba escribiendo, aunque lo suyo era la fotografía. Lo cierto es que sus pasiones eran efímeras. Del diseño de moda vintage había pasado al bodypaint, y del bodypaint a una práctica híbrida llamada eco-yoga-zen-shui. Desde lo místico fue que dio un salto cuántico a la fotografía, actividad que alternaba con la escritura. En este rubro había alcanzado una Mención de Honor en un concurso de relatos a escala nacional. Cuando el volumen del certamen que reunía a los ganadores y finalistas se bautizó en una librería, me extrañó no encontrármela. La razón ya se me hacía lógica: se había marchado «pal imperio». En representación de Mariale asistieron sus padres, a quienes conocía por una sesión de fotos nudistas que ella les tomó en Mérida. El brindis se inició y, mientras el mesonero ofrecía el refill, la madre de Mariale volteó a verme un par de veces. Sentí cómo su mirada esquivó con agilidad los salud para clavarse en mi piel como un insecto garboso que trepó mis piernas, hincó mi quijada y me rascó los párpados. Apuré mi copa de vino y me largué.
Me había dado chance de comprar el libro pese a mi abrupta huida. Ya, tendido en mi cama, desgarré el celofán que cubría Partirse demasiado…. Fui directo al índice. Leí el párrafo inicial de su relato. Descubrí que me había robado una frase.
“Con razón me bloqueó”, deduje. Nunca me mostraba lo que escribía. Apenas hablábamos de lo que escribíamos. Apenas hablábamos de cualquier cosa, solo tirábamos y nos olíamos. Bueno, yo era el que olfateaba a Mariale mientras ella olfateaba mis libros.
A todas estas, la frase no era la gran cosa. Cuando se me ocurrió, caminaba con Mariale por la ciudad y le comenté que me agradaría abrir un cuento con esa reveladora —aunque simple— frase. Que iba a escribir un cuento solo para utilizarla. Mariale había iniciado su cuento con mi ocurrencia.
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Mariale me volvió a escribir. Esta vez no fue tan telegráfica como el mail anterior. Mariale tiene un hijo. Un niño de cinco años. Se llama John Juan M. “Necesito verte para que conozcas a mi nino, dime un dia para tomarnos un cafe”, así concluía su precipitado correo sin eñes ni acentos.
No pude dormir. Pasé toda la noche preguntándome si la acusaba de plagio, pero mi hipótesis no tendría suficiente validez. Nunca he publicado nada, ni escrito algo que merezca publicarse. Y, además, de ser tomada en cuenta mi denuncia, el niño de Mariale podía quedar sin madre. Anduve pensando en cosas como esas hasta el amanecer.
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No sé cómo llamar a ese niño. Ya le preguntaría a Mariale por su decisión de darle ese nombre, a modo de resumir en el pequeño John Juan una ambigüedad nacionalista, o establecer un puente, anular una brecha. El reflejo de las vidas de Mariale aquí y allá.
El regreso de Mariale a Caracas ponía a prueba mi dignidad y mi paciencia, mi capacidad de contenerme. Desapareció como una mancha en un libro viejo y ahora llegaba como una explosión química. Yo, sin embargo, había aprendido a conocerme y tenía la certeza de que en cualquier momento le soltaría lo del plagio. O mejor: le diría a qué me dedicaba: “Mariale, como ya te habrás dado cuenta por mi chaqueta, trabajo para el Gobierno de El Escritor. Soy Censor Antiplagios. En Venezuela el plagio es penado severamente, ¿sabías?”. Después de decirle esto, su reacción la delataría.
La cita la pautamos en el restaurante frufru de mi tía madrina, Francisca Coffee, donde era beneficiado con almuerzos gratis a cambio de las correcciones que aplicaba a la débil ortografía de los publicistas contratados por mi tía madrina.
Cuando llegué, mi tía no estaba. Igualmente, ya los empleados me conocían y apenas entré me ofrecieron una mesa privilegiada y un moccacino. En la mesa vecina presencié uno de tantos eventos incómodos desde que se aprobó La Ley Antipiratería.
