Quien desee familiarizarse con la narrativa venezolana de entre milenios no puede dejar de explorar la obra de Juan Carlos Méndez Guédez (Barquisimeto, 1967). Lo primero que le llamará la atención es su radical heterogeneidad, que incluye desde la novela hasta el microrrelato pasando por la noveleta y el cuento. Si nos concentramos en su faceta de novelista, la desenvoltura con que maneja todos los géneros narrativos se vislumbra en sus incursiones en subgéneros numerosos, entre los que se advierten la novela sentimental —El libro de Esther (1999)—, la novela de formación —Una tarde con campanas (2004)—, la novela detectivesca —La ola detenida (2017)—, la novela metaficticia —Chulapos mambo (2011)— y, por supuesto, todos sus híbridos, con aventuras verbales tan osadas e inclasificables como algunas recientes donde recupera antiguos lenguajes protonovelísticos, folclóricos y míticos —Roman de la isla Bararida (2024)—. No exagero al aseverar que estamos ante uno de los autores hispanoamericanos más dúctiles de los albores del siglo XXI, y ha de observarse, por cierto, que sus filiaciones son amplias. Emigrado a España en 1996 y desde 1999 con presencia continua en el aparato editorial de ese país, su labor circula respaldada por una pertenencia dual: sin perder su posición en el sistema literario de su lugar de origen es a estas alturas miembro también de la sociedad letrada peninsular —situación análoga a la de la uruguaya Cristina Peri Rossi, el argentino Andrés Neuman o el peruano Fernando Iwasaki—. Desde ese umbral Méndez Guédez ha sabido entablar negociaciones estéticas infrecuentes para otros escritores venezolanos. Así como su léxico y sus giros idiomáticos migran en un mismo texto entre registros americanos y europeos dependiendo de las exigencias de la construcción del personaje, los desplazamientos de sus inquietudes y preferencias en otros planos abundan. Además de ser uno de los primeros narradores venezolanos en desarrollar una sensibilidad diaspórica vinculada a las trágicas circunstancias políticas y sociales que se inician a fines del siglo XX, pocos como él la han divulgado mejor gracias a la combinación de su talento con la capacidad de sondear esferas de recepción diversas.
En el ámbito de la novela las aportaciones de Méndez Guédez sobresalen por su cariz experimental. La afirmación podría sorprender si el experimento artístico se limita a su acepción vanguardista o neovanguardista, es decir, a una interrupción o transgresión de códigos preestablecidos con la consecuente impresión de hermetismo. El quehacer de Méndez Guédez jamás ha sido experimental en ese sentido, sino en uno más sutil y a tono con las circunstancias materiales de la literatura hispanoamericana luego del boom, que fue el momento en que el mercado mundial del libro se convirtió en interlocutor de narradores acostumbrados a interactuar solo con mercados nacionales y locales. Los últimos cuarenta años han instituido para los novelistas de la región una lógica de producción más complicada en que los ideales de autonomía no han desaparecido del todo, pero han tenido que apertrecharse para resistir los embates de un comercialismo tenaz cuyo efecto ha sido homogeneizar mediante la serialización de gustos y la consolidación de fórmulas. Méndez Guédez ha respondido a la coyuntura no negándose de plano a los reclamos del gran mercado, sino asimilándose en este para cuestionarlo desde dentro. No ha sido la suya una tarea sencilla; el sistema editorial español —desde los años sesenta el más influyente en el mundo hispánico— pone numerosos obstáculos a la propagación de proyectos artísticos que se desvíen de los hábitos del comprador. Una de las estrategias con que cuenta es la rígida ortopedia de subgéneros: a varios de esos moldes ha aceptado aproximarse Méndez Guédez, aunque de una forma crítica e iluminadora. La clave de la subversión a la que aludo está en su solapado cultivo del extrañamiento tipológico. Un ejemplo excelente lo hallaremos en novelas como Los maletines (2014), El baile de madame Kalalú (2016) y La ola detenida. Sin que así la haya conceptuado el autor, estamos ante una trilogía en que cada integrante tiene como marco inicial el thriller, específicamente las novelas hardboiled o las negras1; ese marco, sin embargo, empieza a desdibujarse por el añadido exuberante, abigarrado, de tradiciones para nada afines.
