En mi corazón penetra un aire
que mata desde ese país lejano
A.E. Housman
1
Un domingo soleado, Fernanda decidió que pasaríamos el año nuevo festejando en Arica. Su padre le había comprado una camioneta cuatro por cuatro por haber ingresado a la universidad y a pesar de que había chocado sólo unas semanas atrás, acepté ir sin temor. A mis dieciséis años, la vida era simple y clara: sería materia disponible con tal de que se me prometiera diversión y aventura.
También contribuían dos factores para mi decisión final. La emoción de conocer ese discreto y alargado país llamado Chile, sumada a la fascinación que sentía por el rostro encendido y alegre de Fernanda; por su pelo rizado que trazaba unas líneas curvas y terminaban en dos trenzas sobre la cabeza, como una corona de laureles. Pero sobre todo, por la suave y delicada elipse que producían sus minifaldas de jean nevado en verano. Nunca supuse que ese viaje, del que guardo buenos recuerdos y me permitió conocer a Barriguita Brown por una cuestión del azahar y la fortuna, sería el fin de nuestra amistad.
Fernanda llegaba de Miami donde había estudiado la secundaria, solía hablar de boutiques hotels, cócteles caros, spring breaks, Los Cayos, South Beach y Ocean Drive. Su diminuto álbum de fotos estaba plagado de arena blanca, camareros con cuerpo de guardaespaldas, deportivos descapotables, piscinas en los patios traseros y fachadas de casas art déco. Miami a través de Fernanda no parecía una ciudad para viejos jubilados, sino más bien un complejo turístico para gente guapa y bronceada. Ella era alegre y radiante como un niño con su primer juguete, yo en cambio un escéptico auténtico y decadente. También mi situación era otra y mi mundo muy diferente al de ella. A finales de los ochenta, Perú era un país destrozado económicamente. A principios de los noventa, me había quedado con un imagen de la década pasada que resumían la historia de mi patria, la de una lavadora.
Recuerdo haber regresado a casa después de la escuela, por aquel tiempo, las lavadoras eran casi un objeto de lujo. Mi madre tenía una antigua que parecía un cilindro y las secadoras no eran automáticas, se reducían a dos rollos por el que se tenía que introducir la ropa con la ayuda de una manivela, muy similar a las máquinas artesanales para hacer pasta. Con dificultad, asomé la cabeza dentro del aparato y ahí estaban. Sobresalía la hélice de plástico como una mariposa negra y de mal agüero. Y en el contorno, una cantidad enorme de fajos de dinero apiñados. Pensé que nadie me veía, intenté sacar unos billetes y esconderlos en el bolsillo de mi pantalón, pero la voz a mi espalda me detuvo. “Todo tuyo. Ayer se podían comprar muchas cosas con esa cantidad; hoy, con suerte, te alcanza para un caramelo,” dijo mi padre que permanecía parado debajo del marco de la puerta. Así aprendí que en ese perverso reino en el que vivía las cosas perdían valor con la misma rapidez que la velocidad de la luz en el vacío, se devaluaba todo. La moneda peruana era tan peligrosa como un ruso borracho tamborileando un arma caliente, lo único que mantenía su cuantía eran unas monedas de latón denominadas RIN, que servían única y exclusivamente para hacer llamadas telefónicas en las cabinas públicas.
Después del choque, abrir las puertas del carro de Fernanda era complicado, se debían de bajar las ventanas y palanquear desde afuera, aparte de ello, la camioneta era moderna y bien equipada. Salimos de Arequipa rumbo a Tacna a las tres de la tarde, la carretera era una serpiente negra que se abría paso sobre la tierra blanca; gran parte del paisaje eran cerros pelados que el horizonte eructaba a lo lejos. El viento entraba con fuerza y revolvía los mechones de mi cabello, me sentí como un actor de cine en la primera parte del trayecto, después escuché música un buen rato y luego me aburrí brutalmente a mitad del viaje. El camino era desértico, pero no debido a la falta de vegetación sino a la falta de gente. Muy de vez en cuando nos adelantaba un carro o veíamos aves que sobrevolaban nuestras cabezas en dirección al litoral. En algún momento del recorrido debí haberme quedado dormido, porque cuando desperté el cielo oscurecía. Fernanda bostezaba, la luz del techo palpitaba tenue y amarilla; estiré las piernas y los brazos y apagué la luz. Ella la volvió a prender. Resopló, parpadeó sin prisa, parecía esforzarse por estar despierta.
—Si tienes sueño, para y descansa. No quiero morir joven, dije.
—Si tienes ganas de vivir no digas tonterías, replicó mientras subía el volumen de la radio.
En Tacna le sugerí que estacionase el carro y se tomase una taza de café, pero ella hizo como que no me oyó.
—Vamos, tómate un café, repetí.
—Es malo para mi salud.
—Te va ayudar a despertar.
—Ya tomé mi dosis del día en el desayuno.