Un hombre vestido como cajero bancario se sentó sin pedir permiso en la mesa ocupada por otro tipo de unos cincuenta años que terminaba sus panquecas y leía algo en su celular. Con autoridad le dijo:
—Buenos días, estimado. ¿Me permite el libro que acaba de dejar de leer?
—Tómelo, es muy bueno. Ya casi lo termino.
El hombre con pinta de cajero bancario fue directo a las primeras páginas. Rápidamente sacó una cámara y le tomó una foto a la página de créditos y otra a la portada del libro. Hasta aquí todo normal. Pero, después, apuntó la cámara hacia el hombre de cincuenta años y el flash le hizo derramar su café sobre el mantel.
—¿Qué le pasa? Primero se sienta así como así y… ¿De qué se trata esto?
—ISBN ilegal… Debería darle vergüenza leer libros piratas delante de sus hijos menores de edad. Ahora no volverá a verlos hasta que cumplan 18. De igual modo, se respetarán sus derechos humanos, aunque usted no respete los derechos de autor… Acompáñenos…
—Pero, ¿qué dice? ¿Cómo sabe qué tengo hijos?
—No se haga el tonto. Si no se levanta a la cuenta de tres me veré obligado a llamar a la policía. También podemos llegar a un acuerdo… Uno…
—¿Cómo sabe que tengo hijos menores de edad?
—Por eso le digo que podemos negociar… Dos…
Los censores antipiratería son los que se están llenando los bolsillos de dinero, al contrario de los censores de mi gremio. La corrupción sigue enquistada en nuestro ADN.
***
Mariale y yo tenemos la misma edad, pero ella lucía como si acabara de cruzar a pie y sin protector solar las fronteras que nos separan de Estados Unidos. Su aroma seguía inalterable, al margen de lo físico, protegido por su piel de una catástrofe evolutiva que transformó su sangre en una solución de sales minerales. Aquella tarde la olfateé antes de verla. Tocó mis hombros desde atrás y, en lugar de saludarme, sonreía como si en sus labios se leyera la excusa dilatada por muchos años.
“Este es John Juan Mario Sanders Romero, tu hijo”. La excusa de Mariale tenía el cuerpo de un niño de cinco años, 4.8 de miopía y coeficiente intelectual de 194 puntos.
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“Un jugo tres en uno te aliviará”, dijo, e insistió en mi palidez.
Ordenamos el desayuno. En la mesa vecina, el señor cincuentón y el censor corrupto negociaban.
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Ese día transcurrió entre conversaciones de aquí y de allá, de la vida en Louisiana y de la vida en Caracas. Recuerdos varios. Silencios incómodos. Discusiones insólitas. Muchos silencios incómodos. Me llevé a John Juan Mario a casa.
Conversé con mi hijo de 5 años hasta medianoche. Yo me tomaba unas cervezas, y él, simplemente, pedía agua. Tampoco es que tenía mucha variedad de bebidas que ofrecerle de acuerdo a su edad. Me confesó que era un niño especial. Y que los niños genios necesitaban un trato y una educación especial. Que eso lo obstinaba. «Apenas abro la boca y la gente me mira raro», dijo y me pidió que le sirviera más agua helada. Después de bebérsela a fondo blanco se me quedó mirando como si ya no tuviera nada más que decir, como si se le hubieran congelado las palabras. Leyó en voz alta el relato de Alfredo Armas Alfonso impreso en la etiqueta del pote de agua. “En los de mi país nunca ponen cuentos”, dijo. Aproveché su estado de meditación y le pregunté por sus proyectos. “Ya terminé High School, pero no he decidido a cuál universidad ir”, argumentó con aires de sabio. Se lo dije, que me parecía muy sabio para su edad, incluso más que yo. Me agradeció que no lo hubiese comparado con niños índigos ni milenials. De todas maneras, añadí, tenía el resto de la infancia y casi toda la adolescencia para decidirse. Para cambiar de tema, me dijo que su mamá también escribía relatos, “ficción, fiction”.
