Para Yoyi, por razones que no se dicen y ella sabe.
Para Virgen, supersuegra. Perdón por tomar prestada y adulterar la imagen de tu casa, que fue la mía por 4 años.
Enero. El sol de las 2:34 pm entra casi sin trabas por la ventana trasera, apenas sostenida por una torpe obra de carpintería. Los grandes clavos oxidados rajaron la madera. Solo un nailon impide que la lluvia penetre a sus anchas.
Debajo, en un librero improvisado con tablas y ladrillos, se pudren tomos que nadie lee hace décadas. Verne. Salgari. Sabatini. Dumas. Louise Mc Alcott. El Tesoro de La Juventud.
Percheros con ropa se mecen al viento como aves de rapiña jubiladas. Abrigos de piel para la nieve, un uniforme de la Alfabetización, un traje azul de El Corte Inglés de los años 50. El olor a naftalina les estropea a las polillas el festín. Cuarto trastero. Un aire acondicionado ruso que conoció mejores tiempos, desarmado. Una antediluviana bicicleta, del mismo origen, también en piezas. Tubería de 2 pulgadas, acero-níquel, varios metros. Un ventilador casero, con paletas cortadas de una plancha de duraluminio. Ladrillos. Bloques de siforex. Rodapiés de granito. Una máquina de escribir sobre la que parece haber desfilado un regimiento de tanques.
Entre tubos de luz fría polvorientos, un retrato enmarcado. Foto de familia: Hombre alto de nariz chata y pelo alisado con brillantina, traje azul, cara de asombro. Mujer en mono de mecánico, pañuelo anudado sobre el pelo rubio, nariz aguileña. Sonríe divertida: finge amenazar al hombre con un martillo, pero lo abraza. Niña de 7 años, abstraída en libro de figuritas. Mezcla del hombre y la mujer: pelo rizado y nariz fina.
Frente al antiguo cuarto de criados degradado a trastero, un baño pequeño, sin bañera ni bidet. Humedad y polvo en los azulejos. Ni toallas ni jabones. Una cuchilla de afeitar mugrienta, olvidada. En la pared, inscripciones a lápiz: Fulanito y Menganita. Esperanceja de Zutano. Iron Maiden. Scorpions en 26. Un preservativo arrugado tras la taza del inodoro rajado, sin tapa. Un vaso plástico con tres cucarachas flotando en restos de ron. Cabos de cigarros, muchos.
El pasillo. Voladizo sobre el largo cajón de aire interior del edificio. Baranda de hierro con óxido de décadas. Tendederas de alambre y caprón, pasillo fumanbulesco para los gorriones. Los pájaros anidan alto, desmoronando tenaces la piel de la pared para desnudar su osamenta de ladrillo rojo.
Otro cuarto. La cama, matrimonial. El lado derecho está hundido: el izquierdo, apenas.
La cómoda: joyero con baratijas, cosméticos, perfumes (casi todos los frascos rellenados). Espejo con fotos pegadas.
Mujer rubia de nariz fina con birrete de recién graduada. Hombre de nariz chata y cabellos con brillantina en un grueso abrigo: Moscú, Plaza Roja. La catedral de San Basilio detrás, inconfundible.
El hombre, entre muchos, en una gran sala de conferencias. Delante, en la tribuna, el Che pronuncia un discurso.
La mujer y el hombre: él con el traje azul, ella vestida de merengue nupcial. Los encajes no logran disimular del todo su abultado vientre. La pareja sonríe como si ser felices fuera obligatorio.
El hombre, más viejo; canoso, ya renunció a la brillantina. Sonrisa inmensa, smoking. Delante una ruleta, inmóvil para siempre. Detrás, en neón: Hotel-Casino Excalibur. Las Vegas.
Un librero de metal. Teoría cinematográfica. Revistas Le Cahiers du Cinema. Martí. Marx. Poesía latinoamericana.
En las paredes (empieza a descascararse la pintura):
Titón joven, filmando Memorias del Subdesarrollo.
Papel maché cagado de moscas: bastón, zapatones y bombín de Charlot, recuerdo de un Encuentro Nacional de Cineclubs.
Foto coloreada a mano en estudio: muchacha de nariz fina y rizos disimulados por complejísimo peinado. Tacones. Miriñaque. Pamela y sombrilla de encajes. Detrás, un corazón de cemento con un 15 en rojo. Ella, seria, resignada al kitsch.
En otra foto, muy distinta: Jean como segunda piel. Boticas Robin Hood. Senos insinuándose bajo T-shirt negro con las máscaras de KISS. Rizos hasta los hombros, libres. El hombre de nariz chata y pelo con brillantina la carga en sus rodillas. Cuesta reconocerlo; alguien muy travieso le pintó la cara de blanco, con una estrella negra cubriéndole un ojo: Paul Stanley, la Puta Diabólica. Se nota que no le gusta.
