13
Vi otra vez, el bosque de saúcos, los pequeños ríos y sus habitantes casi sin nombre; las cucharas de agua, las cacerolitas de agua y los hongos.
El lugar por donde cruzan los excaballos, los seres de antes. Y el dormitorio, y los murciélagos, que en la noche, abren la sombrilla, y se prenden al rostro, a las manos, al incansable sexo.
14
La pava iba por entre las retamas en flor, sin saber que la Navidad se acercaba.
Más bien parecía una señorita con sus plumas azules, el collar de corales y la locura por casarse.
Creo que hasta puso unos huevos, blancos como el mármol, o azules o morados. No sé, porque eso era antes.
Y el crimen se consumó a mis espaldas.
Pero, tal vez, algo de ella aún corra por mis venas.
Me queda como un remordimiento.
Un recuerdo raro.
16
Oigo a los teros de la infancia, allá sobre el maizal que mi padre inventó, que él hizo, mata por mata, que regó y adoró.
Estoy, de pie, al lado de la casa. Pasan máscaras, la de los teros, la del maíz, la de Dios, ésta es la más rara y la más fina.
Y baila, allá, sobre las colinas,
aquello atroz.
17
Vi una mariposa que moría y resucitaba, que moría y resucitaba, así toda la noche, creo, todo el tiempo. Cuando creía que la había vencido, ella volvía a abrir las alas, a vivir.
20
De los oscuros troncos de los naranjos caen hongos, azúcar, azahares. Tiendo la mano y devoro; aunque mamá me tiene prohibido que tome nada fuera de lo que ella me da en casa. Tengo miedo y los dedos confitados.
Hay murciélagos en la heredad.
En casa hay murciélagos;
fuman, se duermen, acostados
en el aire, simplemente.
Pero, es necesario ponerles, cerca, una tacita con sangre.
22
No olvido las casas de las palomas, los pequeños castillos de maderas en el aire, allá en las asoleadas tardes; ellas salían, revoloteaban como ángeles, volvían al nidal.
Las palomas grises, de alas ribeteadas; la paloma blanca, de gasa, de gladiolo, la paloma color almendra, y la negra paloma de sus sueños.
A veces, llegaba un loro, todo verde y rojo, como hecho con malvones; y hacía un gran discurso.
Ellas lo escuchaban con impaciencia; lo instaban a irse.
23
—¿Está doñalise?
Se entreabrió el portoncito junto al romero. La niña encontrábase allí, en el pequeño traje. Se atrevió a rectificar: LIS.
—Que si está doñalise. Y, si es gente… o hada.
La niña tuvo miedo y se apoyó en el romero que era su niño amigo.
Para serenarse pensó en la abuela, que, allá, en la cocina, hacía pastelillos, ardientes como rosas; alguno volaba un poco, a veces. Uno pasó volando, y ella tendió la mano y lo atrapó y lo mordió, y para cambiar de conversación, dijo: Tiene romero, (el romero miró sus propios ramitos, ya cocidos) hongos, oliva picada.
Pero, la otra pidió para entrar. Juntas llegaron al patio, cuyas enredaderas atajaban la lluvia. La mesa tenía un extraño hoyo. Las plantas, de hojas como alas. El cardomomo con sus flores purísimas, de Primera Comunión, entreabiertas, húmedas, salmones, como sexos, el cardomomo con sus gajitos de palomas, de…
La abuela se puso de pie; el cabello enroscado en la nuca como una rosa; dejó la fuente de los vivaces pastelillos, se secó las manos.
Dijo a la visitante que podía sentarse, que podía servirse.
Pero, ésta contó que venía de Pueblo Palmeras, que era Lía, hija de Estela, de María Lia.
Y preguntó si estaba doña Lise, si vivía, ahí.
La abuela respondió: –No. Es vecina.
Y si venía aquí.
La abuela dijo: –Tal vez, ahora, o a la tarde.
Midieron el tiempo. Eran las nueve: la tarde podría ser la caída de la tarde. La otra dijo que no iba a esperar. Salió al patio; la niña la seguía. Las plantas de nieve. La mesa seca bajo la lluvia. El romero se mecía, espolvoreaba el aire.
Aquélla quiso trepar a su carro de dos caballos; éstos, creyendo que, ya había subido, galopaban un poco; luego, se detuvieron asustados; entonces, ella trepó, y conducía sabiamente.
La niña se paró junto al romero, junto a una puerta, entró a la cocina, por ver si la abuela le daba otra pastelita, y así, se disimulaba todo ese otro asunto.
