España: Anagrama. 2022. 240 páginas.
Karl Von Mühlfeld ha viajado a los restos de la frustrada colonia paraguaya que mucho tiempo antes fundara la hermana del filósofo Nietzsche como santuario de la raza aria, y regresa con el testimonio grabado de una lengua nativa que se extingue junto a su último hablante. Encerrado en un establecimiento siquiátrico de los Alpes suizos, el antropólogo obsesionado por las imprevistas consecuencias de su investigación es encontrado una noche en su habitación, tejiendo alrededor suyo una telaraña con las cintas magnéticas que atesoraba. Más allá del obvio paralelismo con la locura final de Nietzsche, la escena me trajo instantáneamente la evocación de otro final: la telaraña que teje Horacio Oliveira en Rayuela para representar su propio encierro a salvo de invasores externos.
En Museo animal, su anterior novela, obra extraordinaria de largo aliento que —con toda intención— explicita literariamente el registro del propio autor, la metáfora del camouflage insinuaba la tendencia quizás instintiva de la especie humana de pasar lo más desapercibido posible para preservar su espacio y su seguridad. ¿Con qué materiales construye ese mismo ser humano la telaraña con la cual rodearse y defenderse de las intrusiones de la Historia y preservarse a sí mismo (aquello del conatus que decía Spinoza) y a su cultura? ¿Acaba ese desesperado y a menudo inconsciente esfuerzo en la locura y el silencio?
Julio Gamboa, intelectual frustrado por la rutina estéril de su trabajo académico en una universidad norteamericana, recibe el legado de continuar la obra de la novelista inglesa (que escribe en español) Aliza (o Alicia) Abravanel, con quien mantuvo una intensa relación en su juventud, y que acaba de morir luchando contra la afasia, una enfermedad que ha modificado su relación entre su conciencia y las palabras que intentan representarla (en este disparador de la historia, Fonseca se “plagia” a sí mismo: casi igual empieza Museo animal).
Abravanel, quien ha terminado sus días en una colonia de artistas en medio del desierto puneño de Humahuaca, en el norte argentino, está escribiendo un Diccionario de la pérdida, cuya búsqueda se emparenta de algún modo con la investigación del sociólogo Von Mühlfeld acerca de la transculturación y el destino histórico de la supuesta “pureza” de etnias y lenguas: “la idea de que toda cultura era producto del mestizaje y el contagio”. La investigación a la que llega Von Mühlfeld comienza en su visita a la desaparecida colonia de Nueva Germania, donde un grupo de protonazis en que destacó Elisabeth Nietzsche pretendieron fundar un santuario utópico para la raza aria en la selva paraguaya. Allí conoce al último sobreviviente de una etnia amazónica esquilmada por las enfermedades traídas por los blancos. Von Mühlfeld termina sus días paranoico en una “clínica de reposo” suiza, adonde lo visita el padre de Aliza, sociólogo inglés de origen judío que había traducido la tesis central del alemán, La impureza de la pureza, y a través de cuyo diario la escritora conoce y readopta el caso. Al mismo tiempo, Aliza emparenta en esa búsqueda el recuerdo de un Teatro de la memoria conocido en su juventud (justamente a raíz del viaje “hippie” que realiza con Gamboa por Centroamérica), en el que alguien busca rescatar las vivencias culturales de un pueblo guatemalteco arrasado por las guerras internas de la segunda mitad del siglo XX. En épocas en donde el clamor por la “memoria” se centra exclusivamente en la pervivencia de los horrores de las dictaduras, Juan de Paz Raymundo se atreve a postular la necesidad de otra “memoria” previa y aún más trascendente: “reconstruir la memoria de lo que había sido la esencia cotidiana y sencilla de su pueblo, al margen de las violentas recapitulaciones que amenazaban con relegar aquella época a los empantanados terrenos del trauma”. Algo que se liga con otro de los temas que la novela aborda, aunque siempre de manera pudorosamente velada: el dolor y el sufrimiento.
A través de los documentos que hereda de Aliza y también de su propia presencia en algunos de estos escenarios (Humahuaca y Guatemala), Julio Gamboa prueba a unir los hilos que conforman esta telaraña rizomática. Un intento quizás tan improbable como el lenguaje privado de Abravanel o el diccionario de la lengua a punto de extinguirse que representa Juvenal Suárez en la historia de Von Mühlfeld, pero que en la trama de sus referencias nos va dejando chispazos súbitos de comprensión que se abren a un espacio mucho más abarcador: el de la caótica pero interpretable realidad de la Historia (“No hay hechos, sólo interpretaciones”, aseguraba ya el profético Nietzsche); la oculta pero no tan secreta telaraña de intereses y poderes que la configuran; y sobre todo la posibilidad o no de su efectiva representación a través del lenguaje.
Poderosamente intertextual (“cuando falle la lengua quedarán las citas”), el libro teje además una red casi infinita de relaciones y referencias que construyen una trama que, en sus íntimos pliegues, permite desplegar una suerte de metáfora de la voz humana tratando de representar la realidad detrás de la Historia. Un lenguaje privado, quizás, ese que ya ha dicho Wittgenstein que es imposible, como el que busca la escritora Aliza Abravanel, y que paradójicamente se encarna en el último representante de una tribu amazónica que muere negándose a hablar la lengua de la colonización (el español en este caso): que muere incomunicado. Telaraña paradójica como la que relaciona a la propia Abravanel que intenta encontrar un lenguaje luchando con su afasia; al americano William Minor, quien desde el manicomio aportó la mayoría de las entradas al Oxford English Dictionary; a Lenin, el gran orador enmudecido por la enfermedad al final de su vida; al igual que Emile Benveniste, el célebre lingüista.
Pero en la novela, como en las anteriores, hay un tema que subyace debajo de la multiplicidad de hilos de lectura posibles: la identidad de una cultura. Como latinoamericano transculturado (múltiplemente, en su caso) Fonseca (y el narrador) pone en cuestión los conceptos tradicionales que intentan describir a las culturas como entes cuya pureza radicase en un esencialismo casi místico en el cual toda contaminación actúa como influencia destructora; pero sin ocupar tampoco el cómodo espacio opuesto —muy a la moda en estos tiempos— que niega la existencia de historia, memoria y tradición como fundamento identitario diluyendo las especificidades en una supuesta “cultura globalizada”.
Como en el resto de su todavía corta pero relevante obra, esta novela de Fonseca abre la perspectiva a una infinidad de hilos —no sólo anecdóticos sino también temáticos y filosóficos— cada uno de los cuales motiva caminos de lectura propios, y que es posible explorar no sólo en el conjunto de la narración, sino en cada una de sus singularidades. Compleja en su composición pero al mismo tiempo ágil por su estilo, motiva a detenerse toda vez que el lector sienta la necesidad de abandonarse en las ramificaciones de su propia reflexión, sin por ello perder el sentido de la totalidad. Hilos con fundamento propio que se resignifican tejiendo la telaraña de sentidos que, como las cintas ya inútiles de Von Mühlfeld o los piolines de Oliveira, quizás constituyan el último reducto secreto capaz de preservarnos de la nada.