—¿Por qué tu madre te puso ese nombre? —lo interrumpí. Se encogió de hombros.
—A decir verdad nunca se lo he preguntado. Generalmente donde vivo me llaman Little Hawk, pequeño halcón.
—¿Ese es tu apodo?
—¿Mi qué…?
—Quiero decir, el nickname…
—Antes me gustaba más como me llamaban: “Hacha que corta el viento”. Mis compañeros de clases suelen llamarme de muchas formas, y todas muy alejadas de lo que entendemos por cariño. Así me llamaban en la aldea donde vivimos.
Caí en cuenta que Mariale había ido a parar a una comuna hippie. Un destino afín para su vida disoluta.
—¿Y qué hacen allá? —pregunté fingiendo dejadez.
—Pues, lo mismo que en cualquier lugar del mundo: vivir. Solo que estamos conectados de una manera más, más…
—¿Profunda?
—Sí, eso, deeply and strongly with the natural world, como dice el líder…
Hablamos un rato más. Era probable que el niño pudiera estar inventando. Sin embargo, sentí como un eco incómodo la palabra líder. No entré en discusiones. Líderes había por doquier. Había una pandemia mundial de profetas y líderes y Estados Unidos no era la excepción. Me guardé para otro día mi pregunta “¿qué significa para ti un líder?”. El sueño me vencía. Había sido un día agitado. Un día que no había procesado del todo. Uno de esos días que recordaré siempre. Si Mariale olía a mar, yo me sentía sumergido en aguas profundas, donde la refracción de la luz disminuye. No lo tenía del todo claro. Me sentía un exiliado de mi rutina. Me sentía en una nueva densidad.
Acosté al niño en mi cama. Me fui a dormir al sofá. Ya empezaba —pese a la sorpresa— a encariñarme con él, así que existía la posibilidad de que a la mañana siguiente ya lo llamaría por sus siglas: JJM, o pequeño Johnny. Antes de dormirse, el niño me dijo que su madre le había encargado darme una carta que se encontraba en el interior de su libro de Geografía de Venezuela. Me pareció raro que este niño cargara en su maleta un voluminoso libro de nuestra geografía y, de paso, en inglés.
La carta selló mi noche con un inesperado desconcierto. Mariale me hablaba de su extraña enfermedad pulmonar y de su decisión irrevocable de no someterse a ningún tratamiento. Ha vuelto a Venezuela para morir. Entre otros detalles clínicos, me advertía que no la buscara, que cuando yo estuviera leyendo la carta ella de seguro estaría en algún punto de la carretera, viajando hacia Mérida, rumbo a la casa de sus padres. A ellos no les diría nada del asunto, solo se dejaría ir en paz, seguramente como lo profesaba el líder, The Leader.
Ahora todo apunta a que no volveré a ver a Mariale. Y se me antoja llamarla así para siempre. Sus dos nombres unidos como dos territorios que se contradicen. Mariale había regresado para morir en Venezuela y se trajo a su hijo, mi hijo, del que yo ni remota idea tenía de su existencia. Ahora entiendo la distancia del primo, las miradas indescifrables e incómodas de sus padres durante el bautizo. En los últimos tiempos, Venezuela se asociaba más a un país en el que podían asesinarte, no un país al que la gente volviera para fallecer, aún más con el precedente de haber huido de él. Mariale significaba una estadística mínima, pero reveladora; nos movía y nos hacía conscientes del territorio en el que estábamos: un parque temático del crimen que ni un Gobierno totalitario y literario podía vencer.
Cuando merendábamos en Francisca Coffee, Mariale aprovechó unos minutos en los que John Juan Mario fue al baño para tomarme de las manos como aquella vez que, antes de empezar a salir, planeamos una exposición poético-fotográfica. Sus manos eran de dedos despaciosos, certeros, con una habilidad innata de saber manipular otras mentes:
—Debo pedirte un favor. Quédate con el niño solo por un par de noches a lo sumo. Hablaré con mis padres de algo muy importante y no quiero que él esté presente. Te prometo que no te molestaré más con esto. Pasado mañana cuadramos y me entregas al niño.
