Todavía no encuentro en español una palabra parecida a journaling, que sería una forma de mantener en estado verbal, es decir, en acción, el conjunto de cosas que quiero decir cada vez que uso la palabra “diario” (journal). Como la expresión “diarear” me parece monstruosa, baste este párrafo para invocar en la mente de lxs lectorxs mi intención de ver en el diario una praxis, pero también un objeto depositario de una acción específica o un conjunto de acciones, así como un dispositivo performativo, actuante, que se actualiza a sí mismo en cada instancia en la que pone en obra la escritura.
La primera vez que escuché de la importancia del diario en la consolidación del oficio de escribir fue hace diez u once años, en un taller de escritura. Desde entonces, he intentado en numerosas oportunidades llevar un diario con relativa constancia. Como fruto del diario (¿o debería decir fruto con el diario, paralelo a él?) hay algunos cuadernos desperdigados en cajas cuya ubicación exacta vagamente recuerdo; también una novela publicada, un poemario inédito, acaso una novela en camino y borradores de textos que juntos conformarían un volumen breve y monstruoso.
Al principio se trataba de mantener la mano caliente: escribir sin prisa y sin pausa (creo recordar que Carver dijo que a alguien le aprendió esa expresión). Esa voluntad de escribir sin darle más importancia a otra cosa que a la constancia, resulta en un proceso creativo que acaso funciona por sedimentación: los días fluyen en la superficie y uno toma nota de las pequeñas manchas, las impurezas, lo que está fuera de lugar. Algunas de estas partículas cobran peso y su masa crece al punto que empieza a atraer otras más ligeras, hasta que juntas se precipitan al fondo. Un proceso cuyos mecanismos a posteriori son más fuertes que aquellos que funcionan a priori. La idea de la inspiración desaparece y con ella el temor al bloqueo. Luego viene el trabajo de darle orden a (o de interpretar un orden en) las sutiles figuras que el limo ha adquirido en el fondo. La obra, si resulta, tiene que construirse desde cero; pero la materia prima ya está esbozada.
Según mi diario, hace un año más o menos, terminé de leer un ejemplo impresionante de este caso: La novela luminosa, de Mario Levrero. En el año 2000, Levrero recibió una beca Guggenheim: un año de salario para terminar una novela que había intentado escribir en 1984. Esta novela, propiamente dicha, es la “Novela luminosa” (me refiero al capítulo así titulado dentro del volumen publicado con el mismo título). Sin embargo, Levrero se siente bloqueado en 2001; vive a sus anchas del dinero del señor Guggenheim, pero le atormenta no poder avanzar en la novela. Así que opta por registrar su proceso de escritura en el “Diario de la beca” (el otro gran capítulo del libro, acaso un prólogo desbordado). Así, pues, lxs lectorxs asisten a una escritura que se desenvuelve sobre sí misma. El registro del día a día de un hombre que intenta salir de una depresión que le impide trabajar y, para ello, intenta ajustar sus inusitados horarios a un ritmo de vida más funcional: escribir de día, salir a caminar con la luz de la tarde, visitar librerías y llevar a buen término las tareas que impone la burocracia de la vida cotidiana. No obstante, Levrero insiste repetidamente en el “Diario de la beca” que no logra escribir, no puede concentrarse. Teme que no va a poder terminar la novela luminosa.
¿Realmente hay una crisis de escritura en Levrero?, se pregunta uno a mitad de camino, cuando ha leído un buen par de cientos de páginas y el autor continúa lamentándose. Centenares de páginas que le sacan lustre a las horas opacas de una cotidianidad sin sobresaltos parecieran decir lo contrario. Es la escritura lo que está en juego, la pregunta por los aspectos de la vida que se vuelven materia literaria, por los mecanismos (emocionales, psíquicos, psicológicos, interpersonales, corporales…) que componen la literatura. De ahí que, en el resultado final, La novela luminosa sea cuantitativamente más un diario que una novela.
Pero también es el tiempo. Empezamos leyendo algo que Levrero escribió en 2001 sobre un proyecto que resultó imposible en 1984; la promesa de que la madurez podrá culminar aquello que el ímpetu de la juventud no alcanzó a llevar a buen término. Al final del libro, en apenas cien páginas, asistimos a la novela cuyo prólogo nos ha tenido en ascuas durante tanto tiempo y descubrimos a un Levrero cuarentón —al que se le intercala ocasionalmente el viejo, el que escribió el “Diario de la beca” y finalizó “La novela luminosa” en 2001— que trata de recoger las experiencias luminosas de su vida, aquellas que marcaron su juventud. La “Novela luminosa” importa, de manera especial, porque hemos asistido al registro de la imposibilidad de su escritura; ese es el milagro de su aparición final. El diario, que estrictamente hablando es ajeno a ella, la constituye desde afuera.
Me atrevería a afirmar, entonces, que el diario no solo abre lugar en el mundo para que la obra exista, sino que encarna una interesante contradicción: su práctica engendra la obra, pero también la devora. Diario y obra son interdependientes, aunque sus existencias se presenten como entidades autónomas. ¿No es esto lo que trata de reconstruir aquella crítica que busca en la biografía de lxs autores las claves para interpretar sus obras? Si tuviera que matizar esta especulación, señalaría lo obvio: diario y obra se contaminan mutuamente, y no solo en el plano de la escritura. También en el encuentro con lxs lectorxs que nunca se contentan con un solo libro y buscan nuevas instancias, rastrea las diferentes formas que adquiere la escritura de una persona determinada.