El cuarto es gris. Todo está como cubierto por una invisible capa de polvo. De ese que se acumula en los espacios donde no vive nadie. Aunque los limpien a menudo.
El baño intercalado. Grande, con bidet y bañera. Sobre el viejo lavabo, champú, desodorantes, varias cuchillas de afeitar. La única ventana da al pasillo. No tiene vidrio, sino una plancha de cartón-tabla mal clavada. Arriba (casa vieja, unos cinco metros de puntal) un tanque de agua de 55 galones, metálico. Reposa sobre dos tramos paralelos de tubería de acero-níquel de 2 pulgadas, con rozaduras. Como si alguien se colgara de ella a menudo, en ruda gimnasia.
En el pequeño espacio frente al baño, contra la pared, el eje de una zorra de ferrocarril con sus ruedas. Barra de pesas improvisada. Y dos mancuernas caseras, brillantes por el uso.
El último cuarto. Calaveras caninas y de carnero, pintadas de rojo, colgando de cadenas como macabros móviles. Posters de hard rock, heavy (sobre todo KISS), trash, black y doom metal aspiran a enmascarar la pintura deteriorada. Harley-Davidsons derramando sus cromados. Héroes del cómic: Judge Dredd, Lobo, Slaine. Recortes de revistas de ballet. Un afiche de Barbra Streisand. Uno de Woody Allen. Otro de la comedia musical Romance de un pirata. Y muchas fotos.
La muchacha con otras muchachas. Abrazada a algunos muchachos (predominan los de pelo largo). La muchacha, la mujer y el hombre. Muchísimas de la muchacha con el hombre. Dos o tres del hombre solo, el pelo rizado ya sin brillantina, canoso, recostado a grandes autos, ante grandes casas.
Bajo el cristal hendido de una comodita, más fotos. De la muchacha con un muchacho. Melenudo, rubio, fornido. Picado por el acné, hosco. Ojos verdes con el atractivo del abismo. En otras está solo él. Sin camisa, con el pelo en un moño, ejercitando sus músculos con el eje de ferrocarril. Arreglando la ventana del baño, martillo en alto, los clavos en la boca. Con un bajo en las manos, en un pequeño póster en blanco y negro, junto a otros cuatro melenudos. Una inscripción: CASTRARSIS en concierto-Patio de María-sábado 16 de octubre, 8:30 pm.
A la izquierda de la pequeña cómoda, una única mesita de noche. Tiene un círculo de polvo muy marcado.
En la pared, al frente, el espejo: rajadura casi de arriba a abajo, oblicua, violenta. Debajo, una lamparita destrozada. La base fue redonda.
El equipo de audio, en una esquina, huérfano de cassettes. Yacen dispersos por el suelo, como liliputienses barridos por el manotazo de un gigante.
El escaparate, rodeado por un cerco de botas y tenis de hombre y de mujer, todos muy usados. La puerta, desventrada de un puntapié, cuelga de sus goznes semiarrancados.
Un librerito. Fantasía, terror, policíaco. Un par de tomos encuadernados en piel con extraños símbolos en sus lomos. Todo por los suelos.
Un buró. Antes casi debió desaparecer bajo semanas de ropa sucia amontonada. Ahora está limpio, su carga dispersa por el piso de la habitación.
La cama: tres cuartos, colchón abollado, apoyada a la pared. A su cabecera, en el único trozo sin afiches que supera el medio metro cuadrado de extensión, trazos en óleo rojo. Pentáculos dentro de círculos. Las zephyrat hebreas. El tetragranmmaton. El abracadabra. Un tosco macho cabrío del Sabbath (según Eliphas Levi). En caligrafía pequeña: Soy humano porque tú estás. Por eso te amo como nadie amó antes ni amará después. Porque la magia de tu presencia es lo único que mantiene ahíta y dormida a mi bestia. Tu ausencia la sacaría a flote, furiosa y lacerada… y ni las mismas bestias saben cuánto daño pueden hacer cuando se sienten heridas.
Entre las almohadas, un osito de peluche, sucio de años. La sobrecama es un bulto a los pies del lecho. Enredada en sus pliegues, una caja de zapatos, aún con el papel de la tienda. Solo uno de los zapatos está dentro. Rojo, de tacón alto. Caro. Y además, una foto y varios papeles, hechos pedazos.
La foto rota es de la muchacha con otro muchacho, tomados de la mano, en algo que parece el lobby de un hotel, sonriendo, a la vez felices y furtivos. Este muchacho también usa el pelo largo, gafas, es gordo y algo mayor que la muchacha. La cartulina cromada tiene el brillo de lo reciente. Uno de los papeles rotos tiene sellos oficiales, el de Cuba y el de un país europeo. Otro es como un pequeño librito con el distintivo rojigualda de Iberia. El tercero parece una carta. El papel en que fue escrita tiene el membrete del Hotel-Casino Excalibur.
