Nota del editor: Se vive y se traduce, el ensayo autobiográfico sobre la traducción de Laura Wittner, salió en 2021 con Editorial Entropía.
¿Qué es traducir?
¿Cómo es que leo una oración en inglés y mi cerebro elige y ordena palabritas en castellano? A veces trato de frenar el mecanismo en algún punto para observarlo y creo enloquecer.
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Y en las épocas en que no traduzco, ¿en qué empleo ese mecanismo tan específico de traspaso? ¿En procedimientos mentales que no lo necesitan, entorpeciéndolos?
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Durante un año viví en Nueva York gracias a una beca Fulbright. Cada mañana me instalaba en el octavo piso de la biblioteca de la universidad. Traducía los poemas que el inglés Charles Tomlinson había escrito en Nueva York, hacía décadas, gracias a una beca Fulbright. Y como él, y como todo extranjero, escribía (¿por qué iba a escapar yo del cliché si no habían escapado Calvino, ni Lihn, ni Simone de Beauvoir ni García Lorca?) un largo poema sobre Nueva York (que era en verdad sobre mí).
Así desde los libros, los parques, los subtes y las calles iba, sin proponérmelo, tras mi traducido: Caminamos por Madison. Es el final/ de una tarde de invierno, escribe Tomlinson, y por Madison volvía yo a mi casa, y era el final de una tarde de invierno, y elegía […] la calle/ que parece un hogar al que se vuelve, convertida/ de pronto en fiesta cuando entramos en ella/ con el olor de las castañas en los braseros de la esquina.
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Traducir es pensar en una.
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&: ¿gesto intraducible del autor?
Conversación con Shira sobre el ampersand, a raíz de un poema que tradujo y estamos corrigiendo: es un gesto sutil, me dice. Hagamos otro gesto sutil, digo yo. Dejar el ampersand no es tan sutil: es introducir una grafía de otro idioma. ¿Poner un “+”? Pero el + existe también en inglés. Es una intención abreviativa, dice Shira. Una notación, agrego. Pero coloquial. Sí, un gesto de rapidez: ahorrar dos caracteres de los tres del “and”. ¿Y qué hay más breve, en castellano, que el “y”?
A veces para traducir un poema intentamos meternos en la mente del autor bastante más hondo de lo que se metió él mismo.
Realmente no sé quiénes nos creemos que somos.
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La preposición: ese artefacto inquieto que nos mantiene despiertos.
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Todo lo que tiene que funcionar bien, dinámicamente hablando, para que una pueda sentarse a traducir: los ojos (a veces desenfocan), la respiración (a veces pierde el paso), las manos (a veces duelen), la muñeca que dirige el mouse (hay ahí una inflamación permanente), el cuello con toda esa larga y problemática continuación que es la columna.
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Si la traducción se traba hay que pararse.
Ir al baño, ir a buscar agua, ir a buscar el esmalte de uñas. Si la traducción se traba hay que destrabar el cuerpo.
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Se puede seguir traduciendo mientras se llora.
La mitad de las búsquedas relacionadas con una traducción nos llevan a un lugar que no buscábamos pero que nos es, sin embargo, muy cercano. Sospechosamente cercano.
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Traducir es ir pegada a la espalda de alguien.
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Cuando se está traduciendo hay que leer paralelamente muchas cosas que no tengan nada que ver con el texto traducido, porque como por milagro aparecerán las respuestas a todas las dudas.
O ver películas con subtítulos.
O ver películas.
O leer carteles por la calle.
La palabra problemática nos llega desde las profundidades del azar.
Es la magia de la traducción.
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No puedo traducir un libro de a poco, un día sí tres no, intercalando tareas: un libro es una masa en la que hay que meterse, a la cual entregarse, casi diría con la cual fundirse.
Muchas horas por día. Todos los días.
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Esta tinta anaranjada que trata de afianzarse a través de restos de tinta verde (como en el relato de Claire-Louise Bennett) se parece a la transición entre dos traducciones. Una voz tratando de afianzarse, desplazando y dispersando con suavidad a la anterior.
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Ayer, en el taller de traducción, estábamos trabajando con un poema de Ted Hughes y saltamos imprevistamente a Miguel Hernández. ¿Cómo? Hubo un ritmo, una disposición sintáctica y un difuso sentimiento semántico.
