La sonrisa de los hipopótamos. Juan Carlos Chirinos. Madrid: Ediciones La Palma. 2020. 106 páginas.
“Dios mueve al jugador, y éste, la pieza / ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza / de polvo y tiempo y sueño y agonía?”. En estos versos del poema “Ajedrez”, de Jorge Luis Borges, existe una jerarquía de palabras que podría enlazarnos inmediatamente con la escritura de Juan Carlos Chirinos, en su obra La sonrisa de los hipopótamos (Madrid, 2020). La escritura como un juego literario, que trasciende múltiples filas, columnas, diagonales y bordes, está presente en once cuentos donde las experiencias personales de los protagonistas se movilizan rápidamente, intentando enfrentar al oponente, como en un juego de ajedrez. El primero de ellos, “Qué Dios está detrás de Dios” literalmente parte de una cita borgiana, que no se menciona directamente, para recrear el temor de un niño de pueblo ante la figura del juego, donde las pequeñas piezas se mueven bajo una mirada paternal que cuestiona esa necesidad del distanciamiento infantil frente el miedo y la adversidad de una próxima jugada.
En “Un ataque de lentitud”, el autor de nuevo coincide con esa mirada borgiana de un mundo que se detiene, en el que las realidades armonizan, más allá de los días, y de los años, con una lentitud poderosa. Además, es aquí donde “los ataques de lentitud se esconden como virus informáticos”, y se convierten en un trastorno de la mutación esporádica del genoma, para crear una nueva realidad de tiempo retrasado. Chirinos describe un lugar donde todo se contiene y la existencia se traslada entre dos universos, uno de ellos el de la historia de Amahiri sobre los orígenes del mundo (in illo tempore), cerca de las aguas del río Orinoco, y otro más cercano al lector. Dos mundos, dos tiempos, dos lugares vuelven a enfrentarse aquí. Como diría Barthes, el juego de palabras en los cuentos de Chirinos acude al desmoronamiento de todas las distancias, y quienes allí se unen pueden pasar de ser las figuras mitológicas de las leyendas, a los entes más subjetivos y cotidianos; como aquellos que trasladan, a través de las palabras, la experiencia de lo ya vivido, y logran conectar al día a día con la extensión infinita del tiempo.
Esta idea de movimiento también está presente en otros relatos de la obra de Chirinos, pues aquí la literatura puede ser usada como un vínculo entre los sentimientos más profundos y los deseos más incontrolables de sus protagonistas. En “España se ríe de Casandra”, el cambio geográfico de quienes han migrado desde Venezuela se transforma ahora en un juego incomprensible para quienes viven en España. Al sentirse identificada con aquello que se dejó alguna vez, la protagonista que emigró a Madrid puede llegar a sentirla como una ciudad tan segura que da miedo. En esta historia, Laocoonte y Casandra se aferran a los temerosos sentimientos que los animaban a ejercitar la valentía en su país —por años, luego por décadas—, para enfrentar “la mentira, el autoritarismo del líder muerto y sus secuaces, la corrupción que esto conlleva y el daño que ha representado para Venezuela”. En el cuento, lo que Casandra quiere explicar se enfrenta de nuevo a las piezas movidas por los españoles, quienes parecieran conocer otras reglas, transitar otras hileras, y confiar en un triunfo político que no va a repetir las estructuras de un juego desastroso que existió en otro país.
Más allá del juego, los cuentos de Chirinos parecieran también retazos de todo aquello que los lectores ya hemos vivido o experimentado: una combinación de lo político con lo citadino. En “El discurso de la victoria” aparece el término “ponederos”, el calificativo usado para describir “a los hombres —mayores, generalmente derramados hacia los lados— que en los metros y autobuses se acercan con cautela a las muchachas más apetecibles y dejan caer una mano tonta por si pudiera rozar un poco de muslo, de brazo o, quien sabe, un poco de teta descuidada”, algo que hoy en día se puede leer desde la visión de la invasión del cuerpo femenino, al acercarse irrespetuosamente a un espacio corporal que deja de ser privado y se transforma en público, en lugares como el metro. En esta obra, una vez descrito el término, el narrador se aleja de su curiosidad y se aferra a lo correcto, sin poder evitar el deseo de saber qué estaba leyendo su compañera de vagón. El libro de la muchacha es el verdadero objeto del deseo no correspondido, donde habita la belleza de las palabras. Un mundo entero que en manos de ella existe, pero que lejos de la portada es un misterio. Un juego incompleto de la lectura deseada e imposible.
A partir de la idea de la belleza, acoplada con algo que está más allá de la existencia, Chirinos transforma al baile en el juego más difícil de ganar. La historia de la niña bailarina, Catrusia, quien luego crece y sigue siendo una mujer cuyo amor es el baile, se narra en dos cuentos. El cuerpo y la danza se mueven en ambas historias. Luego, una mirada, como la del juego de los espejos, donde se habita en dos mundos diferentes y, al mismo tiempo, donde se refleja un mismo cuerpo que une a los cuentos. Un reflejo borgiano en la última fila de la sala del teatro, que logra enlazar una historia frente a otra historia (como en los espejos), e incluso más allá, une un cuento dentro de otro espacio irreal, donde los créditos finales señalan que también nosotros somos los que miramos el espectáculo. Porque jugar sería también cambiar siempre los diferentes puntos de vista, como en “La sonrisa de los hipopótamos”. Allí se detallan los símbolos del placer más allá de un cuerpo, de la mirada, del gusto. Una mujer millonaria que recibe la vista del bebé hipopótamo, fortalece su deseo de no hacer nada si simplemente algo tan inesperado llega. De nuevo, las jugadas insospechadas entre ambos cuerpos se unen en el espacio abierto de la piscina brillante, del patio invadido por la fuerza del trópico, donde no importa el desenlace de lo que allí suceda, solo es valioso el momento breve en el que dos especies naturales están juntas. De igual forma, podríamos leer otros juegos de situaciones en los demás cuentos. En la escritura de Chirinos, el verbo jugar nunca se detiene y, como en el ajedrez, todas las piezas se mueven, más allá de las distancias y del tiempo.
Claudia Cavallin