Una casa devastada después de un huracán: las estructuras se mantienen, nadie asegura que la casa se venga a bajo, pero hay confianza de que por el momento no será así. Vidrios rotos, muebles destrozados por doquier. Ropa diseminada como en una batahola de locos. El techo cayéndose a pedazos, la mampostería evidenciando que el arreglo del mes pasado no fue duradero. No darían ganas de vivir ahí: no hay luz, no hay agua, no hay gas. Es la ruina total. Pero es tu casa. Tu casa, la de nadie más. Y no se puede ir a otro sitio. Años y años construyendo, años y años, arreglando, tapizando, comprando muebles y utensilios que fueran como propios. Entre las ruinas, encontrar, de pronto, un objeto amado: una fotografía vieja o un reloj que fue del abuelo. O tal vez, un vaso que sobrevivió intacto y que ahora, al estar a la intemperie, es un lujo que se celebra y da ánimos. De un lado a otro de la casa, jirones de cuadros bellamente enmarcados son el recordatorio de una época que se quiso mejor. Pero hoy, esos mismos jirones, más que develar el estatus de un pasado imaginario, son en el presente un resguardo afectuoso de esa misma intemperie que vuelve una y otra vez a mirar de frente. Y esa mirada se encuentra tenaz con nuestros ojos. Así leemos la literatura, tal vez toda literatura. Así, muy probablemente, la escritura de María Negroni, nos mira cuando su casa —nuestra casa— se cae a pedazos, pero sabemos que en ella tenemos que habitar porque la hemos construido año tras año con el fin de desafiar a la intemperie.
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No sé si otros lectores de la poeta y escritora argentina pensarán lo mismo, pero su literatura, su escritura, siempre se me ha ocurrido imaginármela como la de una vasta variación original y contemporánea de ese libro fundacional y único de nuestras letras continentales: Los raros de Rubén Darío. No lo digo por el afán crítico que se le adosa a todo poeta moderno —y a estas alturas postmoderno— en la estela inaugurada por Baudelaire, tampoco en el sentido que implica efectuar un “revival” de gestos de autoconciencia crítica en una época como la nuestra, tan dejada de sí misma en ese tipo de manifestaciones que terminan convirtiéndose en un cliché “intelectual”. Para nada. Lo pienso más bien como una variación que asume en la recreación constructiva de los referentes a los que acude, una búsqueda apasionada de sus razones últimas. Acaso su justificación para poder decir, menos para solicitar un fuero especial a lo histórico. Tal vez por eso, en la trama amplia y variada de su escritura, los ensayos de Negroni se me vienen a la mente no como eruditos estudios o indagaciones excéntricas para dar cuenta de una sensibilidad tal o cual que deba rendirle pleitesía a la “actualidad”, ese tótem en que se consumen los sacrificios contemporáneos de tantos inocentes. En absoluto: cuando esta escritora recorre con la prestancia de su prosa ese verdadero catálogo imaginativo que hace de Edgar Allan Poe, Drácula, The Maltese Falcon, Touch of Evil, Raymond Chandler, el Capitán Nemo y el Dr. Jekyll, por ejemplo, referencias de una pasión lectora y visual que nos conduce a laberintos oscuros, es menos por el peso de un romanticismo demodé y edulcorado lo que pone en juego, que acaso un modo de tratar de decir a esa misma época a semejanza de un baile de sombras que se viene a mal con la claridad de una razón ilustrada echa añicos y que, en nuestra literatura, siempre ha querido examen, escáner social y diagnóstico de crisis permanentes. En ese gesto, quizás anida un modo de leer, un modo de entrever en la huerfanía hispanoamericana, el contacto con tradiciones alternas que socavan la modernidad de la cual siempre hemos sido deudores. Por otro lado, el interés de Negroni por esas figuras centrales, pero excéntricas —Walser, Benjamin, Dickinson, por