Intuyo que la tarea de traducir lleva siempre a fundir todo con todo. Una hora de concentración y discusión en torno a un texto y ya nadamos en el océano general de la forma y el contenido.
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En las sesiones de traducción por videollamada con Shira siempre anoto palabras sueltas alrededor del poema sobre el que estamos trabajando. Suelen ser pistas o ideas o nombres a los que nos llevó la conversación lateral: adonde llegamos alejándonos más y más de los problemas concretos de la traducción (pero ¿no es este el problema más concreto de la traducción: devolverte al mundo, en el sentido más amplio posible?). Hago esas anotaciones para acordarme, más tarde, de buscar información sobre algo que me interesó, de leer a alguna autora o algún autor que mencionamos o –lo más frecuente, creo– de desarrollar en mi propia escritura algún germen de idea que apareció en la charla. Curiosamente pocas veces esa intención, en su momento apasionada, prospera. Una vez que nos despedimos paso a alguna otra tarea, la hoja en la que trabajamos vuelve al compartimento etiquetado “Shira” (es una de esas carpetas acordeón) y no sale de ahí hasta la semana siguiente. Siempre fantaseo con revisar esas hojas y escribir a partir de esos apuntes. Probar, al menos. Es mucho material sincero y en colaboración, pienso. Y queda ahí abandonado. Sin embargo: no queda abandonado; queda dentro del poema traducido. El paso del inglés al castellano incluyó todo eso. La versión nueva contiene en su argamasa toda esa notación del apuro iluminado.
Algunas anotaciones que casi no recuerdo a qué se referían:
En “Comice”, de Stroud:
-empatía
-Mervin: Ancient/Asian figures
-Rabassa, Goldstein, Bly
-Sweet Adeline (Berkeley)
En “Dissolving”, de Stroud:
-Las cosas frágiles [esto terminó siendo la génesis y el título de un poema que escribí] -Alexis
En “This Waiting”, de Stroud:
-poemas de “toda la mañana”
-Eugene, Oregon
-poesía sufí – trad. Daniel Ledinsky
En “In Sepia”, de Stroud:
-Salinger: happiness is a solid
En “After the Opera”, de Stroud:
-Taller: una sola oración – ritmo.
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Nos dice Laura, en el taller de traducción, después de leer su versión de un poema de Tomlinson: “Esta vez seguí mi instinto y fui mucho más feliz”. “Se nota en el poema”, le decimos.
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Traducir es adivinar.
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Cómo caigo una y otra vez en esa ingenuidad de “es algo muy sencillo de traducir”. Nada lo es. La traducción es siempre el nudo de un problema. La cuestión más sencilla se ramifica en decisiones cruciales, en detalles a confirmar (siempre la nota de la nota de la nota, ese estado provisorio de la palabra); el paso más superficial de un idioma a otro tiende a cobrar una profundidad indefinida.
(Lo compruebo hoy, una vez más, con un cuento muy breve de Bruno Munari.)
César Aira: Ahora que no traduzco
A un traductor se le están planteando todo el tiempo los pequeños grandes problemas de la microscopía de la escritura. Yo dejé de traducir hace diez años, y lo hice con alivio, pero pasado el tiempo empecé a sentir que había perdido algo. Y sigo sintiéndolo. Lo que más extraño no son las facilidades del oficio sino sus dificultades, esas perplejidades puntuales que despertaban mi pensamiento por lo común adormecido. Ahora que ya no traduzco tengo que inventármelas.
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¿Ya lo sabía? Hoy traduciendo a Stroud con Shira descubrí que “escalera caracol” en inglés se dice “escalera espiral”, y ella descubrió que “spiral staircase” en castellano se dice “snail staircase”, y las dos nos reímos.
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Cada vez que, traduciendo, me encuentro con una de esas mayúsculas que el inglés usa para nombrar idiomas, movimientos, períodos históricos, etc., siento cierto placer inexplicable al minusculizarla en su paso al castellano.
Como si me jactara de que mi idioma no se anda con esas pavadas ni se prosterna ante conceptos con ínfulas jerárquicas.
De estas sensaciones arbitrarias e irreflexivas también está hecha mi naturaleza.
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En el nuevo taller de traducción hubo ocho personas el primer día. Una de ellas es Pabla: somos amigas desde la secundaria.