Hay otra foto intacta: el hombre de nariz ancha y pelo rizado ya canoso, abraza al muchacho melenudo, gordo y con gafas. Tiene fecha de hace una semana, y un número anotado. El comedor. Austero: mesa con cuatro sillas, aparador ornamentado con botellas de bebidas finas rellenas de agua coloreada (hay 7 y debieron ser 10). Mesita diminuta para el teléfono.
En la mesa, una mochila y el estuche del bajo. Cerrado. En la pared, tres manchas de color chorrean hasta el suelo.
En el suelo, escarcha de vidrios rotos. Portarretratos y cara de mujer rubia de nariz aguileña, hechos añicos. El otro zapato de tacón, rojo y caro, pisoteado. Dos de las sillas, cuadrúpedos volteados. Un cráneo humano, goterones de cera maculando el hueso, fragmentado como por una explosión, la cadena de la que pendió retorcida como intestino de acero. El teléfono, cangrejo muerto, amputado de su cable. En el centro del disco hay un número. El mismo anotado en la foto intacta dentro de la caja de zapatos.
En el patiñero de colores, huellas de botas y piez descalzos que giran en torno a la mesa. Hacia la cocina.
La cocina, pequeña. Refrigerador Westinghouse volcado contra la esquina, chorreando agua por la puerta entreabierta. Una caja de madera: rota, su contenido disperso. Herramientas de carpintería: serrucho, barrena, cepillo. Sin martillo. Platos rotos, ligados con los cubiertos del escurridor caído. Un bloque de madera portacuchillos casi en el borde de la meseta de formica. Hay hendiduras para seis cuchillos. Pero solo cinco hojas. Falta la más grande.
La sala, clásica: sofá y dos butacones con la tapicería raída. Paredes desnudas, un par de mesitas, paisajes kitsch.
En uno de los butacones hay dos cortes estrechos atravesando el vinil. En la pared, junto a la puerta cerrada (pero una llave con llavero de calavera cuelga de la cerradura), un desconchado reciente, como por el impacto de un objeto pesado.
Una mesita en el centro, patas arriba. El florero caído de costado aún se balancea lento, volcando la arena. Las rosas plásticas, dispersas por el suelo.
Un pequeño televisor Daewoo en una mesita de tres patas. No está conectado. La caja que lo contuvo está abierta sobre un añejo Caribe, puesto cuidadosamente en el suelo, al otro lado de la puerta del balcón.
En el marco de la puerta, a la altura de los ojos, la carne de la madera color crema asoma bajo la piel de la pintura parda. La astilla arrancada, larga, nítida, se encorva en el suelo como uña monstruosa. En una de las hojas de la puerta hay tres persianas recién rotas.
En el suelo, unos gruesos goterones rojos empiezan a coagularse. Diez centímetros más allá está el sexto cuchillo. Brillando como un pez fuera del agua, impoluto.
No hay más sangre en el suelo (que necesitaría una barrida) del balconcito. Sí pedazos de revoque, polvo de ladrillos húmedos, yeso vencido. Escasos; la mayoría cayó hacia afuera.
Por la brecha en forma de V, casi en el centro de la baranda, se ve la calle San Lázaro, tres pisos más abajo.
Rodeado de escombros, en el asfalto, bocarriba, el cerebro confundido con los cabellos rubios en exótica flor rojiamarilla, está él. Otra gran herida en la frente. Su expresión entre rabiosa, frustrada y asombrada.
Cinco metros más arriba, con la pierna izquierda atrapada y retorcida en ángulo anatómicamente imposible entre las dos ramas que detuvieron su descenso (El árbol; roble cubano, Tabeiuya Pentaphyla), colgando, está ella. Inconsciente, sangrando por la nariz y por la boca, pero viva. Con los dedos engarrotados de ambas manos aún aferra el martillo, pringoso de rojo.
Los ecos del doble grito ya empiezan a apagarse. A cuadras de distancia, una mujer madura de nariz aguileña y cabellos canosos que fueron rubios levanta la cabeza de repente, con inefable presentimiento.
Los curiosos de rigor empiezan a llegar y aglomerarse entre comentarios y suposiciones, sin saber todavía qué ocurrió.
Un Tico rojo de Havanautos ha frenado en la esquina. El chofer, un muchacho de pelo largo, gordo y con gafas, se está bajando. Lleva un maletín en bandolera y un ramo de rosas en la mano. Tiene la boca abierta, parpadea.
Dos boinas negras de la Brigada Especial cruzan la calle. Uno habla por su walkie-talkie.
Son las 2:34 pm de un día de enero, y aún es pronto para que la sirena que se escucha a lo lejos sea la del patrullero, o siquiera la de la ambulancia.
19 de enero de 1999