La historia del boom latinoamericano no tardó en convertirse en un mito, pero todo relato mitológico corre el peligro de volverse anticuado, anquilosarse o, aún peor: volverse irrelevante.
El boom acabó de un puñetazo. Corría el año 1976 y Gabriel García Márquez, por entonces una figura literaria establecida en Latinoamérica, acababa de publicar El otoño del patriarca, su primer libro tras Cien años de soledad. Deambulaba por el vestíbulo del Palacio de Bellas Artes, en Ciudad de México, donde asistía al estreno de La odisea de los Andes, película escrita por su amigo cercano y también autor del boom, Mario Vargas Llosa. Aunque los pormenores de tan extraordinario momento se han olvidado con el tiempo, me imagino a García Márquez: tan jocoso como siempre, saludando a sus colegas literatos, uno tras otro, mientras avanza sobre el piso de mármol, seguramente atiborrado de espectadores entusiastas que comentan el estreno. A la distancia, atisba a Vargas Llosa, el hombre del momento, a quien no ha visto hace tiempo.
García Márquez, con su rostro bigotudo y afable, se acerca al desgarbado Vargas Llosa con los brazos abiertos. Espera ofrecerle un merecido abrazo, a modo de celebración. Cuando Vargas Llosa ve a García Márquez aproximarse, aprieta la mandíbula; se estrecha su mirada reptiliana, y, en un instante, asesta primero con el puño, luego avanza el brazo, y le sigue el hombro.
El puñetazo le da de lleno en el ojo izquierdo y García Márquez cae de un tumbo al piso. Auxiliado por su mujer, el hombre caído consigue levantarse y es escoltado hasta un escarabajo Volkswagen verde brillante —el característico taxi del Distrito Federal. Los dos escritores, que alguna vez vivieron a pocas cuadras de distancia; que compartieron agente literario, viajaron juntos, e intercambiaron ideas sobre la escritura y su oficio en incontables cenas y eventos de la elite intelectual latinoamericana, nunca volvieron a hablarse.
El boom latinoamericano se extendió desde 1960 hasta 1980 y se caracterizó por la entrada “explosiva” de numerosos autores latinoamericanos a la escena literaria internacional. El boom significó la súbita popularidad de un nuevo lenguaje literario y de nuevos relatos, marcadamente regionales, que ahora circulaban por el mercado global en tiradas gigantescas, sin precedentes. No debemos olvidar, sin embargo, que el boom también representa historias que trascienden la obra literaria: las historias de sus creadores. Relatos que se transformarían, con abrumadora rapidez, en mito.
En lugar de permitir que otros contasen la historia de su movimiento literario, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Donoso, y Gabriel García Márquez, entre muchos otros compañeros, se pusieron manos a la obra. Redactaron manifiestos, memorias tempranas (si es que no prematuras), discursos, y entrevistas sobre cómo era pertenecer a aquel íntimo círculo, el escribir novelas que acabarían por definir a toda una región. Tampoco se limitaron a narrar datos duros: sus testimonios estaban plagados de arquetipos áureos que cautivaban la imaginación de sus jóvenes lectores, tanto en Latinoamérica como en el resto del mundo. Estirando los límites del realismo mágico y estilo neobarroco que definiría su ficción y sus vidas, escribieron sobre agentes con licencias para matar, sobre manuscritos cuyas segundas partes nunca alcanzaron su destino, sobre magos escribiendo dentro de un armario, de madres caníbales, sobre esas mismas madres cubiertas de lágrimas. Los escritores del boom hicieron de sí mismos, y de sus realidades, mitos magníficos y fantásticos.
El puñetazo que acabó con el boom forma parte de la tradición fundadora de mitos que ha definido al boom desde sus comienzos. A pesar de que se trata de un evento real, casi cincuenta años más tarde, su narración lo ha transformado en leyenda. Mi propio relato es tan solo un ejemplo. No me limito a contar meros hechos, ni me refreno de exaltar los arquetipos de cada autor. Al escribir, cada uno de mis nervios ansiaba retratar ese puñetazo en proporciones bíblicas.
Joseph Campbell identifica múltiples propósitos para los mitos en la sociedad humana —éticos, místicos y pedagógicos. Tradicionalmente se les ha valorado, sobre todo, por su habilidad de entregar respuestas a preguntas difíciles de responder. En la literatura, como en otras formas de creación cultural, el mito se utiliza con frecuencia para explicar la “genialidad”. ¿Cómo se creó esta obra tan increíble? ¿Quién produjo este artefacto literario? ¿Cómo desarrollaron el talento necesario para ello?
