Para Milena, ars brevis magister.
El portazo suena como un disparo. Con expresión vacía y ojos aguados, Julia se queda mirando la hoja de madera contrachapada estremecida por el golpe, durante largos segundos. Luego se levanta, y con mano todavía más temblorosa que la puerta, da vuelta a la llave y pasa los dos pestillos.
La madre jugueteando con los pestillos mientras grita estentórea, con las venas del cuello hinchadas hasta casi reventar: “¡Perra malagradecida! ¿No te importan todas las palancas que tuve que mover para que lo único que te hicieran fuese cambiarte de escuela…?¿Cómo se te ocurre siquiera pensar esa estupidez! ¡Ir al entierro de esa puerca cabecirapada, con todo el daño que te ha hecho! ¡Soy yo la que debería ir, para escupirle la cara a su madre… porque, digan lo que digan, yo me la corto que esa pelona cochina fue la que te pervirtió, que la idea fue de ella, porque tú eres demasiado monga, siempre lo has sido. Pero ¿que vayas tú? ¡Ni loca! ¡Sobre mi cadáver! Aquí te quedas, hasta que yo me acuerde… Es más; te advierto desde ahora: como nada más se te ocurra llamar por teléfono, te juro por lo más sagrado que te mato a golpes, cabrona! Dios, qué castigo, qué vergüenza… y óyeme bien, chiquilla equivocada, si hay que mudarse para Santiago de Cuba nos mudamos, cualquier cosa, con tal de no tener que aguantarle a ninguna de esas vecinas lengüilargas que me diga en mi propia cara que mi hija es una de esas… ¡primero muerta ¿oíste? Y tú también; primero verte muerta y bien muerta antes que…”
Julia camina hasta el baño, con el frío del piso acariciándole los pies descalzos. Alza la tapa del inodoro y con el mismo ímpetu, sin dudar, mete las manos, aunque arrugue la nariz ante la penetrante fetidez de un día entero sin agua para descargar. Controlando el asco, sus dedos hurgan pacientes en la mezcla semilíquida de mierda y orines viejos, rescatando de sus profundidades algo que parece muy delicado o muy valioso, a juzgar por el cuidado con que trata cada pedazo… pequeños pedazos de papel de bordes irregulares, como si alguien muy furioso los hubiese roto, muchas veces. El agua sucia ha diluido parcialmente la tinta en los fragmentos, emborronando sin remedio las palabras, y ni siquiera están todos, pero ella tampoco necesita leerlos; el mensaje está tatuado, sílaba por sílaba, en su memoria.
“Querida Julia:
Cuando leas esto ya no estaré. No llores por mí. Hoy mi madre me entró a golpes como si fuera una criminal, una ladrona, una asesina o una drogadicta. Me hizo daño, mucho. No quiero que me veas así. No quiero que nadie me vea así, no quiero vivir en un mundo así. Nadie entiende nada, y lo único que saben hacer es condenar. Y yo ya me cansé de que todos me señalen con el dedo y murmuren, murmuren, murmuren siempre. Ojalá pudiera gritarles que no lo hicieran, volverme sorda, o invisible, o muy chiquitica, o irme lejos, a Kuala Lumpur, a la Luna, a Marte o a Miércoles, ¿te acuerdas? Donde no tuviera que ver ni oír a nadie. Pero, viajar, ja… aquí hasta los sueños son limitados. La única libertad que tenemos es la de decidir cuándo y cómo partir para el último viaje, el sin regreso. No te sientas culpable. Me despido de ti… por desgracia, esta vez no es un hasta luego, como cada sábado cuando salíamos de pase, sino un adiós.
Adiós, Julia. Te quiero, y te querré siempre.
