Bogotá: Ediciones Vestigio. 2020. 119 páginas.
En Un objeto afilado, poemario de la escritora brasilera Alexandra Maia, hay una chispa de insatisfacción que crea una tensión entre lo que se es y lo que se anhela. Leer estos poemas es observar el movimiento de las placas tectónicas del deseo. Estos textos deseantes no ejercen control sobre lo que describen y evocan, no son una representación ordenada del querer algo más. El poema no es el sometimiento del lenguaje al deseo expresivo, es una exploración de la palabra y el silencio como canales de ventilación de algo que habita adentro y palpita. El escritor angoleño Ondjaki lo resume bien en el poema-epílogo que cierra el libro: este libro abre y defiende un espacio poético para los “los materiales no domesticados”.
Estos poemas son como fogatas con voluntad propia, con el anhelo del incendio detrás de cada brillo. Con todo, son resistencias ambiguas a la oscuridad, hay una tensión con ella, pero siguen necesitándola para crear una imagen, un sentido. La relación entre las palabras y los silencios no es excluyente. El silencio es el momento previo al inicio del poema, es su presagio; contiene el germen de lo que comenzará a ser. Aunque el sentido no sea algo claro y permanezca oculto, la escritura lo persigue; en “De las mil palabras” leemos: “De las mil palabras/ que me piden que diga/ vive en el silencio la más pura de ellas”.
En este camino por encontrar el sentido de las palabras, el poema se convierte en una visión que permite acercarse al mundo. No trata de traducir o representar con claridad experiencias o sentires, reconoce la distancia entre vivir y nombrar. A pesar de que el poema no es un recipiente estable para la vida, la voz confía en él y señala en “Biopsia”: “en la cavidad del verso esculpo esta ausencia por no saber vivirla”. Incluso llega a decir, más adelante, en un poema sin título: “Deseo un poema / como quien nace”; el poema se convierte en una manera de ser, un método de existencia en el mundo. Con todo, es un ejercicio ambiguo. No sabemos si el poema permite explorar zonas oscuras e inexploradas en búsqueda de algo nuevo, o si sólo permite volver la mirada a territorios interiores para reencontrar cosas que había escondido dentro de sí. Leer a Maia es recordar que la poesía siempre implica cierto desdoblamiento. En estos versos la voz vuelve a ella misma y a su pasado como si fueran ajenos y los redescubre, les da una nueva vida.
Aunque en este libro parece que el verso alcanza un potencial trascendente, algunos poemas vuelven la mirada sobre quien los lee y generan, en pocas líneas, el efecto de una producción audiovisual que rompe la cuarta pared que divide lo representado del espectador. Se construye un mundo lleno de vida sólo para mostrarnos quién o qué da cuerda al mecanismo del juguete que imita la vida sin tenerla. Hay una tensión entre construcción y destrucción: los mensajes se autodestruyen, no acaban de llegar a nosotros en la lectura y ya están despareciendo. Estos poemas dan vida a las cosas para dejarlas morir o incluso matarlas.