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Cuando JJM roncaba —y en esto sí se igualaba a cualquier otro niño común y corriente—, revisé en los archivos de mi laptop las fotos que Mariale y yo tomamos desde la azotea de las Torres de El Silencio para la exposición que nunca hicimos. Nos conocimos en un taller de fotografía dictado en Sociología de la Central. A mí me sirvió para agudizar la mirada, entender ciertos planos de las películas y para qué servían el diafragma y el obturador. Mariale descubrió que la fotografía era una ocupación terapéutica, la ayudaba a no morderse con tanta insistencia los pellejitos de los dedos.
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En el desayuno hablé de asuntos varios con mi hijo genio. Dijo que venía de un territorio acosado por huracanes devastadores y niños terroristas. Llegamos a la conclusión de que el mundo nunca ha dejado de ser un lugar peligroso.
John Juan Mario había sido víctima de bullying. Una variante de lo que en Venezuela se conocía como chalequeo. Pero nuestro chalequeo es una nimiedad comparada con el bullying. Sería lo equivalente a comparar una caimanera de pelotica de goma con una partida de la Major League Baseball. Pero esa no era la razón por la que Mariale lo había traído consigo. Había razones más fuertes y delicadas. En la comuna hippie en la que vivía, su padre o padre adoptivo, Mr. Sanders, se metió en problemas con el Gobierno: en el backyard de una casa que le asignó el alcalde de Louisiana tenía su propio jardín botánico destinado a la producción de una nueva planta derivada de una enrevesada mezcla de otras. Se trataba de un proceso ciento por ciento natural, me aseguró el muchacho, con resultados de ensalada psicotrópica. La receta se convirtió en un furor en ese estado. Con esta confesión ya todo estaba más que claro. Mariale huyó del efecto punitivo que podía arrastrarla a la cárcel. Después de desayunar, conocí otra de las razones: un compañero de clases de John Juan Mario había llevado a la escuela el arma de fuego de su padre y había empezado a dispararle a sus compañeras, gritándoles: “¡Bitches, I’am Katrina, I’am Katrina, pleased to meet you!”.
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Durante el día estuve pensando qué hacer. Cancelé una cita con mi novia. Me excusé diciéndole que me había llegado un reporte de LUZ en la que una profesora de maestría, después de corregir los trabajos de sus estudiantes, los obligaba a publicarlos en revistas arbitradas bajo la condición de que la incluyeran como coautora del artículo. “Sí, amor, y evaluamos si se trata de plagio o extorsión. Creo que estaremos hasta tarde”, concluí. Ya era un hecho, mi vida cambiaría notablemente. También cancelé una reunión con el que fuera mi tutor en pregrado, Carlos Talavera Marcano.
Después del almuerzo, John Juan Mario me dijo que dedicaría unos minutos a ejercitarse con movimientos de ecoyoga para garantizar una digestión favorable. Yo le dije que me iría a revisar el Twitter y a trabajar, pero que luego iríamos a dar un paseo. El niño me siguió con la mirada cuando me dirigía a mi estudio, como si para iniciar su serie de ejercicios necesitaba estar completamente solo.
Antes de cerrar la puerta añadí:
—Las cosas no andan bien en el país.
—¿Qué?, ¿se viene un huracán?
—No, nada de eso. Aquí no hay huracanes.
—Entonces, ¿qué puede estar mal?
El territorio que abandonaba John Juan Mario era tan contradictorio como su madre.
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—¿Qué estás escribiendo? —me interrumpió. El niño estaba chorreado de sudor. Le dije que no estaba escribiendo escribiendo, sino más bien investigaba y leía material para luego, en unos meses o años, escribir una novela sobre un lunático que recluta a un ejército de mendigos y escorias humanas para reconquistar la Zona en Reclamación, pero, al mismo tiempo, le aclaré, es una novela que habla sobre la necesidad más importante y menos reconocida del alma humana: tener raíces.