Tu Amalia”
Las manos tiemblan, pero no lo bastante como para impedir que los pequeños fragmentos de papel empapados que menos de una hora antes fueron carta, sean llevados uno a uno hasta la boca, que los mastica y traga, con lenta deliberación. Julia intenta eructar como hacía su amiga, pero no lo logra, y sonríe triste, entornando los ojos para acariciar el recuerdo de lo feliz que iba siendo aquella noche, antes de que todo se hundiera…
Madrugada. Las dos adolescentes riéndose en el sitio de siempre, bajo los cimientos de los albergues. Su lugar secreto, su refugio, donde creen que nadie las puede encontrar. Y allí, libres, juntas, se ríen y cuchichean de ropa, de artistas de cine, de cantantes, de novios, de tarros y de otras mil cosas de mujeres. Sentadas ambas sobre una vieja frazada, con las piernas entrelazadas, libres de la tortura de las medias hasta la rodilla y los horrendos colegiales corte bajo que yacen sobre una piedra, como la patética pelleja abandonada de una serpiente que acabara de mudar. Las dos blusas y las sayas-shorts del uniforme, con su odioso azul, también pulcramente dobladas en un ángulo de la colcha. Una de las dos muchachas, la trigueña, aún conserva su ropa interior, y la rubia se burla de ella desde lo orondo de su propia desnudez. Comparten contentas un opíparo festín: pan comprado en el pueblo cercano con lascas de queso robado del comedor por los varones. La fruta prohibida es siempre la más jugosa. Amalia eructa ruidosamente, varias veces, haciendo reír a Julia con su falta de educación.
Entonces se oyen los pasos y el rayo errático de una linterna corta las tinieblas. Con reflejos de presa sorprendida, y ya sin tiempo para ocultarse o huir, ambas callan, se inmovilizan y cierran los ojos, como si no al no ver el peligro el peligro pudiera también pasarlas por alto. Pasan segundos, y el resuello de una respiración cercana, muy cercana las convence de que esta vez no ha funcionado. Y cuando vuelven a abrir los párpados, frente a ellas está el rostro gordo y bigotudo de Esteban, el mulato subdirector de Vida Interna de la escuela, que las mira boquiabierto, casi más asustado que ellas mismas, con la lujuria y el asco y el deseo y el sentido del deber y la intolerancia puras luchando en sus pupilas… hasta que, triunfantes los últimos, se lleva a los labios el silbato que le cuelga del cuello para soplar con todas sus fuerzas. Y ellas sienten como si cada pitido amputase un pedazo de sus vidas, y su mundo se hunde sin remedio cuando el resto del universo les cae encima.
Julia se alza y se enfrenta al espejo. El rostro amoratado de llanto es como una herida en el vidrio reflectante. Aparta la imagen abriendo la puerta del botiquín para sacar las tijeras. Las hojas no están muy afiladas, pero ella insiste, con todas sus fuerzas; un mechón, otro, y otro más. Los bucles amputados van cayendo como copos de una imposible nieve oscura sobre el lavabo, sobre sus pies descalzos, pero ella sigue cortando sin importarle, con rabia. Hasta que de lo que fuera una espléndida melena rizada y color ala de cuervo apenas si quedan dos o tres pelusas cubriendo el cráneo casi desnudo…
“No te vires todavía… te tengo una sorpresita”. “Tú y tus sorpresas… deja la majomía, que el turno de Marxismo empieza dentro de media hora… dale, anda ¿ya puedo mirar?”. “Ya… ¿qué te parece?, ¿verdad que me queda bien?
El cabello rubio natural, desde el primer día la envidia de todas las muchachas del albergue, ya no está. La piel lisa, extrañamente pálida, en la que resaltan las venas junto con uno o dos arañazos, como inflingidos por una navaja filosa empuñada por mano torpe aunque decidida. El efecto, sin embargo, es tremendamente sexy, quizás por los grandes ojos verdes que ahora resaltan más que nunca, libres de la competencia de la rubia melena.
“¿Te volviste loca? ¡Afeitarte la cabeza! Nadie usa ese pelado, pareces un macho. Esteban va a decir que es diversionismo ideológico y te va a…” “¿A qué? A los varones pueden pelarlos a la fuerza si quieren, una melena se demora su tiempo en crecer. Pero a mí nadie me puede obligar a que me crezca, ¿no?”. “Amalia, tú estás loca como una chiva… ¿por qué?” “Sí, loca, loca por ti, y tú también estás loca, y loca me gustas. Ven ¿no quieres hacer locuras con tu loca?” “Aparta, que pareces un macho…no me acostumbro” “¿Un macho? Mejor… quiero ser tu macho. Tu macho-loca. ¿No te gusta? Anda, ven…”
La lengua, torpe como tras siglos de silencio, pronuncia sílaba por sílaba: —Macho loca— y Julia mirándose muy seria en el espejo mientras lo dice. –Macho loca, macho loca, macho loca— repite varias veces, y con cada una se zafa un botón de la camisa de cuadros, sin dejar de mirarse. Los senos, pequeños pero de pezones grandes y oscuros, se le abren un poco hacia los costados cuando los libera de la opresión de la prenda masculina.
