Si en alguna época —los años de Contorno son el ejemplo obligado— la crítica argentina revistió una virulencia desenfadada, en las dos décadas que lleva el siglo XXI la característica sobresaliente que la define es el apaciguamiento, sea en su versión académica (dominada por teorías de registro metropolitano) o en la periodística (cooptada por los intereses del poder de turno o, con mayor inmediatez, del editor del medio). El éxito del poscolonialismo y sus secuelas, junto a la pervivencia de los sociologismos con ínfulas científicas o los inmanentismos de pretensión filosófica, abruma en el primer dominio e impregna inevitablemente la formación universitaria, porque su reproducción se tornó garantía de permanencia en los organismos oficiales de investigación y enseñanza. Al segundo aspecto sólo le dedicaré una aproximación algo somera, para la cual apelo a la figura que logra atravesar ambos espacios y que por tres décadas mantuvo una mediación entre ellos: Beatriz Sarlo, directora de Punto de Vista entre 1978 y 2008.
Resulta sintomático que el volumen en el cual revisa su carrera (Escritos sobre literatura argentina. Buenos Aires, Siglo XXI, 2017; reeditado en 2019) prescinda de los textos que difundió en el diario Perfil de Buenos Aires sobre los nuevos narradores argentinos. Así como en el brevísimo prólogo al libro declara que “nada de lo publicado antes de 1980 me parece aceptable” (11), los artículos más recientes merecen idéntica exclusión y el recuento se clausura en 2006. En ese momento practica una clasificación según la cual “si la novela de los ochenta fue ‘interpretativa’, una línea visible de la novela actual es ‘etnográfica’” (473) y acude a los ejemplos de Washington Cucurto y Daniel Link para evidenciarlo. Al primero lo descalabra en la comparación con Arlt (que denunciaba la mezquindad del mundo que Cucurto celebra) y con Puig (para quien las letras de tango de Alfredo Le Pera constituían una poética que en modo alguno habita las letras de cumbia que frecuenta Cucurto). A Link lo cuestiona por apelar a las nuevas tecnologías para sostener una novela sentimental como La ansiedad, que discurre de los diarios a la web, con intercalaciones de Franz Kafka y Thomas Mann, lo que equivale a “reordenar al canon” (480). En ambos campea “la escritura-oralidad de los que no saben escribir” (481).
El juicio categórico se desprende en parte de la condena que en 2005 le había merecido a Sarlo la novela de Alejandro López, Keres Cojer? = Guan Tu Fak, ante la cual proclama que el autor atrasa, en tanto procura llevar al texto lo que la televisión mostró ad nauseam, de modo de convertir la osadía en costumbrismo y la pornografía en aburrimiento, pecado capital para un género cuya mayor pretensión es la de escandalizar. Nuevamente, comparar con los objetos conocidos es el recurso para el desbaratamiento: allí donde Puig se empeña en un objeto estético, López abusa del didactismo. La referencia a Puig no se limita a ser instructiva sino insidiosa: una nota al pie le permite a la crítica adjudicarse la idea de tratarlo como escritor pop que, se sabe, fue la tesis de Manuel Puig, después del fin de la literatura (2000) de Graciela Speranza.
Semejante observación reclama alguna palabra sobre la relación con los discípulos que afecta a los críticos argentinos que actúan en la contemporaneidad estricta. Sarlo, cuya excesiva exposición mediática ha sido causa de repudio por parte de algunos de sus antiguos admiradores universitarios, incluye esa marcación sobre su ex colaboradora y agradece, en contrapartida, la continuidad amistosa que representa Sylvia Saítta, a quien se atribuye la idea de la recopilación (dicho sea de paso, para la colección que dirige en la editorial Eudeba, Saítta —en plan de historiadora de la literatura— recobró sin mayor justificativo el volumen casi homónimo Ensayos y estudios de literatura argentina (2019) de Noé Jitrik, publicado originalmente en 1970). Apenas una muestra de que los enfrentamientos y las adhesiones han perdido en la Argentina su carácter deseablemente profesional, de disputa intelectual, para devenir desdichas de las relaciones humanas y razones de la fragmentación de un panorama intelectual que cambia vertiginosamente, a medida que los vínculos personales definen nuevos agrupamientos y renuncian a cualquier convicción en pos de un improbable bienestar o de un provecho transitorio que se traduce en recomendaciones, aperturas de espacios o participaciones editoriales.