Los maletines —título exitoso traducido al francés y ahora al inglés— suma a los ingredientes policiacos o de espionaje el perfil de sus protagonistas, en algunos aspectos reminiscentes de la picaresca española renacentista y barroca, cuyos antihéroes nunca llegaban a ser criminales pese a sus innegables delitos explicables por la necesidad de sobrevivir en una sociedad degradada. Y, concurriendo con la picaresca, emergen aspectos de la novela sentimental como repetidas veces desde el siglo XIX se ha practicado en Latinoamérica, según lo demostró Doris Sommer: con un trasfondo de problemas comunitarios y sus potenciales soluciones que acaba vinculado alegóricamente al destino de la pareja o la familia2. ¿En torno a qué problemas comunitarios y parejas gira el argumento de Los maletines? Asediado por la debacle venezolana de la era chavista y su criminalidad, Donizetti, divorciado, casado de nuevo, con dos hijos y dos hogares que sostener, se implica en el turbio negocio de transportar maletines a distintos puntos de Europa y América por encargo de funcionarios del gobierno pendientes de financiar aliados. Su amigo Manuel pronto cooperará con él para que escape de ese laberinto de corrupción, y Manuel tiene asimismo dolorosas separaciones en su haber, solo que de una relación homosexual. El núcleo dramático, por tanto, es el fortalecimiento de una atípica amistad y una familia fuera de los esquemas usuales, lo que desarticula el esbozo de una narración fundadora canónica y nos fuerza a aterrizar en un orbe decadente incapaz de ofrecer aliento. Este únicamente se obtiene con la mediación de lo personal, la estricta intimidad: el afecto como tabla de salvación ante el fracaso de las utopías.
En El baile de madame Kalalú la amalgama de lo policial con lo picaresco se mantiene, pero el homenaje se dirige a la vertiente femenina, compendiada por La pícara Justina, novela que rezuma —como la de Méndez Guédez— un humor verbal bufonesco y anárquico, a prueba de moralina. Adicionalmente, el escritor moderno profundiza en su admiración por el Siglo de Oro maniobrando con sus modelos enunciativos: si la picaresca echaba mano de seudodiálogos o de un círculo ficticio de comunicación en que un narrador en primera persona interpela a un interlocutor mudo cuya posición adoptamos, al referir sus pillerías la ladrona de arte internacional Emma Sáez —o como se llame: es adicta a las máscaras— lo hace a una monja en coma, y en un recinto psiquiátrico portugués. Cuando Emma declare, hacia el final, que escapa para volver al Caribe, deja traslucir que la monja la acompañará: más allá de la posible vorágine de escenarios ilusorios de una enferma mental, la enfática autarquía novelesca cancela nuestra exigencia de verosimilitud. Lo que triunfa es el acto de contar, casi materializado para nuestra contemplación y muy lejos de las rutinas de la narrativa comercial.
En lo que respecta a La ola detenida, la demolición de los parámetros policiales es igual de inaudita. La detective venezolana Magdalena Yaracuy, radicada en Europa, acepta la misión de regresar a Caracas para localizar a la hija de un político español inmiscuida en una intriga donde convergen agentes dobles, pandillas, funcionarios chavistas y otros maleantes. Una trama así satisfaría a quien ansíe exclusivamente consumir una anécdota “trepidante” como la prometida en la contratapa de la edición original —de HarperCollins—; en un plano menos amistoso con las masas, no obstante, el novelista socava las premisas del producto confiado al mercado, cruzándolo con otro producto de moda después del boom: el realismo mágico. Con la particularidad de que a este Méndez Guédez lo devuelve a sus inicios premercantiles. Recordemos la manera como en 1948 Arturo Uslar Pietri tradujo el concepto de Franz Roh al dominio de las letras venezolanas, en las que destacó una “consideración del hombre como misterio en medio de los datos realistas”3; Uslar, a la larga, incluso se referiría a una literatura representativa del alma popular donde “el mal y el bien luchan con fórmulas mágicas”4. Eso es lo que acontece en la historia de Magdalena Yaracuy, creyente en María Lionza, diosa telúrica venezolana, síntesis de mitos europeos, indígenas y africanos: la religiosidad contribuye decisivamente a delinear el perfil psicológico de la protagonista e impide que la circunscribamos a una caricatura del detective tradicional. En nuestra percepción sus rocambolescas hazañas se suspenden por el roce con la fe, que nos la revela como ser desgarrado entre la querencia por su país natal sumergido en un pozo de negrura delictiva y la añoranza de la niñez vivida en él, en contacto con una naturaleza espiritualizada.