Las manos de Amalia, torpes pero decididas, enredándose en los botones diminutos de la blusa azul del uniforme de la amiga. “¿Y si viene alguien”, pregunta aún Julia, mirando a todas partes, estremecida por el miedo, la vergüenza y algo que no sabe muy bien lo que es, pero que no le resulta del todo desagradable. “Aquí no baja nadie por lo menos desde la última visita de Brezhnev, este lugar nada más que lo limpian cuando tiene alguien grande”, trata de tranquilizarla Amalia, los dedos ya forcejeando con el ajustador. “No… no, eso no”, se encoge y retrocede Julia, cubriéndose con las manos. “En fin, niña ¿tú quieres o no, en qué quedamos?”, la mira de hito en hito la rubia, deteniéndose. La trigueña no responde, pero deja caer las manos y cierra los ojos, dejándola hacer. El sostén cae al suelo, y los senos quedan libres, piel clara enmarcado por el bronceado del contorno de la trusa, en bello contraste. “Quiero verte las tuyas”, se escucha decir Julia con una voz que no es suya, sino de alguien más ronco y decidido, y sabe que si pudiera mirarse al espejo en ese momento vería su cara roja como un tomate, como siempre que se emociona, se altera, se apena… o todo junto.
“Ni hablar”. Amalia retrocede un paso y se queda mirándola, con los brazos en jarras y las piernas ligeramente separadas. Julia envidia por un instante de baja estatura; casi no tiene que inclinarse, mientras que a ella empieza a dolerle la espalda de tanto estar encorvada. “¿Cómo que ni hablar?”. “Como lo oíste. Que no tengo la menor intención de quitarme la blusa”, repite la rubita, con un tono que es a la vez pícaro y categórico. “Pero, yo pensé que…”, empieza a decir Julia, toda tímida. Amalia la corta, guiñándole un ojo: “No te preocupes, que si lo que quieres es mirar, te voy a dejar mirar… fíjate”.
Debía de tener ya abiertos los botones, porque casi antes de que la trigueña pueda entender lo que hace su amiga ya está sacando una pierna de la saya short. Y cuando saca la otra Julia se da cuenta de que no lleva nada debajo…
“Muchacha, se te van a salir los ojos”. Amalia sorprende la mirada de la otra y avanza sonriendo, con un contoneo copiado de Gilda. “¿Te gusta? Ya desde chiquitica no me gustaba usar nada debajo por el calor…”, las pupilas de Julia, de tan fijas, parecen engarzadas en la negrura del matorral íntimo de su amiga. Alcanza a pensar en lo raro que es que, siendo tan rubia, tenga tan trigueño el pelo ahí…
“Además”, la mano cayendo como al descuido entre los muslos desnudos “como la semana pasada estuviste de pase por la conjuntivitis, y te extrañé tanto”, los dedos deslizándose arriba y abajo, casi inconscientemente “tantas noches durmiendo sola, y daba vueltas, y vueltas, hasta que me ponía a acordarme de ti y para dormirme tenía que… ya sabes…”, la suave, húmeda carne sonrosada se deja adivinar tras el bosquecillo rizado, cuando Amalia abre un poco más las piernas: “ y, ya ves… se me peló”, pese al tono infantil de sus palabras, no hay nada de ingenuo ni de inocente en los movimientos de la rubiecita; su aproximación a Julia tiene la misma deliberada inexorabilidad de una cobra acercándose a un pajarillo.
La trigueña empieza a temblar, como si leves corrientes eléctricas se persiguieran bajo su piel, a medida que la distancia entre el pubis de Amalia y su rostro se reduce. “Mira, todavía la tengo malita… me hice yaya grande”, la rubiecita apoya las manos en los trémulos hombros de su amiga, que siente dilatársele la nariz y arderle las mejillas cuando el acre aroma almizclado se le cuela en la pitituaria. “¿No vas a darle besitos para que se cure?”. Amalia sigue adelantándose y Julia, aunque sin rechazar la fruta madura que se le ofrece, se va recostando hacia atrás como si la temiese. “Así, así”, musita Amalia, ya sin pretenderse niña, cuando su sexo y los labios de Julia al fin se encuentran. “Una niñita buena”, la lengua de Julia trepidando sedienta “una buena, complaciente, sucia, buena puta” las caderas de Amalia ondulando, y a Julia le gusta lo que le dice, lo que hace, lo que le hacen, pero también le da vergüenza… y por eso mismo le gusta aún más.
