Berlín: Ilíada Ediciones. 2021. 112 páginas.
Hay una cierta mirada en la portada de este libro, en la cual la imagen de una puerta abierta entre las ruinas, más un juego gramatical, nos atrae inmediatamente. Dos palabras que se juntan con un emblema de pertenencia, a través de la preposición “de”, difieren y conectan aquel espacio que limitan. La casa, un símbolo de aislamiento que nos permite vivir dentro de ella, como el espacio más privado y ajeno, se une con la ciudad, la zona de lo público, donde todo lugar es compartido y visible. ¿Qué significa entonces el título con el que parte la compilación de historias de Gisela Kozak Rivero? Casa de ciudad (2021) es, sin lugar a duda, un espacio donde la hibridez de la existencia, en dos lugares, se traslada de un terreno a otro, partiendo, además, desde lo material a lo corpóreo, para convertirse en el contexto de quienes viven dos realidades en un mismo cuerpo materializado y citadino.
Aquí, la casa en ruinas se convierte en un símbolo de identidades que han sido destruidas por la injustica, la desigualdad, la incomprensión, el desarraigo. En cada una de las historias, los personajes principales detallan con sutileza todo aquello que logra causar el dolor más profundo y silenciado. Antes de cada experiencia detallada en sus historias, podemos leer un epígrafe que establece la primera conexión entre el lector y aquel que sufre. Una cita de Rafael Arráiz Lucca, “Al fin termino por entender que yo amo esta ciudad hasta la rabia”, abre las puertas de ese lugar donde “habitar” significa conectar los sentidos más profundos, como el amor a la música y la tristeza, para que un lugar cerrado, como la casa, pueda crear un puente a través de un concierto, como un símbolo de unión al espacio público, de retorno a la ciudad. De este modo, un espacio compartido, como un escenario, une el desequilibrio de quien se presenta a través de melodías conectadas con la memoria. Todo sucede mientras el adagio agoniza en la belleza de notas distanciadas, y allí Caracas puede personalizarse en los recuerdos de quien combina la realidad con los sonidos de un instrumento.
En otras historias, como “Vuelta a la Patria”, el imaginario de Caracas se muda desde el interior de lo corpóreo al exterior de los parques. En la ciudad, las avenidas, los jardines, el silencio, las risas forman parte de esa otra forma de existencia colectiva que logra conectar el sentimiento de estar allí con la añoranza del hogar. Las vueltas por el parque, esos giros repletos de memoria, también se unen a los movimientos migratorios de quienes se mudaron a la ciudad capital, atraídos por los sentimientos más profundos. El símbolo de pertenencia, a una ciudad en deterioro, queda reflejado en sus calles, en sus autopistas, en la morgue de Bello Monte. Muchos protagonistas de las historias narradas por Kozak también reviven o sobreviven la angustia de la vida caraqueña, en un espacio que se traslada desde los recuerdos y añoranzas hasta las experiencias cotidianas, que terminan siendo parte de la memoria compartida.
En las historias, dentro de ellas y como pequeños túneles que nos permiten terminar de leer una y entrar en otra, se encuentra también el sentimiento profundo de la despedida. Cada traslado implica dejar algo para siempre como en las últimas líneas de “Zanahoria rallada”, donde quien narra —y se considera un bárbaro— culmina con un “me despido” que traslada al lector inmediatamente a este sentimiento de la ausencia. Este sentimiento luego se extiende a otra historia que inminentemente se aproxima, “Ya que para despedirme”, donde una cita a Sor Juana Inés de la Cruz (“Hablar me impiden mis ojos; / y es que se anticipan ellos, / viendo lo que he de decirte, /a decírtelo primero”) sitúa la lejanía de las palabras como parte de aquello que no se dice, porque la mirada se adelanta a todo lo que luego es omitido.
Parte de esta omisión aparece en el contraste de otras historias mínimas, como “Palabras escritas en la arena por un inocente”, y la siguiente, “Yo”, donde al citar a Idea Vilariño (“Mi nombre no me dice nada”) volvemos a pensar en para qué sirven las palabras. ¿Cómo sería, en estos dos relatos citadinos, un juego gramatical desde la mirada inocente de la niñez en contraste con el agotamiento profundo de la madurez? En la primera historia, las palabras son sólo eso, pequeños sonidos libres, que se unen en el parque, junto al sinsentido de la ausencia de las reglas gramaticales: “¿Mamá, papá, caballo, parque?”. Aun así, la lógica profunda de la inocencia recrea la perfección instantánea de la vida, que es incluso percibida por un joven indigente que sueña con volver a la infancia y recuperar los sueños. En cambio, la idea del Yo, en ese espacio público, caluroso, caraqueño —un pequeño autobús—, se aleja de la inocencia de los parques y refleja la curiosa similitud entre el transporte público caraqueño y ciertas celdas de castigo. Allí una vieja piensa, a sus setenta años, lo contrario a las ideas de aquel niño: utiliza, esta vez, el perfecto juego de las palabras; ella se asombra ante el declive de quienes pudieran (por edad) ser sus nietas. En ese pequeño espacio cerrado, “una buseta sucia y destartalada equipada con un reproductor de primera calidad de cuyas cornetas salen palabras nada fáciles de transcribir”, se muestra lo que significa el cambio histórico y político de las últimas décadas en Venezuela.
Otra puerta abierta, entre lo privado y lo público, entre la casa y la ciudad, desde la música (como el jazz) o el espacio compartido (como la Universidad), lugares dinámicos y sonoros, podría ser un gesto totalmente opuesto que nos permite habitar el extraño mundo del silencio. “El noctámbulo” se inicia con una cita de Vicente Gerbasi, “La noche impulsa rumores, estrellas, para el noctámbulo, y a su lado corre un caballo con crines de luciérnagas”, y es en ese espacio aislado y oscuro donde la mente de un VIH positivo piensa en silencio. Aquí, los espacios citadinos se ocultan en el lugar de la memoria, incluso más adentro, en aquella forma metafórica del inconsciente como un cuarto cerrado en la parte oscura de la casa, donde habitan los recuerdos. “Recuerdos de noctámbulo. Recortes, chispazos, imágenes de tragos, cuerpos en movimiento, risas escandalosas”, parecieran entrar y salir de un cuerpo, de la primera a la tercera persona, como en una película, donde se es, al mismo tiempo, espectador y protagonista.
De manera diversa, en esta obra de Gisela Kozak continúa el movimiento aleatorio en cada uno de los relatos, en los espacios citadinos de Caracas, en la comparación con otros lugares como Ciudad de México o París, entre la política del Partido Comunista y lo que se asume hoy en día como el ejercicio del poder dictatorial y militar; desde la rebelión de la tribu doméstica, el amor de una madre, las fotografías, el cine, volviendo siempre a un tiempo largo, a un autobiografía inconclusa, a un relato breve que se hereda, que se transforma, y que solo a veces requiere ser olvidado, pues casi siempre exige ser mencionado, rescrito, como sucede en cada una de las historias en Casa de ciudad.