En nuestra última conversación vía Facebook, el escritor chileno Pedro Lemebel (1952-2015) me envió una fotografía. En ella aparece el Jonathan, un amante furtivo que tuvo en su paso por el Carnaval Internacional de Las Artes, un evento multicultural que se hace desde hace once años en Barranquilla —ciudad portuaria del Caribe Colombiano— y que dirige el afamado periodista y escritor Heriberto Fiorillo, director de la Fundación La Cueva, entidad que salvaguarda y difunde el legado del Grupo Barranquilla, logia intelectual de la que formaron parte artistas como Álvaro Cepeda Samudio, Alejandro Obregón y Gabriel García Márquez.
—No compartas la foto, advirtió Lemebel.
No era nada del otro mundo. En ésta, el Jonathan aparecía sosteniendo un revólver cuya punta se acercaba eróticamente hasta la comisura de sus labios. Lemebel había incluido su fugaz historia de amor en uno de sus últimos libros, titulado Háblame de amores (2012); a una crónica la llamó “Luna de Barranquilla que me hiciste sangrar”, en ella contaba álgidos detalles de su paso por la ciudad, una aventura que incluyó botellas de ron Havana, bebidas junto a Xiomara Rosa (famoso travesti barranquillero) y este servidor, y un encuentro con el escritor Fernando Vallejo con quien tuvo que disputarse los encantos juveniles del Jonathan quien, al final de la partida, decidió quedarse con Lemebel. “Si sabes algo de Jonathan, me avisas. Ahora estoy cansado, prima, nos hablamos luego”, fueron sus últimas palabras. Un mes después, el 23 de enero de 2015, el autor más irreverente de Chile murió víctima de un implacable cáncer de laringe.
“Mi felicidad fue mi metro cuadrado de miseria”, me dijo en más de una ocasión. Pedro Lemebel nació en el Zanjón de la Aguada, una de las zonas más deprimidas de Santiago de Chile, la felicidad de aquel mundo precario está consignada en “Mi primer embarazo tubario”, un texto incluido en su libro de crónicas de 2013, bautizado con el mismo nombre del lugar que lo vio nacer.
“¿Sabías que quedé embarazado muy chico?”, me preguntó Lemebel en la terraza de una de las cabañas del hotel El Prado, donde se le hospedó en su visita de cuatro días a Barranquilla. Conocía todo sobre él, había leído gran parte de su obra, tenerlo en persona era un lujo que pocos podían darse. Todos hablaban del carácter volátil del escritor, famosos eran sus desplantes a periodistas de prensa y televisión. Sus escándalos atizados por su afición al alcohol eran titulares de la prensa chilena: Lemebel volteando la mesa en un banquete en la provincia chilena de San Felipe debido a la presencia de algún personaje de la ultraderecha, Lemebel de tacones rojos y maquillaje leyendo un manifiesto en una reunión del partido comunista de su país, Lemebel en televisión nacional fumando y bebiendo, pálido y calvo como un Nosferatu queer, Lemebel desenterrando en sus crónicas a los muertos de la dictadura y poniéndolos en cara de sus verdugos.
El increíble embarazo tubario consistió en que, estando muy pequeño, se fue hasta un charco de agua estancada del cual bebió un sorbo. A los pocos días, ardiendo en fiebre y con la barriga hinchada, fue llevado a un puesto de salud donde el médico de turno se sorprendió al escuchar con su estetoscopio algo que se movía dentro de su vientre.
“¡Tenía un guarasapo en la guatita!”. Los estudiantes en Harvard me preguntaban si eso era realismo mágico, ¿puedes creer? Comentó Lemebel ante mi fingido asombro.
Este ejemplo de crónica nos muestra a un autor que incubó desde niño el origen de su literatura. Lemebel fue la voz de los desamparados, de las prostitutas, de los chicos del bajo mundo, de los desempleados, de los travestis, de los seropositivos. Su escritura, que muchos tildan de barroca, es más barrosa, como él mismo declaraba. El escritor exhibía su estilo literario como una mancha indeleble que provocaba el escozor de sus detractores y la pasión desmedida de su público fiel.
Esta cara aindiada es una venganza, me dijo bajo los efectos del ron, aquella tarde ensopada de Barranquilla. Tarde que se nos fue bebiendo y esnifando coca mientras preparábamos nuestra presentación en aquel inolvidable Carnaval de las Artes de 2008.
En un par de hojas en blanco, al final de su libro Adiós Mariquita linda (2004), Pedro anotaba el orden de los temas que trataríamos a la noche siguiente: la dictadura, las Yeguas del Apocalipsis, Roberto Bolaño, su novela Tengo miedo torero, entre otros. Escribía con su letra peculiar el orden de los asuntos que, más que caligrafía, parecían un profuso jardín de secretas emociones.
