Con estas líneas no pretendo otra cosa que dar algunos atisbos personales sobre Julio Ramón Ribeyro. Naturalmente, mi perspectiva se atiene a mi doble condición de amigo memorioso y de lector agradecido.
En el mágico comercio entre literatura y realidad, no es lo mismo leer a un amigo que a un escritor cualquiera. Cuando leemos a un amigo, uno posee claves conscientes o inconscientes, y un marco mucho mayor de referencias. Conocemos las inclinaciones, las fobias, las simpatías y muchos detalles de carácter del autor. Toda esa información amplía y enriquece nuestra percepción. De un lado, nos gratifica como a cualquier lector, y de otro, nos facilita el desciframiento de sus enigmas. Para mí, por ejemplo, leer a Julio ha derivado entre otras cosas en el afán obsesivo de desentrañar el misterio de su fragilidad y su entereza, dos componentes tan contrastantes de su personalidad y que de hecho lo definieron como individuo, pero, sobre todo, a mi criterio, como escritor y artista.
También, claro, leo a Julio como el lector normal que busca gozar de la lectura y comprender mejor el mundo en que vivimos; y, finalmente, lo leo como escritor. Con esto último quiero decir que analizo y celebro con enorme interés sus hallazgos de lenguaje, los vericuetos de sus tramas, su fino diseño de personajes, sus rizos poéticos, o bien la sencillez y eficacia de su prosa y la emoción que gravita en sus historias.
Julio Ramón ha escrito novelas, teatro, diarios y prosas, pero, en opinión de sus lectores, su mayor aporte —donde ha invertido tripas y corazón— nos lo ha dado en el cuento, un género que, en este lado del continente americano, tiene una vieja tradición de brillantes autores. En ese frente, durante la colonia, se alinearon los cronistas de Indias, seguidos en la República por los costumbristas, y, ya avanzado el prolífico siglo XX, por autores como Quiroga, Borges, Cortázar, García Márquez, Rulfo, Arreola, Onetti y Benedetti, para citar algunos nombres. En el Perú, Ricardo Palma y Abraham Valdelomar fueron dos maestros del relato corto, siendo Valdelomar, sin duda, el fundador del cuento moderno. Julio Ramón nació como hombre de letras al amparo de tales autores, pero sus fuentes de inspiración fueron los maestros rusos y franceses del siglo XIX, Chéjov, Turgueniev y Maupassant. Él decidió, a mitad del siglo XX, escribir como un autor decimonónico. Lo decidió por vocación, por un deseo de cuajar un estilo limpio y despojado de extravagancias y ornatos inútiles, y porque no hacerlo de esa manera habría sido ir contra su naturaleza. Sin embargo, todo lector suyo sabe que se trata de un autor que también ha leído, y con gran dedicación, a Franz Kafka y James Joyce, y que, pese a emular el tono y ciertas convenciones fundadoras de la escritura decimonónica, es inevitablemente un escritor contemporáneo.
Julio Ramón, lo diré de una vez, escribió como un clásico y se convirtió en el más moderno de nuestros clásicos. Sus libros de cuentos, los diferentes volúmenes que conforman La palabra del mudo, revelan la pureza y lozanía de los clásicos. La prosa de Ribeyro es clásica por la claridad y la belleza de su estilo, y al mismo tiempo es moderna por su visión, por su manera de mirarse y de mirarnos. La suya es una escritura del siglo XX que fluye como agua fresca, una prosa que no envejece.
Obviamente Ribeyro no fue un autor de vanguardia, tal como se acostumbra decir en alusión a la fila de avanzada de los ejércitos, sino más bien de retaguardia, ya que él se ubicó en la tropa que recoge a los heridos y los muertos que caen en combate, pero que de hecho es igualmente importante para dar solidez, empuje y cobertura a los movimientos ofensivos. Su gran temor, me lo confesó en cierta ocasión, era convertirse en una antigualla, un autor anacrónico. Algunos críticos, confundidos quizá por sus maneras, lo vieron así. A estas alturas, no obstante, sabemos que es el cronista más penetrante y compasivo de las clases medias de su tiempo, y en definitiva el más moderno y vigente de nuestros clásicos.
¿Quién es este negro?
