A la muchachita le gusta viajar en el maletero de la camioneta Renault 18 Break de su papá. En la parte trasera no tiene que pensar en nada, ni preguntarse cómo surgió el mundo ni qué sentido tiene. La calle se muestra tan vigorosa a través de las ventanas que la absorbe. Ella piensa que es el mejor lugar del carro; mucho mejor que el asiento del copiloto o cualquiera de las ventanas de los pasajeros. Desde allí puede mirar a través de todas, contar carros según sus colores, buscar entre la gente ojos que la miren.
Le gusta salir con su papá y sus hermanos a pasear en las noches, dar vueltas por la ciudad sin un destino fijo, con el único fin de recorrerla, visitarla. Llegar a la heladería. Que parezca casualidad la dicha de pasar justamente por allí. Pedir helado de limón o de mandarina. Lamerlo antes de que se derrita y ensucie la ropa. Comerlo todo hasta dar con la bolita de chicle escondida en la punta del cono. Jugar a adivinar el color del chicle. Hacer apuestas con sus hermanos: quien atine se queda con todas las bolitas.
Desde hace unos días, el paseo casualmente incluye el barrio donde vive la nueva secretaria de su papá. Desde atrás, la muchachita no solo puede ver la calle desde distintos ángulos, también puede observar todo lo que sucede dentro del carro. Puede ver la cara cerrada con la que su papá escudriña la casa en la que vive la secretaria y la forma en la que se abre si, por casualidad, la ve en la puerta. Le aburre mucho que se detengan a saludar. La secretaria le cae vagamente mal: habla demasiado alto, se ríe demasiado fuerte, usa ropa demasiado escotada y a su papá le cae demasiado bien. Aun así, la muchachita se despide de ella con una sonrisa, especialmente si por casualidad aún falta pasar por la heladería.
Aunque el maletero es espacioso y caben ella y sus dos hermanos, pelea por la exclusividad con ellos. Tiene el privilegio de ser la mayor y prefiere ir sola, pues así hay menos distracciones y puede observar mejor el entorno. También puede reflexionar sobre lo que observa y saber cosas sin entender por qué las sabe. Saber, por ejemplo, que algo contenido en su papá se alivia al pasar por la casa de esa mujer.
A sus once años, la muchachita ya ha comenzado a sentir ese algo contenido que busca alivio. Hace poco soñó con el vecino con el que solía jugar, un par de años mayor que ella. Soñó que pertenecían a una tribu antigua y que él la elegía entre un grupo de niñas más bonitas que ella, la tomaba de la mano y la llevaba a una carpa parecida a un tipi. Adentro, ella se tendía en el suelo, él se acostaba encima, ponía su cosita en la cosita de ella y, aunque no sabía bien qué pasaba allí, sentía que se liberaba algo contenido, algo desmesurado que la despertó. Algo similar le ocurre con una compañera de curso en el colegio de monjas. Siente algo contenido que solo se alivia al ver su cabello rizado y castaño hecho de fibras de sol, sus ojos que parecen haber visto el mundo desde adentro. Una curiosidad que crece y solo se aplaca al mirarla furtivamente en clases o durante el recreo, que la hace pensar en ella incluso cuando no la ve. También, con la amiga que trabaja en su casa, a la que le cuenta las cosas que siente por el vecino. Algo contenido en sus labios solo se alivia al besarla en la mejilla. La besa cada vez que puede y con cada beso aquello contenido se agranda y desea besarla más.
De la misma manera, la muchachita se da cuenta de que algo contenido en su mamá se alivia al hablar de ese hombre, el empleado de su papá. Su mamá es callada excepto cuando habla de él. Su papá dice que ese hombre es marica. A la muchachita le divierte ver cómo su mamá explota cuando ella le canturrea “es marica, es marica”. “¡No lo es!”, chilla su madre. La muchachita no sabe cómo se le ocurrió buscar pistas en el armario de su mamá sin que ella se diera cuenta. Quizás de la misma manera que sabe que los globos sin color que encontró en el baño de la oficina de su papá, los mismos que al inflarlos parecen salchichas, no son para colgarlos en ninguna fiesta infantil. No le extrañó tanto encontrar las cartas de amor, tan asquerosas, dirigidas a su mamá, le extrañó que ninguna estuviera firmada por ese hombre.
Después del paseo, llega a casa con sueño. Deja de pensar en ese contenido que empuja las paredes de su niñez y comienza a agrietarlas. Le hacen ponerse el pijama y lavarse los dientes. Besa a su mamá y a su papá. Luego de rezar un avemaría a la cruz colgada en la pared, pone la cabeza en la almohada. Si los gritos de sus padres no revientan la noche, cae rendida y feliz, sobre todo si atinó al color de la bolita de chicle.