Viña del Mar: Altazor. 2021. 241 páginas.
En sus Anotaciones a la poesía de Garcilaso (1580), el poeta sevillano del Siglo de Oro, Fernando de Herrera (1534-1597), consigna a propósito del problema de la representación y la belleza en el arte las siguientes palabras: “nace aquella agradable i hermosa belleza, que embelece i ceba los ojos dulcemente, la elección de buenos colores […] procede aquella suave hermosura que suspende i arrebata nuestros ánimos con maravillosa violencia, i no sólo es necesario el escogimiento, sino mucho más la composición”. Frente al paisaje resplandeciente evocado por la poesía herreriana, el fulgor del sol que se reproduce y extiende destellante por los campos y las aguas de un río cristalino, reconoce esta voz el engaño que aquella imagen constituye, el espectro ilusorio que consiste y se desprende de aquella luminosidad, su ardid dorado: “Qu’el oro, que me tiene en nuevo engaño”, “Mas yo no puedo de mi engaño cierto / librar me; porqu’el fuego espira ardiente, qu’al mal me tiene vivo, i al bien muerto”, apunta el autor español.
La poética citada condensa, de una u otra manera, la impronta desde la cual se yergue y manifiesta la escritura lírica del poeta chileno Ismael Gavilán (Valparaíso, 1973) a lo largo de sus primeros veinticinco años de derrotero, desde su ópera prima Eurídice duerme en nuestro sueño (1996) hasta Claro azar (2017), pasando por las obras Fabulaciones del aire de otros reynos (2002), Raíz del aire (2008) y Vendramin (2014), más los dos últimos inéditos que componen el presente volumen, Voz de ceniza y Rompiente. En esta línea y a la luz de la propuesta herreriana —explicitada a su vez en Gavilán por uno de los muy significativos epígrafes que dan apertura a algunos de sus poemas— confluyen en esta escritura claves de una poética que intenta indagar respecto de una búsqueda metatextual de orden esencial, a saber, el develamiento y alcance de lo poético, de aquello que se percibe, se advierte y/o se cree vislumbrar alrededor y en la lejanía, pero que, sin embargo, se extravía en los intersticios del lenguaje “como agua que resbala”, como “estrella sonámbula / que cae fugaz”, “el instante / saciado de su púrpura inasible”. No obstante, allende esta desesperanza, tal búsqueda es incesante, constante y palpable en el trayecto y edificación de estos versos y nos devela, ciertamente, en el (in)cumplimiento paradojal de su propósito —sin quererlo ni aceptarlo probablemente— la siguiente verdad: el mundo visible como bisagra de aquello oculto que no es posible desentrañar, como imagen de otro tiempo al cual intentamos arribar por medio de estampas que dan cuenta de un paisaje natural de esplendor clásico y pórticos celestes —Eurídice, Dido y Apolo se pasean por estos jardines—, reluciente en su aire modernista, junto —en su aparente oposición— a los gestos limpios, francos y austeros de lo cotidiano. Asimismo, la verdad develada de este mundo visible conlleva otras verdades que los versos de la presente entrega van admirablemente revelando de modo paulatino, pero a la vez prístino y certero, para los ojos felices del lector: la correspondencia entre lo visible y lo invisible, tras el velo traslúcido que del primero se desprende, implica perfección —el correlato exacto de una dimensión respecto de la otra—; perfección que, a su vez, comprende necesariamente y al unísono placer y dolor, existencias absolutamente indefectibles respecto de la precisión que las contiene. Es “la perfección sufriente de lo bello”, “la Rosa perfecta del Jardín”, la que por medio de su imagen, el dominio de lo visible, abre —o aparenta abrir— los portales que permiten el acceso a aquella otra realidad añorada y evocada invariablemente por el sujeto lírico, su paso liminar que lo conduce a la zona baldía de este simulacro. Este desplazamiento fronterizo —como lo es también su búsqueda, extravío y aproximación—, devenir continuo en el recorrido de estos versos, constituye en la escritura de Gavilán un proceso eminentemente doloroso, una herida que desangra irremediable en el tiempo, perenne, en tanto “el dolor es proporcional a la perfección del ser”, la aflicción aguda que perfora al sujeto y lo sitúa ante la irrevocable imposibilidad de toda revelación: “Llaga el centro / de su calma inexplicable”, “se desangra con sólo la presencia del anhelo”, “todo vuelo será sangre destruida, / cuerpos magullados / hermosura calcinada”, “como hielo en la herida / que abre una y otra vez mi piel”.
El traspaso del umbral se yergue, entonces, en esta poesía como una empresa fallida, linde desde el cual solo se proyecta la imagen de aquel mundo invisible cual espejeo o espejismo, la seña que nos orienta hacia la nada al otro lado del portal. La indolencia de la imagen y, en rigor, de la palabra como signo y velo transparente y divisorio, se hacen carne en el hablante, quien percibe el estruendo de su caída, el derrumbe de un deseo que deriva en naufragio, en la pérdida del navío que debía llevarlo a cruzar las vastas aguas, el linde entre una extensión y otra: “cuando define su indolencia, intensa como cristal marino”, “tras el lenguaje, vienen las catástrofes: / fantasmas de un naufragio que celebran no ser ajusticiados”. El viento acontece, del mismo modo, como intermediario de ambos dominios, en su fugacidad posibilita el desplazamiento incierto en el borde, brisa tenue y vendaval incorpóreo, presencia de una ausencia incolora “Visible e invisible, / sujeta al tacto como el humo y fugaz / en la permanencia que inaugura el devenir”. El viento acompaña al sujeto en este transitar e intento inquebrantable por anular la fina línea que escinde un mundo de otro. Los sentidos colaboran en este andar, dando forma al entramado traslúcido que augura la ilusión proyectada por la imagen, toda una constelación inaudible que bordea la ausencia/presencia, inefables melodías, perfumes azules, “la tibieza de sol”, la “sed insaciable”, “violácea claridad”. Lo anterior, no obstante, como huellas de un “reino inexistente”, de una “escritura perfecta” que revela su infranqueable distancia a través del signo visible, única vía para acceder a la belleza, la evocación y vislumbre en definitiva de la ilusión y del engaño —poético—, como advirtió Fernando de Herrera, edificada por medio de la imagen y la palabra exacta en tanto instrumentos de representación. En la poesía reunida de Ismael Gavilán esta palabra, precisamente, es constante, sempiterna, hallada insistentemente en cada recodo de los versos y su lectura: encuentros felices de señas provenientes de aquel —o este— mundo visible que sostiene al sujeto lírico —y al lector—: “No hay otra manera: / símbolos, inscripciones o representación del Leteo”. La “figura perfecta que encierra signos reconocibles”, en cuyo fondo, enuncia y deja entrever el poeta, se encuentra lo más profundo y genuino del yo, su rostro insondable, la búsqueda inclaudicable por el develamiento de lo poético que, en definitiva, no va más allá de nosotros mismos.