El tapón un solitario punto negro en la blanca porcelana. Sin descargar el inmundo inodoro, la desnuda Julia vierte cubo tras cubo en la gran bañera, hasta llenarla, sin importarle que para ello deba vaciar el depósito que contiene toda la reserva de la semana. Y cuando el agua llega casi al borde, abre el botiquín y busca y busca, con dedos torpes, volcando frasco tras frasco de pintura de uñas, hasta que encuentra…
Amalia y Julia pintándose mutuamente las uñas de los pies en la litera de la primera, la mejor del primer cubículo, la de arriba junto a la ventana. La rubita, en short y camiseta, escucha embobada a la trigueña que, más conservadora y en bata de casa, le cuenta el libro que se acaba de leer: Satiricón, de Petronio Arbitro. Ante el entusiasmo de su amiga, Amalia, que nunca ha leído más que novelitas rosas, llega al punto de pedirle que le preste el libro cuando lo termine, y Julia se le queda mirando a los ojos un instante. Amalia le sostiene la mirada hasta que ambas, entre aturdidas e incómodas, la desvían al unísono.
Las manos tan poco hábiles que parecen ajenas liberando el objeto de su envoltura de papel. Leningrad. Razor Blades. S(a)tainless Steel. Made in USSR. Julia entra en la bañadera con un paso largo y brusco, haciendo desbordarse el agua sobre los mosaicos del baño. El oblongo brillo metálico aferrado entre los dedos de uñas comidas de su mano derecha como aferraría un creyente en peligro de muerte un crucifijo.
La prueba intrasemestral de Química orgánica, el silencio en el aula, y la profesora Alina paseándose arriba y abajo entre los pupitres, dictadora indiscutible e implacable del incomprensible reino de alcanos, alquenos y alquinos. Julia lee otra vez la pregunta: ¿La molécula del propano? Justo lo que no se estudió, ¿era la de un carbono…? No, no puede ser, esa es butano… ¿La de dos o la de tres, entonces? Mira en derredor, desesperada, royendo el lápiz…. Si creyera en dios, ahora le rezaría un Padrenuestro, un Avemaría, o mil, o cien mil, con tal de recordar ese maldito, insignificante detalle que puede sin embargo echar a perder su promedio de 100. Los ojos de la profesora, incansables patrulleros, encuentran los suyos y la obligan a bajar la vista… hasta que sus pupilas topan con las de Amalia, que parecen sonreírle desde la fila de al lado. Julia se aferra a la promesa de esa sonrisa como un náufrago a una tabla, estremecida. Amalia no tiene fama de inteligente ni de estudiosa, pero tampoco sale tan mal en los exámenes. Además, después de aquella noche ¿quién sabe? Tal vez ella, agradecida… La respuesta y el alivio llegan juntas, al levantarse lentamente la rubita el tachón delantero de su short saya, revelando debajo, escritos con pluma negra sobre el desnudo muslo derecho, los nombres de los hidrocarburos con su número de carbonos al lado. Propano, tres. Y una aliviadísima Julia, cuando la cancerbera Alina da la vuelta, le tira un beso a Amalia, que vuelve a guiñarle el ojo. Buena muchacha… agradecida, por lo menos. Podría ser una buena amiga, y a Julia no le sobran las buenas amigas.
El frío del agua engallinando la piel de Julia. Algunos pelos que, aunque ya cortados, habían quedado adheridos a la piel de su cráneo se liberan ahora, retorciéndose como diminutas serpientes marinas a medida que van tocando el líquido. La cuchilla en la mano derecha, soldada a la presa del pulgar y el índice. Julia se deja deslizar hacia atrás, hasta que solo su nariz y sus ojos quedan fuera del agua, y entonces cierra los párpados con todas sus fuerzas.