Recuerdo ahora algunas de las cosas raras que anuncia el título de esta nota. En sus primeros años de residencia en París, Julio Ramón había conseguido que la importante editorial Gallimard tradujera sus cuentos al francés. Se sentía muy contento y ansioso por ver aquel primer libro en la lengua de Flaubert, y, bueno, éste no tardó en llegar a sus manos, pero su alegría duró los pocos segundos que nos toma echar un vistazo a la tapa y contratapa de un nuevo volumen. La editorial había cometido un grave error: equivocó la foto del autor. En vez de su rostro, imprimió el retrato de un individuo de raza negra, un escritor africano de idioma portugués que tenía su apellido. Julio Ramón se quedó helado. Por varias horas, según me dijo, permaneció escondido en su casa, angustiado y sin saber qué hacer, en la más triste y lastimosa soledad. Para entender esta reacción, este pantano de inquietudes e incertidumbres, no hay que olvidar que Julio era una persona retraída y muy respetuosa de las formas, de los buenos modales.
Enfrentado a aquella desazón, tan absurda y embarazosa, no sabía de qué manera quejarse. Por ejemplo, dudaba entre llamar por teléfono o acudir personalmente a la editorial, y dudaba incluso del tono de voz en el que debía reclamar. Padecía esos desgarradores trances que solo sufre la gente tímida: rigidez muscular y ataque de pánico. Lo que más temía era ser malinterpretado, porque su protesta podía pasar por racismo. Y estuvo a punto de resignarse a que ese señor, el desconocido negro de la foto, fuera el Ribeyro de sus cuentos. Pero al final, haciendo fuerza de flaquezas, se atrevió a visitar la editorial y, entre balbuceos, deshaciéndose en disculpas, pidió que, por favor, si es que no era molestia, corrigieran el error.
Cucharas y cucharitas de hospital
Cosa rara, y a la vez intensamente dramática, fue asimismo lo que le sucedió varios años después en un hospital público de Francia. Julio Ramón, quien por entonces se veía como un hombre sumamente delgado —el más flaco entre los flacos—, era un paciente que convalecía de una operación de cáncer al estómago. Su estado era grave y los médicos no tenían mayores esperanzas, razón por la cual lo destinaron a la sala común del hospital. Esa sala, llamada también la sala de los desahuciados, era peligrosa. Allí les ponían el biombo a los enfermos; es decir, los separaban o cubrían para que el resto de pacientes no vieran su agonía. De manera que, si un paciente anhelaba curarse, debía salir de la sala común. Pero para conseguir tal propósito, y para acceder a otra sala donde los médicos proporcionaban mejores cuidados y alimentos, era imprescindible dar muestras de recuperación. El flaco Ribeyro advirtió entonces que su vida dependía de su peso; debía de ganar peso. Todos los días pesaban a los pacientes de la sala común, y aquellos que subían eran los candidatos a la mudanza, los que merecían la sonrisa de aprobación de los médicos y enfermeras. Ganar peso era el pasaporte para trasladarse a una sala especial, lejos de la desesperanza, lejos del moridero.
Así pues, Julio Ramón, en su empeño por ganar peso, comenzó a robar metódicamente las cucharas y cucharitas de las bandejas de otros pacientes; con gran disimulo, las ocultaba en los bolsillos de su piyama y su bata. Y, con ese peso adicional, se pesaba. Vivía la hora de la balanza con el suspenso de una película de Hitchcock. “Fueron momentos de gran tensión y autocontrol”, me dijo, “en las que debía ingeniármelas para que nadie se diera cuenta de que el peso que ganaba cada día no eran gramos de grasa y músculo, sino de cucharas y cucharitas”. Ese peso ficticio le salvó la vida y le permitió acceder a su anhelada sala especial, donde se alimentó mejor y, gracias a ello, mejoró su salud y vivió veinte años más.
Fuera de ser una excepcional circunstancia biográfica, esta anécdota de las cucharas constituye una típica situación ribeyriana. Julio Ramón, en ocasiones un ser ingrávido y apocado como los personajes de sus cuentos, sufrió en carne propia el trance de acercarse al abismo, y optó por echar una mirada hacia abajo. Esa mirada fue comprensiva e irónica, como la que nos entrega su obra literaria. Él pensaba que, frente a los embates de la vida, en los que tantas veces se nos pone a prueba, había que responder con igual coraje y serenidad: desenvainando una sonrisa de esgrimista.
¿Se robaron a Julio Ramón?