Pero, como nada hubo, salió al jardín, caminó un poco. La lluvia, ya había cesado. Caía un leve polvo. Las plantas abrían bien anchas las hojas; algunas entrecerraban los ramos. Caminó un poco. Hasta que, como siempre, sintió malestar y bienestar. Y, sí, allí, en el aire limpio, LIS surgió todo entera, envuelta en su tul brillante, el sombrero largo que parecía tocar el cielo, el rostro en óvalo, los ojos como zafiros.
… Tal vez, entraría
—a saludar a la abuela—.
Tal vez, se desvaneciese, enseguida.
24
Papá dijo que íbamos a la casa del tío Juan; y subimos con él, al carricoche —livianísimo—, mi prima, mi hermana, y yo. Era por el sendero de los álamos, de los eucaliptos rosados y celestes. La luna nos seguía, siempre, como un pájaro de papel, una mariposa, una princesa encaprichada. Al atravesar todos aquellos jardines, venía el perfume, a la vez, violento y sutil, de las arvejas; y las lilas volaban como moscas al alcance de la mano, se las podía atrapar, y venía, de continuo, el pío-pío de las liebres recién nacidas. Cuando llegamos a la casa de Juan, todos se alborozaron, los perros ladraban. Me senté, rígida, en una pequeña silla; era una alta niña, de ocho o nueve años, con la melena castaña, y el vestido de color de rosa. Vinieron mis primos, Luis Alberto y Juan Esteban. Me dijeron que fuera con ellos, que iban a mostrarme algo, y bajamos por una escalerilla, y descendimos al otro patio, y subimos a otra escalerilla, y, ya, en el desván, ellos comenzaron a desplegar unas hojas grandes y finísimas. De higuera, dije. Pero no. De ciruelo gigante. Y no. Y yo estaba extrañadísima, porque conocía bien las hojas de todos los árboles, y ésas, se parecían a todas y a ninguna. Contaron que estaban sometidas a un tratamiento especial y que tenían caracteres grabados. Y que ellos eran “Poetas”, y leían lo que estaba escrito en las hojas, y era algo prodigioso, en verdad, nunca oído. Y yo estaba inmóvil, y la luna, también, miraba por la ventana, fijamente.
Después, guardaron todo en grandes cajas bajo dos llaves. Y bajamos las escalerillas y llegamos al otro patio, y ya nos íbamos. Y la mujer de Juan ató un ramo de raíz de lirio para mi madre.
Y ya nos íbamos en el carricoche,
y yo tenía miedo y no entendía de qué.
26
La unión sexual se estaba realizando; pero, fue suspendida, porque las doncellas lloraban, miraban hacia la pared, rezaban. Una se adelantó y dijo una oración muy antigua, que nunca había oído; pero, igual, le vino a la memoria, y la dijo.
Entonces, la semiviolada huyó hacia los anaqueles, unió las manos cerca de los vasos de hierbas, las retamas, las cajitas de azucenas.
Un animalillo blanco como el mármol, con los ojos inyectados de sangre, pasó por el jardín.
28
Papá va a pescar.
Hay una luna enorme, redonda y clara.
Parece un día extraño.
Él sale con el anzuelo al hombro, y es como si fuera otro.
Los bueyes, al mirarlo, se levantan.
Él pasa y los pastizales se cierran suavemente; cae una manzana. El rocío brilla como un diablo, como un ángel.
La laguna queda lejos.
Mi hermana, mi prima y yo, no dejamos de dormir ni de jugar; pero, le seguimos con la mirada, y preguntando qué sacará del agua –Va a volver tardísimo– qué traerá para morir en casa.
No lo sé; pienso en un bicho nunca visto,
un gato sombrío de melena suelta,
que ríe y ríe, en el momento de morir.
29
… Es que resultaba irreal tu trabajo en medio del jardín de junquillos,
el leve punteo de la azada, que de seguro, no había tenido principio, y que no iba a tener fin,
porque el dulce de ciruelas con su mantón granate,
los viajes de los habitantes de la casa
y la luz de la luna,
podrían parecer existentes,
pero, tu faena, en medio del jardín dorado de flores, no.
30
Por entre las pajas doradas iban los aguazales, los pequeños barcos, recién construidos, de vidrio y de papel, donde viajaban conejos sin residencia, y las niñitas, que, en mitad de la tarde se escapaban, audazmente, de sus residencias.