Aunque se tape y cierre los ojos, no puede ignorar que están ahí. La noche del miércoles, la única de la semana en que la instructora de pre no duerme en el albergue de séptimo grado, es la que aprovechan siempre los varones de octavo y noveno que tienen novias allí para venir a visitarlas. Julia los ve pasar como sombras furtivas, arrebujada en su colcha, y ahora se tapa hasta las orejas como tratando de no escuchar las risas y los jadeos que vienen luego. Odia y espera estas noches. Y a las muchachas que reciben las visitas, aunque de día sea la primera en dedicarles susurrando la terrible palabra de cuatro letras que tanto estigmatiza a una mujer, de noche no solo las odia y desprecia, sino que también las envidia. Nadie nunca ha venido de madrugada a su litera, ni nadie vendrá nunca… no porque sea fea, que no lo es, sino porque ella es la tragalibros oficial del grupo 1 y del albergue A-2, y a las abelarditas nadie las mira ni se atreve a tomarse mucha confianza con ellas… muchas, además de estudiosas, también son chivatas…
Lo malo es que ella, que no sería capaz de delatar nunca a nadie, está tan sola…
Unos sollozos apagados cortan los tristes pensamientos de Julia, y con ese sentido de ecolocalización casi quiróptero que solo se adquiere después de pasar meses y meses en un albergue y de conocer hasta el tono del ronquido de cada una, lo identifica al punto: es Amalia, la rubita del pelo largo que se le presentó el primer día, la que está con Lester, ese nadador de noveno que está buenísimo. Ella llora cada vez más alto, y la voz del varón se alza sobre sus gemidos, abriéndose en un torrente de malas palabras que solo corta el imperativo siseo de otro, preocupado de que los oiga la guardia de recorrido.
Lester se va, dando un piñazo en la pared y aún susurrando malas palabras, pero el llanto continúa. Y sin saber muy bien cómo ni por qué, Julia se descubre saltando de su cama hasta la de Amalia, abrazándola con un maternalismo que solo le concede su mayor estatura, consolándola en su llorar. Lester la ha dejado, porque ella no quería, no todavía, necesita tiempo, estar segura, sería la primera vez, pero como él ya es un hombre, los hombres solo buscan eso, no piensan en nada más, todos son iguales… Julia la acaricia, sin palabras, ajena a su tragedia pero no a la reconfortante aunque extraña sensación de su cabeza recostada sobre su seno adolescente, de sus lágrimas mojándole la bata de casa, de ese cuerpecito que busca confundirse con el suyo, como un animalito asustado necesitado de protección. Sí, ella también está tan sola en esta beca, lejos de su casa, obligada a compartir cada minuto del día con gente que hace dos meses nunca había visto, sin un solo minuto de privacidad hasta que apagan la luz…
Y acariciándose sin pensarlo, se duermen juntas. Nada extraño, tampoco. En el albergue de las hembras de séptimo grado, muchas aún temen a la oscuridad, y prefieren no dormir solas.
Julia abre los ojos, como renaciendo a una decisión irrevocable. Despacio, con implacable deliberación, el filo traza su indeleble caligrama rojo sobre la muñeca izquierda, y el agua comienza a teñirse de escarlata. Luego, la misma operación, cambiando apenas de mano el instrumento cortante, se repite sobre la muñeca opuesta. —Como Petronio— murmura la muchacha, mientras sus dedos sueltan la hoja de afeitar, que cae planeando lentamente y dejando un rastro rojizo a través del agua, hasta reposar sobre el fondo. Dos chorros de humo líquido y rojo brotan de las abiertas venas, enturbiando más el agua, segundo tras segundo, minuto tras minuto…
Pasan los segundos, se convierten en minutos y nadie se acerca a saludarla. ¿Con que enseguida haría amistades? Los adultos nunca entienden nada…
Julia está sola y apartada, casi parapetada detrás de los dos maletines llenos de todas las cosas que mamá superpreocupada y sobreprotectora piensa que podrán hacerle falta en la Lenin a su pobrecita niña, que nunca ha ido sola ni a Tarará: mosquitero, hornilla para calentar el agua, una cazuela para lo mismo, frazadas extra, secador eléctrico de pelo… la mar en coche.
Pese a que su cabeza sobresale por encima de todas las niñas de su edad, Julia está asustada, pero no se atreve ni siquiera a reconocer su propio miedo. A cada momento se siente más y más ridícula, comparando su monstruoso cargamento con las ligeras mochilas de las demás, a las que mira de reojo tratando de adivinar quiénes serán, de qué barrio, de qué escuela, cómo será vivir cinco días a la semana con ellas. Una rubia bajita de pelo largo que también carga con un maletín inmenso se le acerca, tímida, –Hola… parece que las dos trajimos demasiada cosas, ¿no? Qué papelazo para empezar. Yo soy Amalia, ¿y tú?
Julia se siente muy tranquila, menos triste, casi feliz en su recuerdo, cuando cierra de nuevo los ojos, lenta, definitivamente.—Amalia— susurra, y luego nada más.
4 de marzo de 2003