ejemplo— es el contrapunto ideal para las puertas tenebrosas del cine Noir o los fascinantes museos de cera que atraviesan su poesía y buena parte de su prosa. Contrapunto en tanto no escatima en hacernos ver siempre el reverso de la apariencia, destruyendo de paso, el anverso de lo que creemos como presente: pura fantasmagoría que funda su propio vacío, pero que es también a su vez, aquello que se quedó abajo cuando el tren de la modernidad partió. Y al parecer, cuando ese tren se ha estrellado en la estación final —que pudo haber sido la vieja Estación Finlandia, pero de la cual, toda utopía huyó— no deja de ser altamente ejemplificador el modo en que el retraimiento de la Dickinson, por mencionar un caso, es para Negroni menos un aspecto de una biografía que nos seduce como peculiar, que un gesto de escritura que se retira de escena para fundar su propio sentido. O cuando comenta a Walser y nos lo muestra más como un compañero de ruta de los caminos del sueño que de los principios categóricos de la escritura engagé que, hoy por hoy, a modo de un zombi que jamás fue aniquilado, retorna por sus fueros. Es que en los guiños y actualizaciones de Negroni habita ese afán de detener la máquina y volver atrás para decir: “intentemos de nuevo”. Por eso es más que probable que las alusiones de febril nocturnidad, apelando a Novalis y a Edgar Allan Poe, tal como esas vueltas de tuerca en la espectral reivindicación de Marosa Di Georgio, Horacio Quiroga, o cierto Octavio Paz –el de La hija de Rapaccini que tanto nos recuerda a E.T. Hoffmann– nos muestran a una escritora que lee y nos invita a leer el reverso de una modernidad atascada. El rostro carcomido del progreso por el sonambulismo de cine negro, como por los monstruos de la fantasía vía Mary Shelley o Ridley Scott o por los vampiros que anhelan sólo ser mortales, desdeñando el infinito y, ciertamente, los filósofos de las miniaturas que hallaban como la más fecunda fatalidad reflexiva el mirar melancólico de las figuritas de mazapán, son el contradiscurso de una modernidad que nunca tuvimos y que se abre a su propia disolución en el impacto estético de su propio horror. En ello, Negroni da el salto y se aventura: en la estela de Darío, en la de Huidobro, Pitol, Paz o Borges, nuestra escritora prefiere mil veces hacer catastro significativo de las ruinas de la vieja promesa que tragarse la asepsia de una postmodernidad que se va volviendo cada vez más moralizante. Negroni hace suyo el dictum de su amada Susan Sontag: “Para acceder a la literatura mundial es necesario escapar de la prisión de la vanidad nacional, del filisteísmo, del provincialismo obligatorio, de la escolarización inane, de los destinos imperfectos y la mala suerte. La literatura es el pasaporte para entrar en una vida más amplia, es decir, una zona de libertad”. Así, la escritora argentina, nos plantea un desafío de “reconocimiento” no tanto de lo “nuevo”, sino de lo que se quedó en el tintero antes del cierre de la imprenta y que es preciso aprehender en vistas de la jauría que internet ha soltado vociferante. Tal vez por eso, Negroni nos aborda con el menos conocido Huidobro, el de Cagliostro, indicándonos que, en una época técnica, la magia no se extingue, como a su vez, nos inquiere con los laberintos infantiles del Verne de 20 mil leguas de viaje submarino para señalar que aún esa misma técnica no es sino un detritus melancólico. Sin duda esas conjunciones, azarosas, provocativas, variables, tienen menos de reliquiario que de exploración de sentidos posibles. Esa es la “rareza” de la escritora argentina, una “rareza” en la estela de ser descendiente de Darío, no por un gusto musical, sino para inventar mosaicos que amamos al identificarlos con nuestra diseminada no/identidad postmoderna y que creemos liviana, pueril, pero más que nada, atenta en su lucidez juguetona.