Mis breves comentarios a esas tres novelas no se proponen agotar lo que podría decirse de Méndez Guédez. Si en la enorme diversidad de su narrativa recalco los sucesivos asaltos a los recintos industrializados del thriller es porque evidencian la médula cervantina de su poética, dispuesta a remozar las inclinaciones fosilizadas del público mayoritario con un ejercicio de creación mediante la destrucción. Casi alquímico, el procedimiento tiene tres componentes principales: significativas dosis de pastiche, un sentido del humor a ratos carnavalesco y una gran cercanía a lo que en inglés se conoce como new sincerity. Dado que los dos primeros elementos han de resultar obvios por lo señalado hasta aquí, para concluir agregaré algunas palabras acerca del tercero. Mucho hay tanto en las novelas como en los cuentos de Méndez Guédez de la espontaneidad emotiva hace lustros reivindicada por David Foster Wallace al pregonar un rechazo a la ironía crónica de los postmodernists estadounidenses —piénsese en John Barth, Donald Barthelme o Thomas Pynchon—, sus ambivalencias intelectuales y, sobre todo, su temor a acoger con respeto y convicción “plain old untrendy human troubles and emotions”, emociones y conflictos humanos simples, añejos y fuera de moda5. En el caso del escritor venezolano, la espontaneidad se duplica, ya que nada indica la intención de promover una figura heroica de artista que se erija en el “next real literary rebel”, como calificaba Wallace —en un sesgado autorretrato— a quien tuviera la valentía de romper con el cerebral horizonte del postmodernism. El minucioso examen de lo sentimental en buena parte de la narrativa que nos ocupa a duras penas se asimila a duelos gremiales o indirectas reacciones a ellos: brota de una urgencia, de una inmediatez que quizá solo logre atribuirse a un apego por Venezuela, país en que han ido resquebrajándose desde principios de los años ochenta los espejismos paralelos de la bonanza petrolera y la solidez democrática, con desoladoras consecuencias. No ignoro que la nueva sinceridad venezolana tiene sus raíces en los relatos y las novelas de Francisco Massiani y la poesía de Eugenio Montejo6, pero me parece similarmente indiscutible que el retorno a cierta transparencia afectiva en El libro de Esther, Una tarde con campanas, Los maletines, La ola detenida o Roman de la isla Bararida se nutre de los sinsabores colectivos que siguieron, cada vez más acentuados. Y lo mismo podría aseverarse de la obra de otros excepcionales autores venezolanos contemporáneos, pues Méndez Guédez es uno de los nombres más visibles de un movimiento narrativo de tremenda riqueza y vitalidad que merecería en su conjunto una mejor difusión.
1 Subsumidas por la publicidad editorial española en el simplificador marbete de “novela negra”. En lengua inglesa, dentro del espectro de lo policial, la novela hardboiled suele distinguirse por una resolución siquiera parcial de la crisis ética que supone el crimen cometido, en contraste con la novela negra, en cuya visión, pesimista, el bien no se deslinda del mal y resulta casi una quimera. Consúltese Annie Adams, “A Conversation with Megan Abbott”, The Sewanee Review, verano de 2018.
2 Doris Sommer, Foundational Fictions, Berkeley: University of California, 1991.
3 Arturo Uslar Pietri, Obras selectas, Madrid-Caracas: Edime, 1956, p. 1071.
4 Ib., p. 1215.
5 David Foster Wallace, “E Unibus Pluram: Television and U.S. Fiction”, Review of Contemporary Fiction, 13:2, 1993, pp. 151-194.
6 Montejo, en un ensayo de El taller blanco (1983), casi esboza un manifiesto: “Aprender a sentir: esta sola tentativa, que no es nada pequeña, formaría mejor al joven poeta que todo el aprendizaje perseguido a través del conocimiento literario, las reglas, las modas” (Obra completa, A. López Ortega, M. Gomes y G. Yáñez Vicentini, eds., Valencia: Pre-Textos, 2022, vol. II, p. 413).