A finales de la década de los setenta, Pedro Lemebel egresaba como profesor en Artes Plásticas de la Universidad de Chile. En los ochenta ejerce como docente en algunas escuelas periféricas de Santiago, entidades de donde sale expulsado por su visible homosexualidad. “La rabia es la tinta de mi escritura”, repetiría durante toda su vida. El bullying en su vida fue una constante, lo deja claro en el manifiesto que escribió en 1986, momento épico cuando confronta a la izquierda chilena haciendo mil interrogantes, poniendo en vergüenza la doble moral de su sociedad:
“No soy Pasolini pidiendo explicaciones
No soy Ginsberg expulsado de Cuba
No soy un marica disfrazado de poeta
No necesito disfraz
Aquí está mi cara
Hablo por mi diferencia
Defiendo lo que soy
Y no soy tan raro
Me apesta la injusticia
Y sospecho de esta cueca democrática
Pero no me hable del proletariado
Porque ser pobre y maricón es peor
Hay que ser ácido para soportarlo
Es darle un rodeo a los machitos de la esquina
Es un padre que te odia
Porque al hijo se le dobla la patita
Es tener una madre de manos tajeadas por el cloro
Envejecidas de limpieza
Acunándote de enfermo
Por malas costumbres
Por mala suerte
Como la dictadura
Peor que la dictadura
Porque la dictadura pasa
Y viene la democracia
Y detrasito el socialismo
¿Y entonces?
¿Qué harán con nosotros compañero?
¿Nos amarrarán de las trenzas en fardos
con destino a un sidario cubano?”
El tema de la expulsión de aquellas escuelas era algo de lo que nunca se repuso. Me pidió omitir este tópico en la charla que tendríamos. Crónicas suyas como “Me siguen gustando los estudiantes” o “Ronald Wood”, muestran a ese Lemebel comprometido con las causas de cambio, allí nos narra con esperanza cómo las juventudes menos favorecidas son las que más compromiso ejercen dentro de la lucha social y popular así les cueste la vida, como a Ronald Wood, alumno de Lemebel, quien muere en uno de los tantos asesinatos impunes cometidos durante la dictadura de Pinochet.
“Deja de tomarme tantas fotos”, dijo mirándome fijamente a los ojos. Mejor fumemos, propuso abriendo un paquete de Marlboro. En eso llegó la Xiomara Rosa, mi leal amigo travesti que me había acompañado a buscarle al aeropuerto y con quien Pedro hizo gran empatía. Xiomara apareció con una pollera azul turquesa, parecía una ráfaga de viento perfumado que nos traía el atardecer ya cayendo.
—¡Qué bella te ves, prima!, comentó Lemebel.
—Majestad, honor que me hace, respondió coqueta la Xiomi, y luego le extendió un paquete que traía en su mano.
Eran unos tacones dorados de 20 centímetros que le traía de obsequio al autor, quien los sacó de su empaque y no dudó en calzarlos y dar unos pasos magistrales frente a nosotros.
—¡Regia! Dijo Xiomara.
—Chicas, espero que haya más que tacones, jale y ron para esta vieja, comentó Lemebel.
Y claro que teníamos mucho más para él: el Jonathan.
Las mujeres, ya fuesen trans o cisgénero, fueron parte fundamental en la vida del autor. A inicios de la década de los ochenta, Lemebel empieza su acercamiento al mundo de las letras al formar parte de talleres literarios y al ganar un concurso de relatos que le permitiría formar parte de una antología, la cual reunía a varios noveles representantes del género. En esos años, se adhiere a un grupo de escritoras feministas chilenas como las hoy consagradas Damiela Eltit o Pía Barros. A lo largo de su carrera artística, bien fue conocida su íntima amistad con Gladys Marín, directora del Partido Comunista Chileno y pieza clave en la mirada feminista de muchas de sus crónicas. Sin embargo, quizá fue Violeta Lemebel, su madre, la figura más representativa en la vida del escritor. La muerte de su progenitora llegó en un momento en que su obra era reconocida y se vendía bien en Chile y otros países de habla hispana, instantes en que una fama mediática e inusitada lo tenía en las páginas de los diarios internacionales.
“No me quedó ni un pelo”, me dijo Pedro en la intimidad de su habitación, ese día de nuestro encuentro en el hotel. Su cabeza estaba totalmente calva, y, en ella, unas visibles y tremendas cicatrices de un fallido injerto de cabello. Después de morir su madre, perdió su hermosa cabellera negra. Fue una de sus épocas más oscuras: por un lado, el dinero fluía a borbotones, vivía en un sector importante de Santiago, todo el mundo quería tenerlo cerca, y por el otro, había perdido lo más amado. “Un plumazo funerario se llevó mi vida”, escribió Lemebel sobre el deceso de Violeta. Se hundió en el alcohol por aquel tiempo, aun así no paraba de escribir. Posterior al éxito de su novela Tengo miedo torero, publicó Zanjón de la Aguada, Adiós Mariquita linda, Serenata Cafiola y Háblame de amores. En 2011 se le diagnosticó cáncer de Laringe.