Como ocurre con la lectura de obras literarias, leer diarios implica asomarse a un repertorio de formas diverso, quizá un poco más caprichoso. A lo mejor los primeros encuentros se sustentan por curiosidad pura. Recuerdo que leí casi con morbo el diario de Kurt Cobain, que fue el primero que cayó en mis manos, precisamente por la época de aquel taller en que empecé a llevar uno yo mismo. ¿Qué había detrás de sus canciones?, ¿qué lo había llevado al suicidio? Seguro el diario de Cobain entregó pocas respuestas y abrió lugar a más preguntas que no alcanzo a recordar, pero todavía conservo en la memoria algunas imágenes de sus dibujos y el recuerdo del punzante dolor de estómago que lo aquejaba y que me atormentó durante la lectura. Pero con el tiempo la lectura de diarios se desvió por caminos más cercanos a la pregunta por la técnica literaria.
Leer diarios implicaba una búsqueda por descifrar procedimientos estilísticos, técnicas, las coordenadas creativas de obras y autores que me gustaban. Con el tiempo, esta indagación, que siempre vuelve a la escritura, ha hecho del diario la materia misma de sus preguntas: ¿qué entra en el diario y qué se queda por fuera?, ¿qué hace que la lista de verduras de la semana resulte relevante para algunxs autores y para otros la escritura del diario se limite a sus relaciones afectivas, o a sus procedimientos creativos?, ¿qué otros registros más allá de la escritura entran en el diario?, ¿qué límites formales, estéticos, materiales puede transgredir el diario? Así, pues, por la vía de la lectura reaparece la escritura y el diario deviene espacio lúdico, repositorio de formas y trazos, depósito de miniaturas personales, archivo de la experiencia.
Justo por estos días estoy tomando otro taller literario —tengo la convicción de que una parte importante de la escritura se juega en público, en diálogo con lectores, editores, escritores—. Hace unas semanas la escritora Cristina Bendek presentó el proceso de escritura de su novela Los cristales de la sal. Como ocurre con frecuencia, llegar al borrador final le tomó varias versiones, investigación de archivo y trabajo de campo. En cierto punto de su presentación, Cristina nos mostró un cuaderno que llevó principalmente a mano. Aunque parecía limitarse a la escritura de la novela, parecía un diario de campo de sus visitas a San Andrés; pero también inventario de lugares, mapas, metáforas, objetos, animales y plantas; bitácora de la escritura donde registraba cada avance, cada cambio, cada momento en que se daba cuenta de que debía usar cierta estructura temporal, o modificar las relaciones entre ciertos personajes. Si este diario se limitaba en el tiempo a la escritura de la novela, su naturaleza expansiva aparecía en la configuración de un universo del que la novela es apenas una capa visible. Un universo de cosas que se abrieron paso hasta el borrador final, pero también las que se quedaron, sepultadas por la tachadura.
Con frecuencia me pregunto por las cosas que no entran en el diario, las que ni siquiera alcanzan a la dignidad de ser tachadas. Las que de plano estamos dispuestos a olvidar. Aparece entonces una certeza evidente, pero sobre la que nunca se puede insistir lo suficiente: el diario captura el paso del tiempo, el cambio, la impermanencia y el conjunto de pérdidas que ello implica. En consecuencia, el diario deviene un discurso de la pérdida. Es decir, un registro del dis-currir cambiante de la vida, su flujo múltiple (casi siempre por vías insospechadas), a través del sujeto que escribe. Ante la pérdida, el diario encarna la compulsión de fijar una fracción de lo que inevitablemente pasa ante nosotros, a través de nosotros. Con suerte, la escritura revela algunos elementos para asumir ese tránsito o se vuelve, ella misma, la forma de asumirlo.
Veo una reflexión constante en As Consciousness is Harnessed to Flesh, el segundo volumen de los diarios de Susan Sontag. Aquí también aparecen pequeños gérmenes, ideas casi crudas cuyo desarrollo conocemos en textos como Contra la interpretación, o “Notas sobre el ‘Camp’”. El registro en el diario es caprichoso: listas de películas, resúmenes de lectura, tareas pendientes, adjetivos, breves reflexiones que saltan día a día, mes a mes. En octubre de 1964, Sontag escribía: “Camp is one of the species of behaviorism in art—it is, so extremely, it has no norm to reflect”. A la transformación de las ideas, por supuesto, corresponde una transformación del sujeto. El tejido del pensamiento se intercala con el de la experiencia. Notas como las mencionadas arriba se intercalan con reflexiones discontinuas sobre su personalidad, la amistad, las relaciones sentimentales, la sexualidad. Una suerte de erosión de los límites entre el oficio de la ensayista y la vida; la escritura deviene continuum, a la vez trabajo del pensamiento y actividad vital: “As a writer, I tolerate error, poor performance, failure. So what if I fail some of the time, if a story or an essay is no good? Sometimes things do go well, the work is good. And that’s enough. […] If only I could feel about sex as I do about writing! That I’m the vehicle, the medium, the instrument of some force beyond myself”. Escribir la vida tiene la potencia de resignificarla, hacer tolerable lo intolerable: el error, la pose, el fracaso, la pérdida. No porque en el diario se pueda ficcionalizar la experiencia, escribir las cosas como nos hubiera gustado que pasaran (que también). Quizá mejor porque a través del diario la escritura reclama para sí la experiencia, la moldea, la transforma en pensamientos, afectos que permiten asumir la multiplicidad, el cambio, lo impermanente.