—¡Ey! ¡Un momento! Mi progenitora publicó Zone, una novela en inglés, por supuesto.
—No sabía que tu madre había publicado algo nuevo, y mucho menos en inglés. ¿La leíste?
—Sí, claro; de hecho, tiene el mismo argumento que la tuya. Se la corregí en español y la traduje. —No creo que me acostumbre a este tipo de frases de genio. Agregó—: Mi progenitora está obsesionada con Edward Said. Últimamente todos están en mi aldea obsesionados con el tema del exilio. Si se van, si se quedan, si se regresan o si nunca vuelven. Creo que mi progenitora, al menos psíquicamente, nunca dejó este país. Me inquieta que haya olvidado que el ser humano es un animal nómada, que si bien no va al norte en verano o al sur en invierno, cada tanto tiempo hay una ola de emigrantes, desplazados, desterrados, exiliados, todos por razones distintas, pero eso corresponde a esa carga genética de marcharse del lugar en el que nacieron. Por eso las guerras, las ideologías fascistas, las persecuciones: puras excusas, en realidad es un mecanismo milenario que obliga a estos desplazamientos, en principio, caprichosos, pero no: son parte de nuestra naturaleza nómada, de un sistema secreto cuyas leyes corren por nuestras venas. Muy en el fondo sabemos que tenemos que huir. O en el caso contrario, tenemos que dominar: el ser humano es totalitario por instinto.
—¿De dónde sacaste eso?
—¡De los libros!
—¿Quieres una torta?
—Ya cumplí con mi cuota diaria de glucósidos. Preferiría algo más saludable. Agua, por ejemplo. Pero mineral en pote, de la que trae cuentos. ¿No quieres seguir hablando de esto, Mario? Sabes que hay exilio cuando todo es exilio.
—¿Por qué dijiste anoche que sería bueno tener un país?
—Porque sería bueno tener un país cuando nada fuera exilio
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Salimos a caminar por el bulevar Salvador Garmendia. Recordé aquel otro proyecto que le había comentado a María Alejandra. Volveré a llamarla así. Si es una plagiaria es posible que haya mentido acerca de su enfermedad. O, inclusive, sobre mi supuesta paternidad. Si es una plagiaria y compruebo su culpa, su integridad física y psicológica correrá peligro. Entretanto, de haber publicado mi libro sin saber que una tal novela titulada Zone existía en las librerías indies estadounidenses, habría sido yo el que hubiese corrido peligro.
Mientras caminábamos, pensé en mi tesis de pregrado por un buen rato. En principio, mi proyecto se inclinaba más hacia la creación. Una novela en la que un estudiante de Bibliotecología elabora un fichero de plagios. La novela se inicia con la celebración del final de semestre. El semestre en el que mi personaje había culminado sus créditos. El DJ, instalado en su tarima en medio de la plaza del rectorado, le da play al tema «El gorrión». Todos los asistentes abuchean al DJ. “¡Ya estamos hartos de Coldplay!”, grita una chica evidentemente borracha. El DJ, en lugar de cambiar el tema, le sube el volumen al equipo. Segundos después, se escucha la voz de Gualberto Ibarreto. La multitud estaba convencida de que se trataba de “Clocks”, hit número uno de la banda británica, cuyo inicio es casi idéntico al tema de Gualberto. Antes de terminar el primer capítulo, cambié de idea.
Tiempo después, cuando ya me había graduado y gobernaba El Gran Escritor, un profesor perteneciente a la comisión de estudios de la facultad leyó por azar mi proyecto de investigación titulado Delito en el papel. Historia del plagio literario en Venezuela, y se lo comentó a un allegado que trabajaba en Prensa Presidencial. Luego de unas llamadas dieron con mi teléfono y empecé a trabajar para el Gobierno en la creación de un nuevo departamento ministerial.