En la mitología del boom, por ejemplo, Cien años de soledad se le ocurrió a García Márquez mientras conducía desde Ciudad de México hacia Acapulco. No era la carretera, la que se desplegaba frente suyo, sino la novela que había estado intentando escribir durante los últimos diez años. Como todo buen artista, García Márquez se detuvo de inmediato, dio media vuelta, y regresó a casa, en donde escribió, sin interrupciones, por un año y medio, mientras su mujer se veía obligada a vender sus pertenencias para alimentar a la familia. En la mitología del boom, García Márquez no era un escritor, sino un mago solitario, encerrado en un armario, fumando un cigarrillo tras otro mientras fabricaba meticulosamente el mundo de Macondo.
El público, sus lectores, y, sobre todo, la prensa, devoraban con gusto las historias que los escritores del boom relataban sobre su vida privada, y cimentaron de este modo poderosos mitos en torno a sus figuras, mitos que siguen en circulación, casi sesenta años después. Mediante estos mitos, la historia de unos cuantos pelagatos escribiendo cuentos se transformó en la épica misión de unos muchachitos perdidos por crear un nuevo lenguaje, para luego conseguir atraer la mirada global hacia una región olvidada, y, transformándose, de paso, en celebridades literarias e intelectuales.
Pero mientras las dimensiones espirituales, pedagógicas y éticas de este mito continúan siendo importantes, no podemos olvidarnos de las consecuencias políticas de la construcción de un mito en la historia de la literatura. La mitología resulta muy dañina para la historia de la literatura (y para la historia en general). Aunque los mitos nos entregan respuestas atractivas para preguntas abstractas y sin respuesta, aunque incluso actúan como una extensión del acto literario en sí mismo, esos mitos acaban por dañarla mediante un constante proceso de despolitización.
En su clásico análisis acerca de la mitología contemporánea, Roland Barthes describe el mito como una fosilización, una herramienta atrofiante que hace que lo contingente parezca eterno. Típicamente utilizado por la burguesía para aferrarse al poder, el mito paraliza: hace que la historia parezca “natural”, como si estuviese destinada a suceder de esa manera. Los mitos aplanan la historia, disfrazando lo sucedido con osados relatos de lo que nos gustaría que hubiese pasado. Más peligroso todavía resulta el hecho de que solo nos entregan respuestas a medias, que se caracterizan por su ambigüedad, saciando nuestro apetito por entender el pasado con mayor profundidad, pero sin entregar verdaderas respuestas. Cuando se describe a García Márquez como Melquiades, escondido en un armario mientras inventa la tierra de Macondo, las técnicas de la escritura pierden su atractivo, la labor literaria se anula, oculta, literalmente, tras una puerta. Ocultar la labor creativa es hacer que el hombre, como diría Barthes, sea incapaz de recrearse a sí mismo.
En Ascenso a la gloria, Álvaro Santana-Acuña desentraña cómo Cien años de soledad se convirtió en un clásico, y lo consigue desmintiendo el arquetipo del autor como “genio solitario”. Santana-Acuña redefine al genio, osadamente, como una “persona hipersociable” y postula que Cien años de soledad fue el producto de una “red creativa”. En lugar de un mago, Santana-Acuña nos presenta a nuestro jovial escritor colombiano como un hombre profundamente inseguro, que se inspiraba en las palabras de aliento de varias docenas de amigos y colaboradores a la hora de escribir. En absoluto un prisionero de su oficio, durante el año y medio que dedicó a escribir la novela, García Márquez pasó horas al teléfono con sus amigos, o acudiendo a cenas, donde leía capítulos en voz alta y atendía a las reacciones y sugerencias de su público. Les encargaría a otras personas algunos pequeños proyectos de investigación, como el estudio del pequeño galeón español encontrado en las costas de Cartagena, por ejemplo, para poder incorporar los hallazgos a la novela. Cien años de soledad, entendido como un producto de una “red creativa” se transforma, en otras palabras, en un acto mucho más político: el de la creación colectiva.
El libro de Santana-Acuña forma parte de un linaje reciente de publicaciones que buscan derrumbar los mitos que han definido al boom latinoamericano. Por muchos años, la historia oficial giró en torno al relato de un mismo grupo de personas, quienes aseguraban ser la principal fuente histórica del boom. Un puñado de historiadores, mientras tanto, luchaba tras bambalinas en contra de los mitos y arquetipos que plagaban dichos análisis, aspirando a retratar historias basadas en hechos concretos. La reivindicación de dichos archivos ha sido lenta, pero segura, al igual que los esfuerzos por rescatar la dimensión política de la historia del boom.