Muy pronto consiguió un espacio donde aparcar, entramos a un pasaje comercial, me hizo caso y pidió un americano negro con dos terrones de azúcar y luego compró unos lentes de playa Bollé. Más tarde, cruzamos los controles sin dificultad. Dos patrullas estacionadas no dejan de dar aullidos y varios policías caminan acompañados de perros hacía un camión viejo y destartalado. En seguida se borra la escena en el retrovisor y nuestro coche vuelve a trenzarse con la autopista. El motor ruge y Fernanda no suelta el pie del acelerador. Mujer al volante peligro en la curva, digo y ella baja la velocidad y sonríe.
Arica es moderna, cercada por cerros arcillosos, Atravesamos la ciudad con dirección al mar, un aire caliente invade la cabina. Por las callecitas la gente se pasea en flip flops despreocupada y divertida. Estacionamos en la explanada, frente a una discoteca enorme y moderna que se levanta desde una arena morena, morenísima, como el azúcar granulado. Fernanda inclina la cabeza hacia la puerta, parece vencida por el sueño, me pide que la despierte al cabo de una hora mientras las luces de neón de la disco golpean las lunas del vehículo.
—No vayas a festejar la llegada del año nuevo sin mí.
Veo la camioneta llena de polvo de la carretera, el parabrisas cubierto con una ligera capa de humedad; descabalgo y retrocedo unos pasos sobre la playa caliente.
—Imposible sin tu asistencia y sabiduría, digo.
2
Barriguita Brown lleva unas tenis blancas sin medias, su piel tostada brilla bajo la luna, una luna que proyecta una extraña luz y cierta sensación de tristeza. Quiero preguntarle cosas, pero es ella la que habla, sobre el amor, la historia y sobre un par de bandas de rock que le encantan. La escucho mientras bebo del pico de mi botella de cerveza. Su conocimiento sobre la cultura inglesa es impresionante; después critica a la sociedad educada. No puede haber contracultura si no hay una cultura oficial en Chile, dice. Hemos salido de la discoteca y estamos sentados en un muro, una línea divisoria entre la arena y el asfalto. A lo lejos se oye al mar dar latigazos al universo y luego arrastrar pequeñas piedrecitas a su dominio.
Apenas unas semanas después, me visita. Rento un pequeño piso en el barrio de Cayma, la propietaria me comunica que no me subirá el arriendo si la visita no pasa de tres semanas. Barriguita Brown se queda sorprendida de la simetría del volcán que se mira desde mi pieza, luego mete la mano en su mochila y saca un retrato pequeño de su padre, es una foto vieja y amarillenta. Puedo ver a un hombre de unos ojos negros intensos, no debe tener muchos más años que nosotros pero se le ve grave y eterno; lleva el cabello largo y un bigote ancho y oscuro.
—De repente desapareció. Lo dieron por desaparecido el 81, dice.
—¿Sabes por qué?
—Por ayudista.
Insiste en esa palabra, ayudista, no colaborador. Tenía cinco años y un día su padre no llegó a recogerla del kindergarten.
Esas semanas recorre las calles y plazas, en pocos días conoce Arequipa como si fuese su ciudad natal. La prefiere de noche. Es indescifrable y mágica para el extranjero, argumenta, calibra y luego juega a la niña misteriosa y mística, usa los dedos de una mano como abanico y esconde su rostro. Visitamos varios bares, toma cerveza, a veces vino, escucha música, me besa y se adormece a sí misma.
Comprendo con brevedad que debo llegar a tiempo, si no llego a la hora que pactamos su ansiedad se vuelve incontrolable. Ha hecho terapia pero los psiquiatras no han podido curarla, vomita sin parar, suda, a veces tiembla, es un lapso que puede durar poco o mucho tiempo pero siempre la deja rendida. Entiendo ahora por qué las bolsas de plástico desaparecen de mi cocina, no entiendo por qué la gente deba desaparecer en nuestros países.
Una tarde regreso al piso y Barriguita Brown no está, mi vecino me dice que la llevaron a la comisaría. Un año atrás se difundió un video del líder del grupo subversivo Sendero Luminoso, ahí se veía a un hombre bailando Zorba el Griego, rodeado de mujeres militantes, todas con un moño en la cabeza. El hombre ríe, resopla, raspa, chasquea los dedos al ritmo de la música, aplaude, sonríe, se sostiene de un pie como una garza, coquetea, torea a una de sus secuaces. El comité central lo rodea y lo festejan, todos visten de negro como en un entierro.
Cuando abordo la comisaría, Barriguita Brown está saliendo, la han interrogado dos horas por escuchar Mikis Theodorakis en el tocacassette de mi sala, le han decomisado la cinta porque esa música está relacionada con el terrorismo en mi país. Nos regresamos, ella está enojada y cuando se enoja camina delante mío. La sigo, mirando su cabello caer a la altura de su cintura, una bolsa de plástico sale del bolsillo posterior de su blueyín gastado. De pronto levanta la mano como si sostuviese dos banderillas en el aire, lista para clavarlos en el lomo de un bovino, sus Converse se paran de punta. Luego baila y da vueltas como un trompo en el centro del cosmos, la agarro y caminamos de la mano hasta que llegamos a casa.