El primer plagio grande que detecté una vez que asumí este cargo, fue en un libro que me había prestado mi tutor, el profe Talavera Marcano. Sospeché que me había dejado a propósito un marcalibros And®ea justamente en el capítulo en el que se empezaba a fraguar el delito. Me refiero al voluminoso Para fijar un rostro (Notas sobre la novelística venezolana actual), muy citado durante finales del siglo XX e inicios del XXI. José Napoleón Oropeza presentó este estudio como alumno de los cursos de postgrado en el King’s College de la Universidad de Londres, bajo la supervisión de Jason Wilson. En aquel entonces tituló su tesis An Approach to the Analysis of the Structural and Thematic Problems in the Venezuelan Contemporary Novel, y la defendió el 8 de diciembre de 1981, a tiempo para degustar el pavo navideño británico sin el estrés académico. Oropeza, sin contemplaciones y cambiando una que otra palabra, se plagió a Raúl Agudo Freites; su capítulo titulado “Teresa de la Parra: la escritura y sus distintos rostros”, copia textualmente el capítulo “Teresa de la Parra o el realismo subjetivo” de Agudo Freites incluido en Del realismo romántico al realismo onírico (Ensayo sobre la narrativa venezolana) publicado en 1975, seis años antes de la defensa de la tesis. Oropeza plagia de principio a fin este ensayo, cambiando una que otra frase. Por lo pronto, después de muchos meses de pesquisas, Oropeza ya fue capturado por nuestros agentes y, burocracia mediante, se espera que en los años venideros se emita la sentencia sobre este caso.
Con el tiempo, junto a un grupo de censores antiplagios, fundé la Asocopla (Asociación Contra el Plagio), organismo que facilita las tareas a todos mis colegas. Una vez creada, comenzaron a llovernos las denuncias. Desde Mérida, una de nuestras más importantes agentes detectó un caso hace días. El plagiario fue identificado. Era nada más y nada menos que Alberto Rodríguez Carucci, que perpetró algo similar a lo realizado por José Napoleón Oropeza. Carucci, insigne y respetado profesor, colaborador en el emblemático y desaparecido libro Nación y Literatura, le plagió a un estudiante un capítulo de su tesis sobre Miliani.
Mi ascenso en el oficio de censor antiplagios comenzó de manera trepidante, pero lo que nunca imaginé es que ya yo había sido vilmente plagiado.
El plagio de María Alejandra debió haber sido de este modo durante una tarde de estudio y sexo. A uno de los tantos excaudillos le quedaba ya poco en el poder y la gente andaba nerviosa, con las hormonas a mil porque se rumoraba que todo terminaría mal:
“¡Ay!, Mario, sorry, quería escuchar a Charles Trenet. ¿No pasaste al iTunes las canciones que te envié por GMAIL?” dijo, mientras retiraba su pendrive de mi laptop. “¿Por qué no lo sacaste bien?”, le reclamé. “Igual no se daña, gruñoncito. Ven, hagámoslo aquí, en el puff”. Ya hundida y entregada, palmeó un par de veces sobre el mueble. Acercó su nariz al cuero. “Oh, Dios, ¡sí! Huele a libro nuevo”.
María Alejandra había exiliado mis palabras, mi historia, mi ADN. En tan solo unos minutos concretó su operación: extrajo información de proyectos literarios que irónicamente evocaban robos (¡la zona en reclamación, los plagios!) además de la información genética necesaria. Ambos resultados nacerían en otro país, con otra lengua y otra nacionalidad. Mi libro y mi hijo ya eran exiliados antes de escribirse y nacer.
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—¿Por qué tan callado? —me interrumpió John Juan Mario después de cruzar una calle del bulevar. No le respondí. Recordaba una y otra vez la tarde en la que María Alejandra me había plagiado por partida doble. La tarde en la que habíamos hecho a John Juan Mario.