Vivimos juntas muchas cosas importantes. Juntas rehicimos el lenguaje y nos forjamos un vocabulario y un anecdotario. Juntas tradujimos del latín; tengo una foto muy linda en la que ella, sentada a la mesa de mi departamento de Acevedo, sonríe con verdadera alegría y sostiene en alto, uno con cada mano, nuestros respectivos diccionarios vox latín-español / español-latín. Ahora nos vemos poco. De las ocho personas del taller fue la única que llegó a la misma solución que yo con el primer verso de “Cathedral”, de Stroud. Me emocioné. Estuve segura de que eso decía mucho sobre nuestra amistad, sobre nuestra historia.
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Anne Carson: Decir las cosas menos bien
Me gusta el espacio entre idiomas porque es un lugar de error o de equivocación, de decir las cosas menos bien de lo que se habría deseado, de directamente no lograr decirlas. Y creo que eso es útil para escribir porque siempre es bueno perder un poco el equilibrio, ser desalojada de esa autosuficiencia con la que una suele ir por ahí percibiendo el mundo y diciendo lo que percibe. La traducción produce constantemente ese desalojo, y por eso respeto la situación; aunque no creo que la disfrute. Es un filo útil contra el cual medirse.
Fabio Morábito: Las palabras coinciden más o menos bien
Cuando uno empieza a traducir se enfrenta a un problema, para mí irresoluble, y es que, en un sentido, la traducción es imposible. Ni siquiera la traducción de poesía sino la llana, como decir “Me gusta un perro”. Una frase tan simple pareciera que no daría problemas, pero sí los hay porque se traduce culturalmente. No traducimos sólo un idioma sino una cultura. Al principio te enfrentas con el hecho de que las palabras coinciden más o menos, pero uno siente que el sentido no es el mismo y eso paraliza.[…] Hay algo, un problema metafísico.
Yo leo y asiento con la cabeza.
Traducir es hermoso.
Traducir es horrible.
Traducir es desesperante.
Marcelo Cohen: quizá no tengo gran fé
Ya no debería seguir ocultándome que quizá no tengo gran fe en la eficacia o la factibilidad de la traducción. Lo hago porque me sale con cierta facilidad, porque me sienta al carácter más que el periodismo o la enseñanza, porque no tuve la paciencia de estudiar bioquímica y por tozudez.
Me sorprende mucho notar cómo esa fe en la factibilidad de la traducción va decreciendo con los años y la experiencia. Hay días en que directamente exclamo, frustrada, a solas frente el monitor: “Es imposible traducir”.
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Sin embargo, los inicios son sexis: temprano a la mañana hay ese momento emocionante en el que cada palabra, tanto en inglés como en castellano, vibra de sonido, sentido y asociaciones; ¡todas parecen estar diciéndome tanto! Los dos idiomas se miden y se funden, y por unos minutos todas retozamos (las palabras y yo) en una matutina orgía etimológica.
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Es la medianoche de un día feriado y de pronto siento, como en el mar, la ola que me eleva y me adelanta: el deseo de traducir. Hacía bastante que no lo sentía con esta potencia. El deseo específico de traducir rápidamente poemas de Marie Howe.
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El cuerpo, la cara, la manera de caminar, la manera de hablar de un o una poeta: miro mil veces a Frank O’Hara leer “Having a Coke with You”. Cómo eso ayuda a tomar decisiones de traducción: el cigarrillo apretado entre los dedos, la confianza en su propia voz, la velocidad a la que las palabras de esos versos largos van saliendo de su boca.
Este poema es veloz. Fue pensado para decirse velozmente. La traducción no debería frenarlo.
En cambio: Jimmy Schuyler leyendo “Salute”. Lento, arrastrado, triste. Empastillado.
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Traducir es adivinar. Al otro.
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Hola, soy tu traductora. Te estoy remodelando. ¡Sh! Dejate hacer.
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Charlar sobre todo a la vez, sin rigor, sin límite de tiempo y sin prejuicio: la mejor manera de traducir entre dos.
Es difícil encontrar compañera o compañero de traducción; pero cuando pasa nos encendemos.
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Sugerencia para recomponer el ánimo: que se corte internet o se corte la luz, sentarse a traducir en la mesa del comedor, a mano, poesía, sin diccionario.
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El deseo de traducir arrasa en los momentos más impensados o imposibles, incómodos. Como el deseo sexual. Después, cuando hay que traducir, cuando es la hora de hacerlo, y el lugar, a veces se adormece.