Por la mañana, el morro de Arica parece la cabeza de un cachalote elevado y rectísimo que yace bajo un sol blanco. Barriguita Brown lleva puesta una camiseta blanca que dice: un pueblo sin memoria es un pueblo sin futuro. Buscamos a Fernanda en la explanada y la encuentro dormida en la camioneta, estoy borracho, la despierto con el sonido de la bocina eléctrica y le digo feliz año nuevo. Me llueven gritos e insultos, todo es muy borroso. En la tarde cruzo la frontera en bus, solitario y con una resaca horrible; en la carretera de vuelta navega un viento azul, algunas hojas caídas y el olor a tierra temible y ardiente.
3
Se llama Javiera, pero ella prefiere que usen el sobrenombre que le colocaron desde niña, Barriguita Brown.
—¿Cómo nos conocimos?
—Borrachos.
—Sí, pero ¿dónde?
—En una discoteca en Arica.
—Qué buena memoria tienes, dice.
Estamos en un país de Europa, me han invitado a un Festival de Literatura y Javiera se ha enterado. La luz del sol no penetra más que a un pequeño vestíbulo con paneles de roble. Una escalera de vidrio y metal sube en espiral hacia el segundo piso. El suelo tiene azulejos rojos y una alfombra persa que sigue un patrón de plantas y cortezas que parecen irse borrando por culpa del tiempo. El olor es el de una casa de campo muy antigua: a tierra y madera, a polvo y cera abrillantadora.
—Y me viste.
—Sí, bailando.
—Solía gustarme bailar.
—No eras la mejor.
—Pero…
—Había algo de fragilidad y belleza en tus movimientos.
Javiera levanta la mirada, se frota el cuello con una mano, la otra es un puño cerrado sobre su regazo. Ha envejecido, pero aún hay rastros de un rostro simétrico y atractivo.
—¿Qué bailaba?
—Sonaba un grupo chileno con bastante ira.
—Los Prisioneros, tremenda banda.
—Sí, esos. Luego preguntaste de dónde era y te dije peruano.
Me paré y comencé a caminar, esquivé un jarrón chino y llegué donde reposaba un globo terráqueo; me puse a buscar mi país, se veía tan pequeño a lado de Brasil.
—Ahora recuerdo, te expliqué que me gustaría ir a conocer Perú y dijiste que me llevarías para venderme a los caníbales. ¿Existen?
—No sé, no me he topado con ninguno.
—Dijiste que a las chicas como yo, las maceran en cerveza y se las comen.
—Eso me lo inventé.
—¿Las maceran?
—Quizás. Tu ya estabas macerada.
Ella está casada y sin hijos, lleva una vida cómoda, su esposo es un empresario chileno exitoso. Sólo se queja que puede llegar a ser muy celoso. Hablamos de la juventud; desde lejos, en otro continente, parecemos hijos de la violencia, la dictadura, el terrorismo y la corrupción. Pienso si todo eso existió para enseñarnos sobre nuestra buena fortuna, al menos sobrevivimos a todo eso. Según la Comisión de la Verdad, tanto Perú como Chile, tienen unas cifras atrerradoramente altas de muertos y desaparecidos.
Escucha mis reflexiones, interviene con inteligencia y brevedad y de cuando en cuando deja salir el humo del cigarro o sorbe de su copa de vino tinto.
—¿Sabes que me crucé con Fernanda hace unos años?
No espera respuesta, porque continúa contando las circunstancias sin ninguna pausa. Se habían encontrado en el aeropuerto de Nueva York mientras aguardaban sus vuelos, se tomaron un café y Fernanda le contó que estaba en esa ciudad para arreglar los papeles de su divorcio.
De pronto la puerta se abre y aparece un hombre gordo con traje caro. Mi marido, dice Javiera nerviosa, como si ese hombre fuese una bestia indomable al que hay que temer.
Me presenta como un agente inmobiliario, le sigo el juego, pero la verdad es que no sé como representar a un agente inmobiliario.
—Ha venido a ver la casa, dice Javiera. Pero ya sabe que no estamos interesados en venderla.
—Un momento, dice el hombre, dices que eres un agente inmobiliario. Quizá me podría decir quién es usted y a que inmobiliaria representa.
—¿Por qué?
—Cualquiera puede decir que es un agente inmobiliario y meterse en la casa.
Parece con ganas de iniciar una pelea, su rostro enrojece mientras va desatando el nudo de la corbata de forma apresurada. En pocos segundos la tira de tela queda suspendida como un animal muerto enganchado a su cuello.
—Es un buen pretexto para ver qué cosas de valor tenemos, dice.
—No seas paranoico, guatoncito, intenta calmarlo Javiera y luego cambia al idioma del país en que residen.
Pienso que me gustaría oírla en un idioma que pudiera entender, pero luego me doy cuenta que en esos caso es mejor no saber lo que sucede. El hombre se calma, deja su saco colgado en el sofá y desaparece por las escaleras en espiral sin despedirse.
Ella me saca por la cocina que da al jardín y que desemboca en una puerta trasera. La tarde se nos pone allá, lejos y de un púrpura eléctrico, nosotros desde aquí la miramos, asombrados e incrédulos. Como si el mundo intentara explicarnos algo.