Cuando pasábamos por el recién inaugurado Radio City, un policía nos detuvo y me interrogó por el libro que estaba leyendo actualmente. Le mostré la documentación que me acreditaba como agente antiplagios, lo que le daría a entender que leía varios libros simultáneamente pero que no terminaba ninguno por trabajo. Se disculpó y se ofreció, algo apenado, a llevarnos hasta el final del bulevar en su moto. Me negué. Cuando aún no nos habíamos alejado ni dos metros, detuvo a un sujeto con pinta de surfista. Este le respondió La metamorfosis. El policía rápidamente buscó en sus registros. Contaba con un dispositivo similar a una tablet en el que aparecían los datos de los ciudadanos lectores. “Señor José Gabriel. Aquí aparece que usted está leyendo La metamorfosis desde hace cuatro meses. ¿No cree que es un libro lo suficientemente breve y divertido como para demorarse tanto?”. El hombre arguyó que le había gustado tanto que ya lo había releído tres veces. Sonrió de manera nerviosa. “Me hace el favor de acompañarme. Los expertos le harán una comprobación de lectura”, le indicó el policía al ciudadano lector. El surfista, ya un poco desesperado, balbuceó: “Oficial, espere, he leído muchos más libros, pero de poesía. Guillermo Sucre, el poeta favorito de El Escritor”. El oficial lo miró con desprecio: “Señor, usted sabe muy bien que los poemarios no cuentan como libros, así cualquiera…”.
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—Mario, sabes, Estados Unidos siempre se anda metiendo en todo. Y allá sufrimos con las medicinas. En Louisiana nos tienen olvidados —dijo, después de unos minutos de silencio, el niño genio.
—Esto es el infierno. ¿Qué estás pensando?
—La violencia se puede acabar con políticas correctas de seguridad y una policía honesta. Pero, ¿cómo detienes un huracán? Nosotros en Louisiana no tenemos una montaña como la tuya. Fíjate, durante nuestra caminata nos hemos cruzado, tropezado o dado alcance a media docena de ciegos. Aquí no respetan a los ciegos. Ni siquiera hay líneas marcadas en las aceras para que ellos vayan y regresen. Un país que olvide a la gente que no ve, es un país que va hacia la oscuridad.
—Los ciegos no leen.
De pronto, algunas preguntas saltaron a mi mente: ¿pertenezco a lo que añoro o al lugar en el que estoy? Susan, otra tía, decía que mientras vivamos, siempre estaremos en algún sitio. Repetía una y otra vez que los pies siempre están en algún lugar plantados o corriendo. La tía Susan pensaba que las mentes, ya sea por falta de vitalidad o por la fortaleza más profunda, pueden estar en el pasado y en el presente, o en el presente y en el futuro. O simplemente aquí y allí. Pero, ¿qué ocurre cuando estos cambios se reproducen no solo en la ciudad con la que se ha crecido? Cuando estos cambios se manifiestan en aquella ciudad ajena que se ha convertido en el centro de operaciones de los recuerdos, desde el desarraigo, como le está empezando a ocurrir a mi supuesto hijo genio y extranjero.
María Alejandra con su retorcido plan me había exiliado en mi propio país. Me había sacado de mi orden y de mi rutina utilizando los productos que, con premeditación y alevosía, años atrás me arrebató.
En la noche, recibí otro e-mail de Mariale. Me informaba que sus pulmones empeoraban, pero ella estaba feliz. Aunque ya no funcionaban del todo bien, sí era capaz de apresar la enorme gama de olores que pensaba no volver a sentir dentro de su cuerpo, penetrándola como diminutos fantasmas. Entre otras cosas, me comentó que unas primas le advirtieron sobre los poderes místicos y salvadores de un chamán en La Azulita, pero que este chamán no estaba ajeno a la crisis y necesitaba ciertos ingredientes para preparar el caldo que la sanaría. En Mérida no se conseguían. Una plaga (pensé haber leído una plagia), una especie de huracán de insectos, había acabado con estos frutos en la región. Le respondí preguntándole cuáles eran precisamente esos frutos. Aún espero su respuesta.
El muchacho tuvo un ataque de mamitis cuando le preparaba mi cama. Pese a su genialidad precoz, no dejaba de ser un niño extraño que quería que su madre le untara Vick VapoRub y lo oliera.