Tal vez por eso Jorge Panesi confiesa en su antología personal La seducción de los relatos. Crítica literaria y política en la Argentina (Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2018) “la desdicha de no haber sido polémico” (21). En parte, porque la polémica era condición de pertenencia a la voluble categoría de “intelectual” —y es constante en tal sentido la apelación del crítico a los viejos “contornistas”, lo que ratifica a Contorno en tanto mito de origen de la crítica moderna en la Argentina—; en parte porque se trata de una práctica que desarticula ese “comodín o fetiche sociológico y estructural de nuestros críticos” (53) que es el campo intelectual, cuya condición de existencia es el disenso y acaso “la fractura misma” (53), en lugar de las comodidades metodológicas a que se lo ha reducido por la reprobable pereza de la investigación académica. Sería reprochable omitir en este punto la referencia a Horacio González, sociólogo de formación —aunque insensible a la cita obligada de Pierre Bourdieu— y crítico literario ejercitado en los múltiples títulos que cobija la editorial Colihue y que irrumpen con una voluntad de ruptura que queda amortiguada en las reiteradas intervenciones periodísticas. En ellas, el lenguaje alambicado y las referencias que no trepidan ante lo extemporáneo se combinan a fin de defender las alternativas de la política kirchnerista, ya descastada por los análisis mediáticos de Sarlo, ya resistida por Panesi cuando confiesa su antikirchnerismo y proclama el peso de la política sobre la crítica.
También Panesi parece ajustar cuentas con sus antiguos discípulos, aunque de dos maneras diversas. Por un lado, reconociendo a los maestros (a quienes agrupa en la sección “Retratos” del libro) en un arco que va desde la exaltación de Josefina Ludmer —elevada a símbolo de la crítica argentina— y la inconcebible censura a Ana María Barrenechea, hasta el asombro ante la escritura de Nicolás Rosa y el improbable impacto que asigna a David Viñas (improbable por no haber sido antes admitido por quien adhirió a teorías inmanentistas), cuya tipología de viajes trazada ya en 1964 y reafirmada y ampliada sucesivamente aspira a completar con “el viaje intelectual”. Tal categoría ironiza sobre los profesores argentinos que vibran con la fascinación de asistir a las universidades norteamericanas y requieren la consagración dentro de ese sistema. Por otro lado, y sesgadamente, Panesi se mofa de un discípulo a quien no menciona nunca, pero cuyas elecciones defenestra: en los “hijos pródigos de la crítica académica [que], pesarosos por lo que consideran un lastre que parece humillarlos, se quejan del legado universitario” (14), no menos que en “aquellos críticos académicos (créanme: los hay) que, bordeando la impudicia, practican esa forma del diario íntimo y privado, también en Internet, que llamamos blogs” (122), se adivina el contorno del alumno díscolo que parece haber sido Daniel Link.
De hecho, el blog Linkillo (cosas mías) en el que Link divulga por la web las breves columnas que publica en Perfil, ha sido favorecido por el silencio de Panesi, acaso sabedor de la presencia de algunas fotografías y reflexiones que tal vez abriguen vocación de escándalo, si bien resultan más propicias a la irritación o al desdén. El volumen de Link Suturas (Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2015), publicado en la misma colección del libro de Panesi, no recibe siquiera una mención, pese a que reviste la rara virtud de haber sido traducido al portugués. Rehúso especular sobre los circuitos por los cuales esa traducción fue posible; me detengo apenas en advertir que dicha circunstancia contribuye al reclamo de una relación más fluida entre Brasil e Hispanoamérica que estimo imprescindible para establecer una crítica latinoamericana.
Lo cierto es que, tras la reticencia a incorporar al prolífico y desenfadado Link que muestra el libro de Panesi, se agazapa un temor que el crítico aspira a conjurar a veces con medios un tanto ingenuos: el miedo al “yo”. La perturbación que introduce el “giro autobiográfico” condena a Barrenechea por reconocer su fascinación por Borges —a quien ella inauguró como objeto crítico con La expresión de la irrealidad en la obra de Borges (1957)— como “juicio pasional” (247) que motiva el diminutivo “Anita” (contrariamente, siempre llamé “Anita” a Barrenechea con la convicción de que esa forma “menor” acarreaba una afectividad máxima y me permitía acercarme a la figura admirada) y reprueba la tendencia de Alberto Giordano a evaluar el ensayo con una recalcitrante presencia de la primera persona, ya que “si el narcisismo crítico se afianza, es el conocer errático del ensayo el que desaparece” (288).