Habría que filmar eso; y alguien, dijo: Lituania.
Pero, bien sabíamos que éste no era el país de Lituania.
El sol, aunque en el final, brillaba con fijeza; las aguas crecieron aún más y treparon otra parte de las pajas doradas y algunas ventanas de los barcos. Eran barcos pequeños, en los que cabían sólo una liebre y una niñita, y, a veces, sólo uno de los dos.
Las liebres eran todas doradas como todas las liebres, y con los ojos rojos, o azules como las turquesas.
Me dio miedo, e iba a huir; iba a abandonar la máquina cinematográfica, e iba a huir; pero, no pude, porque… pero, no podía porque…
Una de las niñitas cayó al agua, pero, se trepó, enseguida.
Las liebres miraban, indiferentes, los largos ríos que iban a recorrer.
31
Era un campo pobladísimo de animales.
Gliptodontes pequeños, y más grandes, y de gran tamaño.
Bajo las cáscaras peludas, parecían de piedra peluda.
No se rozaban ni se movían, por miedo a una hecatombe, al autoexterminio.
Si se los miraba, de nuevo, ya, parecían más, como si en pocos segundos se hubieran amado y multiplicado, y las crías tuvieran, ya, el mismo tamaño de los padres.
Algunos desplegaban la boca, en actitud de lamento o de apetito.
Y todos parecían máquinas o muebles.
32
Allí iban la María Josefa y la Poupée María, bajo la tormenta de manzanas que caía sobre la huerta, desde el corazón profundo de la tierra, desde el corazón sediento de las nubes, manzanas como fuego de oro puro, algunas venían envueltas en un papel de plata, otras eran grises y celestes como el humo.
Ellas avanzaban bajo la tormenta de lirios, de manzanas centelleantes.
A lo lejos, iban los animales avizores del campo, se oía el galope de sus uñas de plata.
Y, a veces, aparecían, también, los viejos ídolos. Leandro, Elba e Isabel; por un segundo veíanse sus retratos en el cielo, en la piel dorada de las manzanas.
Entonces, ellas se asustaban, la María Pepita y la Poupée María, eran madre e hija.
O la madre no se asustaba nunca.
Y la niña fingía hacerlo, daba grandes gritos, se echaba de bruces en el mar de lirios, de pronto, fallecía.
37
Me encantan la magnolia amarilla,
y la magnolia rosada y amarilla,
y la magnolia blanca como una estrella,
y la magnolia con rayas grises,
ésa que parece una pájara del bosque,
una polla con las alas abiertas.
Pido a papá que me traiga la magnolia que nadie tiene;
y él va y la corta en el minuto preciso,
y la trae al medio de la pieza,
y ella abre los grandes pétalos perfumados,
y le cuelga la cabecita gris sangrando.
40
Anoche, me pareció que era mi abuela, la antigua rosa, la Rosa antigua, que pasaba, ciega, los escalones de la casa, y los del Más Allá.
41
Una vez, en casa, nació un caballo, o en los alrededores de la casa; desde el momento de su nacimiento y el de caminar, que casi fueron uno, demostró gran masculinidad y belleza; era azul, reluciente, y la cola le llegaba al suelo pero, cuando pasó el tiempo, su color fue tomando otro sentido, y fue como la “flor de un día”, ese lirio que dura sólo un día, y que es blanco y con manchas negras; pero, al tocar la plena juventud, ya, estaba totalmente nevado, y así, las opiniones se dividieron; hubo partidarios del caballo negro, y otros, de éste, del de ahora. Las niñas de la casa, que éramos tres, estábamos enamoradas de él, y también, las de las vecinas. Algunas le seguían llamando “el caballo negro”, aunque, ya destellase; otras ni siquiera lo nombrábamos. Se alimentaba de ramas, de rosas y alhelíes, y de las cajas de masas que, a propósito, le dejábamos entre los pastos, envueltas, siempre, en papel de color de rosa, que él apartaba desdeñosamente, comiéndose la dorada confitura. Iba y venía, mirándonos con indiferencia, y hasta con burla.
Pasó mucho tiempo. No sé en verdad lo que pasaba. Pero, por verle, abandonamos la canastilla de los estudios y el canasto de las puntillas; no nos imaginábamos ninguna cosa de la vida, en que no estuviese presente aquel caballo.
………………………………………………………………….
Hasta, que, al final, él se casó con una de nosotras. La que era algo mayor; una muy pálida y de pelo largo.
Recuerdo el día de la boda,
el viaje y el olvido.