Domingo 28 de enero de 2008
—¿Fumando tan temprano, prima?
—La muerte no conoce horarios, prima, respondió Lemebel.
Estaba vestido con una blusa negra, sudadera y tenis converse. Una pañoleta roja con calaveritas impresas completaba su look mañanero, un abanico de encaje blanco reposaba sobre la mesita de la terraza.
—Tengo ron en el cuarto, sírvete dos vasos. Luego se refrescó un poco con el abanico, aquel con el que saldría en Gatopardo, en aquella crónica tan discutida y que lo llenó de rabia con el autor chileno Oscar Contardo.
Aquella mañana ron y Marlboros fueron nuestro desayuno. Propuse a Lemebel iniciar la charla hablando de las Yeguas del Apocalipsis, el grupo de performance que fundó junto a Francisco Casas a finales de los ochenta, y cuyas puestas en escena se hicieron célebres en aquellos oscuros años dictatoriales en Chile: entierros en cal, incursiones a eventos públicos donde terminaban robando besos a escritores y figuras de la política, paseos a lomo de yegua sin más ropa encima que la piel, bailes autóctonos sobre vidrios quebrados, entre muchos otros actos donde lo político y lo gay se fusionaban para denunciar las injusticias de un sistema político que amenazaba a toda una sociedad.
—Traje algo de apoyo visual, podríamos usarlo en la noche, propuso.
Después me invitó a dar una vuelta por la ciudad, no quería hablar más de lo que haríamos en su performance y era mejor no contradecirlo. “Cuando me pongo de mal humor me pongo latosa”, insinuó.
Fuimos a un callejón de artesanías, allí se compró algunas pulseras de motivos indígenas y varias mochilas tejidas que llevaría de regalo a algunos amigos chilenos. Almorzamos y nos despedimos, a las 6:30 pm sería la presentación.
A las seis en punto nos encontramos en el camerino del teatro Amira de la Rosa, lugar del evento. Lemebel vestía de negro, la pañoleta roja la remplazó por una oscura sin motivos impresos. Parecía una luctuosa Madre de Mayo. Se calzó los tacones dorados, luego fue al espejo y maquilló sus ojos a lo Cleopatra. “Estoy lista”, dijo. Sabía que había seguido bebiendo ron desde la mañana y temí por su equilibrio en aquellos altos taco agujas.
“Todo saldrá bien”, me respondió a la pregunta de preocupación que mi mirada le lanzó. Nos acomodaron los micrófonos, me tomó de la mano, el telón de boca del teatro empezó a entreabrirse. Al fondo, una oscuridad total.
Resaca y uvas sobre la cama
—¿Cómo amaneces?, preguntó la voz lemebeliana.
Mis ojos inspeccionan el lugar. Estaba en una de las camas con las que contaba la cabaña donde habían hospedado al autor.
—¿Y el Jonathan? Le pregunto.
—Ya se fue, le di 50 dólares. ¿Quieres?
—¡Uvas!
—¿Y cómo te fue con el chico?
—Mira— dijo Pedro mostrándome algunas manchitas rojas sobre las sabanas.
—¡Wow! Se derramó el vino— sugerí.
—Estaba virgen, prima, deja la poesía.
—Soy poeta, prima.
—Y tu nombre de narratriz será Madame Alma.
—Lindo.
Entre las sábanas, Lemebel se enroscó como un pequeño reptil, acariciando todavía la joven presencia del Jonathan. Cerró sus ojos y esbozó una breve sonrisa. Hay que ir por más ron, comentó. Luego se quedó dormido.
Me puse a observarlo, pensé tantas cosas. Sobre esa cama reposaba el monstruo, el escritor de la más genuina e incendiaria crónica latinoamericana. Un Mishima mapuche, con ese aire tan malévolo y freak del que habló el escritor mexicano Carlos Monsiváis. Allí, tan cerca, estaba mi ídolo de juventud, sobreviviente de la más tirana de las dictaduras. Ahí dormido estaba la voz de la lucha, lo imaginé de nuevo en aquellos años revueltos, lo soñé tal vez a mi lado gritando: “¡El pueblo, unido!” y todas esas cosas. Los tacones dorados que había usado en su presentación seguían sobre el suelo, brillando. Una máscara de tigre que le obsequiaron yacía sobre una mesa de noche. En ese instante nada pasaba desapercibido: el clima, la respiración de Lemebel, el olor a ron, el verdor de las uvas en la cama, el color de las cortinas, las manchas de sangre, sabía que aquel instante era irrepetible y que tarde o temprano tendría que volver a él.