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Un critico literario chileno, hoy muy probablemente olvidado, Ricardo Latcham, a mediados del siglo XX, escribía sendos estudios para examinar la influencia de Balzac y Zola en la narrativa hispanoamericana. Que esos estudios nos digan algo aún, es tema que dejo en suspenso, pero que muestran por otro lado, una pasión común en nuestras letras se me hace palpable: ese afán de querer hacer de la literatura un correlato prístino del conflicto social, casi como un planteamiento dialéctico, y que implica abordar o entender la literatura como una especie de antítesis, necesaria en su cariz estético, pero paso previo para una síntesis tal vez mayor que los mismos discursos emancipadores de lo político y social demandarían en eventuales etapas socio-históricas posteriores, enarbolando sus banderas liberadoras. Pero siempre, ante tamaños consensos, han existido esos escritores y poetas entre nosotros que sin desdeñar para nada aquel desafío cultural, efectúan un viaje oblicuo en aras de asumirse en la retaguardia de una modernidad que no siempre ha sido feliz y menos complaciente entre nosotros. Creo que el gesto de “rareza” de Negroni que mencionaba líneas más arriba, va en esa dirección: sólo, así como lector me veo seducido por las bellezas siniestras que evoca, por las oscuras referencias que atrae, por los juegos de imaginación seductora que propone. Al final, en la antesala de una modernidad desquiciada, una escritora como Negroni, creo que entre nosotros ocupa esa posición que tan bien ha descrito Antoine Compagnon: “una antimoderna”. ¿Será posible eso? ¿o es acaso una mera provocación en una época tan atenta de detectar, denunciar y desacreditar el surgimiento de cualquier discurso que le parezca sospechoso al no concordar con el mito del progreso y la moralidad a él circunscrito? En un instante histórico como el nuestro que ha sido testigo del cuestionamiento a los logros de ese largo periodo de autocomplacencia imaginativa como lo ha sido el siglo liberal desde fines de la Segunda Guerra Mundial, una literatura como la de Negroni, de pronto, caídos los resquemores victorianos de puritanismo censurador, creció a sus anchas en la idea de su propio juego de formas, en su propio entrecruzamiento de placer, fantasía y oscuridad. Ese tipo de narrativa, ese tipo de ensayo, ese tipo de poesía, desprendida de la asfixiante moralidad del “deber ser” es lo que, a nuestro modesto parecer, ha hecho de Negroni tan seductora: un viaje por el lado oscuro de la existencia que posee su cuota de crítica ya sea cultural o política y que no es desdeñable en sus apariencias estéticas de intensidad fantasmagórica. La literatura de Negroni ha efectuado un viaje que no es inofensivo a pesar de querer identificarlo con lo excéntrico, lo marginal o la erudición del imaginario gótico o neorromántico. Porque Negroni, a diferencia de varios/as, no lee, por ejemplo, en Benjamin, al filósofo de la historia que invoca al ángel para que le abra un intersticio al mesías prometido bajo la capa de la reivindicación social de lo que sea. No, Negroni se fascina más bien con el filósofo que admira muñecas, chucherías y que se va de vagabundaje de la mano de Baudelaire entre los recovecos de la gran ciudad. Lo mismo que Walser, lo mismo que Chandler, lo mismo que Hawthorne, lo mismo que Pizarnik: figuras, estelas, instantes, imágenes para nada convencionales y donde la locura, el tedio, la asfixia y la alienación cobran su fuero con los ojos de una llovizna a las afueras de un cine de barrio que ha contado esas historias negras que tanto nos fascinan. En ese gesto, no hay economía. Hay gasto simbólico sin capitalización: puro exceso y sin mediación, catástrofe y pura oblicuidad.
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Aun la casa no se cae a pesar de no arreciar la tormenta. Entre sus ruinas, nos cobijamos, pero no sintiéndonos ajenos, evidentemente, a la intemperie —como siempre ha sido—, pero sin la angustia de no saber dónde estamos. En el intertanto, mientras sabemos que ninguna ayuda llegará, retiramos los escombros y leemos. No podemos dejar de hacerlo.