Cali: Sic Semper ediciones. 2020. 62 páginas.
¿Hay una tradición literaria colombiana? Si existe, me parece que su marco central, en otro ejemplo de los vínculos entrañables que el país sostiene con el siglo XIX, es la tierra. Desde la fundación mítica de Macondo, con sus casas de barro y cañabrava, hasta la Támesis de Mi hermano el alcalde, la extraordinaria novela de Fernando Vallejo, o el pueblo ocupado de Los ejércitos, de Evelio Rosero, la tierra aparece como una preocupación (tenerla, perderla, reconocer lo que se puede o no hacer con ella) pero también como un deseo maldito, que está siempre condenado a extraviarse. José Hoyos Bucheli lo sabe y por eso no leemos su novela como si fuera un sueño o una denuncia sino bajo el aura terrible de una pesadilla en la vigilia.
Los hombres sin manos, libro ganador de la beca Convocatoria Estímulos Cali 2020 organizada por la Secretaría de Cultura de Cali, es la historia de un linaje (esto es, de una lógica y un hacer irracional que se hereda) que está en trance de desaparecer. Es también la historia de la enfermedad de los hombres: la diabetes, que hace orinar incesantemente, inocula paciencia mortal y poco a poco se cobra tus miembros en el gotear despiadado de la insulina, cuya promesa reparadora pronto se vuelve adicción. Pero sobre todo es una novela que, así como sabe decir, sabe preguntar. ¿De quién es la tierra? ¿Qué significan, en el campo agreste, las palabras “propiedad privada”? ¿Hay derechos individuales ahí? Y si los hay, ¿quién los hace cumplir? Vuelta la mirada al barro elemental, lo que quiere Hoyos Bucheli no es acercarse a la vida de los grandes terratenientes: no estamos ante una novela obsesionada con el poder y sus figuras destacadas, como muchos otros clásicos de la tradición latinoamericana, sino con el efecto tardío de su estela corrosiva. Al autor le interesa más el destino de esas hectáreas y parajes que se inventarían en cientos de folios ya ilegibles, quizá para tener la ilusión de un orden cuando en realidad, allá de pie, lo que se ve son peladeros inhóspitos en cada dirección, al igual que la suerte de sus habitantes originales, confinados a las zanjas y meandros perdidos bajo puentes de guadua.
De hecho, se podría decir que es una novela dedicada a meditar sobre los finales. El final del campo y de cierta idea de su población, que da paso a la peonada esclava, mano de obra que se usa hasta segundos antes de su muerte, y a las insólitas extensiones de tierra sin un solo sembradío, edificación o animal pastando, pero bien delimitadas, registradas y resguardadas con alambre de púas eléctrico que puntúa sordas exclamaciones en el aire enrarecido. El final del cuerpo, la constatación de su ruina que se proyecta sobre toda la comunidad, porque cuerpo y tierra se disipan juntos, como si la caída de uno precipitara el fin de la otra. El final de las ilusiones, también, de lo que sucede cuando una vida concluye sin alcanzar sus expectativas y, en ese mismo sentido, el recuerdo constante, bien nacional, de que el fracaso toma muchas formas y que su aparición en el camino del protagonista es inminente. Todo esto, vale decir, en 62 páginas.
Aunque Los hombres sin manos, primera novela corta del tríptico Monte, colma de imágenes al lector, es el lenguaje social, las pocas frases que algunos personajes (el Hijo, la Profesora, el Viejo) se susurran, se podría decir que a sí mismos, el cauce por el que circulan buena parte de las discusiones en las que el autor quiere terciar. Las imágenes, la descripción de los días buenos y malos que transita el protagonista diabético y alucinado, producen sospecha, incertidumbre. El diálogo acerca aquí puntos de apoyo leves, una pared contra la que reposar en horas bajas. Junto al Hijo narrador, entonces, asistimos a presagios y advertencias dialogadas que luego ignoramos o no acertamos a comprender. Casi todos los personajes que interactúan con él, por ejemplo, mencionan a unos “Antiguos” para los que “Mover la tierra por acá es tan malo como trabajarla…” y, al tiempo, “La tierra que no se trabaja es tierra de nadie…”, como en efecto será evidente después. Así como Juan Dahlmann abandonó la biblioteca para llegar a la experiencia, el Hijo se pierde en el extrañamiento del campo, las escenas que titilan ominosas entre la sombra de los árboles, y no acierta a entender, en su rol sitiado de propietario heredero, la voz de los otros, a los que ya mismo pertenece aunque todavía no lo sepa.
Quizás el aporte o la invención perdurable que se puede encontrar en Los hombres sin manos sea cierto tono delirante que se agudiza conforme arribamos a otra zona del libro: la frágil convivencia entre pérdida y resignación. No se trata, como en otras obras, de fantasmas o apariciones; no siento que ese sea el recurso empleado para sugerir todo lo que aparece desafiante a la puerta y el camino del Hijo narrador. Pienso, mejor, que las palabras también cruzan una frontera más allá de la implícita entre campo y ciudad y aparecen siempre en movimiento, entreveradas con recuerdos vagos (una cita de Borges, el pasado cada vez más distante, casi soñado), siempre en búsqueda de otra enunciación, porque se trata aquí de explicar algo remoto, “antiguo”.
En esta realidad sin autoridades visibles (otra marca que la separa de los precursores en la tradición literaria colombiana), el protagonista confía en unos pocos elementos decisivos que deberían obrar a su favor, como su propio cuerpo trajinado, los perros que cuidan la finca, un revólver con dos balas, o la pretendida soberanía que ostenta sobre esa parcela de tierra. Al final, a los finales que vamos a ir pasando, como estaciones perdidas en la distancia, solo conserva la voz y el estupor, que también debería ser el nuestro. Y esas estaciones se alejan sin que sea posible encontrar, al paso lento de la sangre dulce que nubla la vista y ciñe los pasos, la respuesta a las preguntas con las que también inicié mi lectura, porque se estrellan todas contra una paradoja única, incontestable. Es decir: la tierra, por raíces que se pierden bajo toda la trama, no se puede trabajar, pero tampoco es posible resignarse a perderla. Los hombres sin manos, entonces, son los que han fracasado en ambos desafíos y su destino es el cautiverio en las zanjas, el rumor y el miedo. ¿Qué hacer? El narrador no sabe, el autor no nos lo dice. Pero su decisión, el regalo particular que entrega a esta serie de novelas sobre la tierra: su voz sarcástica, enferma y alucinada, marca un interesante punto de partida (o, mejor, camino) para perderse en esa otra tierra ancha y ajena que es la lengua.