Y la vida, de hecho, lo despidió así, con ironía, con una ligera sonrisa; es decir, la actitud que él tantas veces confiriera a sus personajes. Yo aún tengo fresco en la memoria el día en que, desde México, una voz amiga le anunció el consagratorio premio Juan Rulfo, reconocimiento que alegró mucho a Julio, pero que él no alcanzaría a recibir personalmente, pues se murió a las pocas semanas de la ceremonia de entrega.
Julio me había llamado para darme la noticia, pidiéndome que la mantuviéramos en privado; hablamos del dinero (sus buenos cien mil dólares), hablamos una vez más del bote a vela que íbamos a comprar y que nunca compramos, y, en fin, quedamos en vernos esa noche. Nos fuimos, junto con Anita Chávez, su compañera de entonces, a tomar unas copas a La Rosa Náutica, ese hermoso restaurante sobre el mar miraflorino. Por esos días solíamos probar suerte en la ruleta de los casinos, y justamente La Rosa Náutica había estrenado no hacía mucho un casino propio. Y, bueno, Julio Ramón estuvo de suerte aquel día; no solo se enteró del premio literario, sino que además ganó en la ruleta. Ganó cerca de 3 mil dólares. Y en consecuencia, a los pocos días apareció un escultor, enviado por los organizadores del premio Juan Rulfo, hoy premio FIL, para hacerle fotografías (las hizo mientras almorzábamos en Barranco, en el restaurante del Negro Flores, que ya no existe); basado en ellas, modelaría y fundiría en bronce su busto, el tradicional busto de autor laureado por el Rulfo.
Meses después, tras la muerte de Julio, enviaron a Lima una copia de ese busto, que, gracias a la gestión de su viuda, Alida de Ribeyro, iría a coronar el céntrico pedestal del segundo óvalo de la alameda Pardo, en Miraflores, el barrio de Julio de casi toda la vida, donde pasó parte de su infancia y adolescencia, y donde en cosa de meses se rindió honor a su talento literario, dedicándole ese parque para la posteridad.
¿Y dónde está lo raro en esta historia? Lo raro y lo divertido de este asunto —estoy seguro de que Julio aún se estará riendo donde quiera que ahora se encuentre—, es que en menos de una semana su busto fue robado por unos ‘fumones’; según la policía, lo robaron para vender el bronce al peso y con el dinero de la venta comprar la droga que los ayudaría a seguir huyendo de este mundo. Parece un final de cuento ribeyriano, y, en efecto, lo es. Un final con su atmósfera de sorpresa y desencanto, con su impasible encogida de hombros, con su resignada frustración y silencio.
Ahora han puesto en ese parque una réplica de su busto, pero hecha en cemento pintado de color bronce, para que no se lo roben otra vez, o para que no acabe fraccionado y fundido en el suelo de un callejón por unos pobres chicos que a lo mejor jamás supieron quién era Ribeyro, ni que significaba aquello del realismo urbano en la literatura peruana, pero a quienes le correspondía su parte de herencia de la palabra del mudo.
Colofón
¿Es Julio Ramón un escritor para escritores? ¿Por qué, durante los años sesenta y setenta, en plena época del boom latinoamericano, su nombre no sonaba tanto como el de su compatriota, Mario Vargas Llosa? Hay muchas formas de responder a esas preguntas. Julio Ramón escribía cuentos, no novelas, aunque para mi gusto tiene una novela corta estupenda, Crónicas de San Gabriel. Los cuentos, según las editoriales españolas, venden menos que las novelas. Y a ello, además, se sumó el hecho de que Julio Ramón trabajaba contra sí mismo. Huraño y desconfiado, defendía su privacidad y su tiempo a rajatabla, le fastidiaban la promoción y las entrevistas, evitaba el contacto con extraños. Solo muy tarde en su vida, en sus tres últimos años, se abrió un poco al público. Pero nunca fue algo que le gustara. Prefería el perfil bajo, la discreción.
Sea como fuere, en el Perú, Julio Ramón es un consagrado, mientras el mundo aún no lo descubre debidamente. La reedición de su excelente obra en la prestigiosa editorial española Seix Barral de Prosas apátridas y de La tentación del fracaso, así como las nuevas ediciones de Alfaguara de La palabra del mudo, su colección de cuentos completos, cosechan año tras año entusiastas lectores de España y América latina que lo colocan entre los más destacados autores de la literatura en lengua castellana.
Texto editado de una charla ofrecida por Fernando Ampuero en el año 2009, en el Centro Cultural Inca Garcilaso del Ministerio de Relaciones Exteriores del Perú