Probablemente sea indicio de la restricción de la crítica la nula referencia en el artículo de Panesi sobre el ensayo (“Escenas institucionales. Sobre Modos del ensayo de Alberto Giordano”, 283-294) al libro Un género culpable de Eduardo Grüner (Buenos Aires, Godot, 2014), reeditado al cabo de veinte años de una primera edición lanzada en Rosario, que acude a la misma definición barthesiana del género: es la escritura de un texto en función de todas las veces que se levantó la cabeza para pensar en una frase durante la lectura. Asimismo, Grüner contempla en el subtítulo la reunión entre ensayo y polémica a la que arriba Panesi años más tarde: “es el entredecir, no muy lejano del entredicho” (288). Podría suponer que la edición rosarina de Grüner tuvo una circulación acotada por no haber sido difundida desde ese centro que, en la tradición unitaria más bochornosa y abroquelada, sigue siendo Buenos Aires para emprendimientos culturales. No obstante, Panesi descarta de antemano semejante conjetura cuando proclama, a partir de la evidencia parcial que proveen algunos nombres —los indiscutibles de Ludmer y Rosa al lado de los de Gramuglio, Contreras, Giordano, Adolfo y Martín Prieto— y del determinismo que supone el lugar de origen o de formación, que la crítica surgida en las aulas rosarinas es “el centro” (114).
La resistencia al “yo” que enarbola Panesi ha redundado, por el contrario, en una veta más editorial que crítica, en la cual recalan aquellos autores que se autorizan a través de la relación con los libros. La “Colección Lector&s” de Ampersand estimuló desde 2018 las memorias de quienes hacen del vínculo libresco un emblema de exclusividad. Allí se alinean el historiador del arte José Emilio Burucúa, el crítico de poesía Jorge Monteleone, la novelista y crítica Sylvia Molloy, su colega mexicana Margo Glantz y el multifacético Edgardo Cozarinsky, entre otros. La serie apunta a indagar la formación del lector, aunque arrastra la trampa de todo memorialismo: quien escribe se detiene en la infancia y la adolescencia, pero con el saber del adulto que no vacila en abarrotar de datos la lectura inocente o en erigir en anticipos de la carrera lo que no eran sino placeres relativamente secretos.
Un último aspecto quisiera abordar en este esbozo: el de la crítica feminista y sus avatares en una Argentina cuyas grandes ciudades aparecen conmovidas por el movimiento de mujeres a favor del aborto legal y cuyos intelectuales participan del debate sobre la funcionalidad y las consecuencias del empleo del lenguaje inclusivo, que ha convocado a algunas instituciones que reclaman su medalla de corrección política a convertirlo en modo de expresión privilegiado. La variante del feminismo que campea en la Argentina prefiere las producciones de mujeres y no —como con notoria lucidez planteó ya desde tres décadas atrás Griselda Pollock para las manifestaciones artísticas— las representaciones de lo femenino independientemente de su autoría. En tal sentido, junto al lugar de creciente privilegio que obtuvo María Moreno en los medios en los últimos años (a partir de sus crónicas, su autobiografía y su revisión del legado de Rodolfo Walsh), se ha anunciado a lo largo de todo 2019 una Historia feminista de la literatura argentina que integrará el catálogo de la editorial universitaria Eduvim a partir de 2020, cuyo plantel de colaboradoras es exclusivamente femenino y cuyos objetos prometen ajustarse a ese requisito excluyente.
Sería legítimo esperar que una historia feminista integrara también el modo en que las mujeres han considerado las producciones masculinas, al modo en que la paulista Lilia Moritz Schwarcz abordó su objeto en Lima Barreto: Triste visionário (São Paulo, Companhia das Letras, 2017). Orientar la mirada hacia los enfoques brasileños, además de favorecer los intercambios culturales con el vecino —arrebatando la exclusividad de los mismos a las grandes discográficas y soslayando el empecinamiento popular según el cual el país limítrofe no pasa de ser un rival futbolístico—, morigera las perspectivas restringidas y las perturbaciones que los locales fomentan para ajustarse a los proclamados mandatos de las academias metropolitanas. Es cierto que la reprobación, ya consignada, que cierto sector de la crítica argentina dedica al “yo” no permite evaluar equilibradamente la confesión de Lilia según la cual la organización de la biografía de Lima Barreto convirtió al objeto en “amigo da minha intimidade”, pero convendría calibrar semejante expulsión de la primera persona y recuperar la dialéctica que el mismo Panesi establece en su libro: la que se trama entre magisterio y crítica y se traduce, en su plasmación concreta, en el vínculo entre oralidad y escritura.
La síntesis de ambos dominios la provee la esperanza: la esperanza de ser escuchado y comprendido, en el ámbito áulico; la esperanza de ser leído, en la voluntad del texto. Y ya que de magisterio se trata: ¿por qué no instalar como precaución esa frase que, en conversaciones afables que eran derrames de sabiduría —mucho más que de erudición, fácilmente cuantificable y difícilmente transmisible—, enunciaba Anita Barrenechea, a manera de consejo y como previsión de totalizaciones ufanas: “la crítica envejece”? Tan ultrajante recordatorio del carácter histórico de la práctica recomienda renunciar a los absolutos y admitir la condición transitoria de un ejercicio que requiere, si no derribar todos los mitos, al menos redefinirlos en función de una eficacia que no se limite a la autorreproducción.