La noche siguiente llevé al niño genio a tomar un autobús en el terminal de occidente Compañero de Viaje. Allí nos esperaría el primo ñángara de Mariale, aquel que casi me ignora en la cola de las presidenciales. Igualmente habló poco conmigo. Me saludó austeramente y se dedicó a abrazar a JJM. Antes de darse la vuelta con el niño en brazos, me miró como si observara a un cobarde que no asume su rol de padre con responsabilidad.
El niño haría su primer viaje en su nuevo país. Un pequeño exilio de no sé cuántos días. Su distanciamiento me haría pensar mejor sobre la nueva situación que se incorporaba a mi vida.
Lo vi partir. El autobús era de dos pisos y el nombre de la compañía no era del todo confiable: Peli Express. Lo primero que me venía a la cabeza eran peligros a trescientos kilómetros por hora. De todos modos, JJM ya estaba acostumbrado a luchar contra estas velocidades. Ahora tendría la oportunidad de desplazarse al ritmo de un huracán.
Cuando me alejaba del terminal, escuché una música atronadora. Un ritmo al que solo podía calificar de hard-vallenato-progresivo. Se originaba en el bar donde me emborraché por primera vez. Hoy en día el local era castigado por tiempos aciagos y putas que promovían peleas a machetazos.
Entré al local y bebí una cerveza. Se me acercó una mujer de cincuenta y pocos años. Su atuendo recordaba a Natusha en sus peores tiempos. “Bríndame un trago”, dijo. Pedí otra cerveza. “No, chico, un trago, no seas pichirre”, y siguió con otro cliente que sí tenía sus buenas horas bebiendo a juzgar por la curvatura de su columna. El perfume de la Natusha en sus peores tiempos calificaba de terrorismo aromático. Estornudé sobre la barra.
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Me desplomé en la cama. Había vivido días muy agitados. Dos días de padre de un hijo al que nunca llamé hijo y que más bien traté como a un amigo ebrio y despechado al que atapucé de agua y caminé kilómetros junto a él para sudar la resaca: en este caso una resaca de inquietudes de genio.
Acomodé una almohada debajo de mi cabeza y un libro que apareció vaya a saber de dónde me golpeó en la frente.
Se trataba del ejemplar en inglés de Geografía de Venezuela: Venezuelan Geographic. Tenía una salinidad porosa. Me sentía capaz de asirla en el aire, amonedarla como un castillo de microscópicos minerales. Finalmente, abrí el libro y lo hojeé como quien pasa las páginas de una revista de sudokus.
En el interior del volumen había un mapa desplegable del mundo entero. “El mundo y sus líderes, sus pandemias, sus plagios y plagas”, pensé. En él, varios países aparecían rodeados por un círculo rojo: Argentina, Italia, México, Puerto Rico, Canadá, España y Venezuela, que estaba rodeada por un círculo rojo más denso, como si el marcador hubiera girado sobre el país como un huracán. Justo al lado destacaba un trazado. Se leía √ en marcador azul. Dentro de cada uno de estos círculos rojos que encerraba a estos países, se repetía una palabra alfanumérica: Dad1, Dad2, Dad3, Dad4, Dad5, Dad6, Dad7 y, así, sucesivamente, por el resto del mundo.
Relato ganador de la edición 71º del Concurso Anual de Cuentos de El Nacional.
Valencia, Vadell Hermanos Editores, 1984.
El Gran Escritor ordenó quemar esta edición porque ningún colaborador del volumen cita alguno de sus libros. Este arrebato, considerado por muchos analistas como un error político, a los entendidos en la materia no nos sorprendió. Como tampoco nos sorprendió que El Gran Sabio decretara por intermedio de su gabinete de ministros adscritos al sistema de educación, la lectura obligatoria de sus obras completas distribuidas equitativamente en los pensum de enseñanza media, diversificada, técnica y profesional de las instituciones públicas y privadas de la nación. “Esto acabará con el malandraje”, dijo y firmó.
Horas antes de publicarse estas páginas, el Congreso Nacional aprobó las relecturas con un valor de un ¼ de libro, transcurridos al menos tres meses de haberlo leído por primera vez y con al menos cinco libros mediante.