En el apogeo de su fama internacional, el boom latinoamericano fue una revolución cultural multifacética. En primer lugar, significó la formación de una nueva conciencia regional: en coloquios, conferencias y eventos sociales en París, Ciudad de México y Barcelona, escritores chilenos, colombianos, mexicanos y argentinos dejaban sus diferencias de lado para abrazar una identidad común, la latinoamericana. Al mismo tiempo, Latinoamérica formaba una importante conexión con su antiguo colonizador, España, que buscaba apoyar, pero también controlar, este importante momento cultural. El movimiento de personas, ideas y bienes a través del Océano Atlántico prosperó mientras ambos lados veían, en el otro, una oportunidad. Finalmente, hubo una revolución literaria, en donde el movimiento recibió reconocimiento crítico y comercial. El boom trajo consigo libros más extensos y los escritores del Sur Global se esforzarían en romper con las tradiciones costumbristas del pasado; un cambio que sería recibido con los brazos abiertos, no solo por las fuerzas del mercado, sino también por las instituciones literarias. Entre 1967 y 1971, dos autores latinoamericanos, Miguel Ángel Asturias y Pablo Neruda, recibieron el Premio Nobel de literatura, seguidos por García Márquez en 1982.
La revolución literaria, sin embargo, coincidiría con una revolución política a nivel global. Mientras el boom cruzaba océanos, la Guerra Fría seguía su curso, forzando a los países latinoamericanos, junto con sus escritores, a tomar partido. En los primeros años de la revolución, los autores del boom apoyaron, e incluso entablaron amistad, con los dirigentes de la revolución cubana, con sus ideas formando parte de la conversación en fiestas y reuniones sociales en ambos lados del Atlántico. Es más, los escritores del boom estaban, en su mayoría, profundamente comprometidos con el socialismo, la gran batalla de sus días. La verdad es que, fuera de ciertas prácticas de escritura, el boom no podía ser menos apolítico.
En un artículo de opinión, el escritor Viet Than Nguyen nos invita a atesorar las enseñanzas que trajo consigo el año 2020, para asegurar que nuestra literatura se vuelva genuinamente política, incluso revolucionaria. Pero para hacer de la literatura un acto político, los esfuerzos por rescribir y desplazar a la mitología del boom, han sido insuficientes. Para rescatar a la literatura del abismo mitológico, necesitamos politizarla otra vez. Una y otra, y otra vez. Nos preocupamos por la despolitización del arte, pero ¿cuándo hemos creado arte genuinamente revolucionario? ¿Cómo podemos asegurar que nuestra cultura luche infatigablemente contra los mitos que intentarán hacerse con ella?
La característica esencial, y quizás la más peligrosa, de todo mito es su naturaleza parasítica. Como un parásito, el mito se adapta a su huésped para propagar su existencia. Ciertas condiciones del huésped harán más o menos probable la supervivencia del parásito. En el caso del mito, como herramienta de la burguesía, cualquier espectro del carácter burgués alimentará al mito gustoso, permitiéndole propagarse. El boom latinoamericano, un movimiento literario revolucionario en sus inicios, pronto se encontró atascado en el mito, porque nunca fue realmente revolucionario. A pesar de que el boom abrió las puertas del canon global a voces latinoamericanas, estas fueron, en su mayoría, voces masculinas y privilegiadas. Estos hombres, por lo demás, no tardarían en dejar atrás las ambiciones políticas de su juventud, llegando, incluso, a rechazar la Revolución Cubana tras el encarcelamiento de Heberto Padilla. Se centrarían, desde entonces, en su escritura, las entregas de premios y las conferencias.
Nunca obtendremos una literatura genuinamente política mientras esté en manos de quienes controlan nuestros relatos. Es un círculo vicioso: el mito mantiene el poder, el poder mantiene al mito. Una forma de derribarlo sería, quizás, derrocar a los poderosos. Algo difícil de conseguir, en el campo literario, pero no imposible. Podemos comenzar escuchando las voces provenientes de las periferias del poder, a nivel global. Esto significa escuchar no solo a la élite del Sur Global, sino aprender a ir más allá de las historias que queremos escuchar —aquellas que nos resultan familiares— para buscar, en cambio, a escritores que nos desafíen con una literatura verdaderamente global y anti hegemónica.
Puede haber otros elementos que compongan una literatura genuinamente política —nuevos géneros, la expansión del concepto de autoría— pero necesitamos comenzar por generar la apertura necesaria para la creación literaria, específicamente aquella alejada de los Estados Unidos. Estados Unidos ha controlado, por demasiado tiempo ya, la industria de la producción literaria. La traducción, más que una labor para aficionados o de inestables editoriales independientes, debería considerarse parte central de todo proyecto literario.
No fue un puñetazo, lo que acabó con el boom: fue la falta de voces nuevas, la incapacidad de comprometerse políticamente y, sobre todo, el conformismo, quienes extinguieron la fama literaria de América Latina. El día que hagamos de nuestra literatura una verdaderamente internacional y, por lo tanto, genuinamente revolucionaria, será el día en que riñas infantiles y egocéntricas en el estreno de una película no serán más que episodios excéntricos en un capítulo de alguna biografía literaria, quizás incluso un artículo de farándula. La literatura no ha muerto, como aseguran algunos cascarrabias. La literatura está sana y salva, pero insistimos en buscarla entre las tumbas polvorientas de nuestros viejos maestros.
Nueva York
Traducción de Antonia Alvarado