Antes de que yo naciera, mi madre ya había escrito una nota de suicidio. La tarde en que la leí, estábamos en su casa y yo tenía más de veinte años. Ella miraba un documental sobre los fenicios. Yo revisaba una libreta que acababa de encontrar en una caja de madera, donde había cartas y documentos viejos. La libreta, que era de su época de estudiante de literatura, tenía anotaciones de sus clases, números de teléfonos, poemas de amor. En las últimas hojas, encontré la nota. La leí en silencio y algo confundida, le dije:
Mamá, mirá lo que encontré.
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Mediante gestos, yo alimentaba osos de peluche y muñecos brillantes, articulados. Con crayones azules pintaba las hojas blancas. Mecía animales de tela, muñecas de plástico negro. Entonces no podía imaginarme quién era, de verdad, mi madre. Para mí, ella se parecía a cualquier otra: llevaba el pelo corto, preparaba caramelos con jugo de limón y azúcar, pronunciaba suavemente el nombre de ciertas plantas. Con sus labios finos me decía: este es el color rojo, este es el número cuatro. Me decía: esto es un barco de papel, una langosta, una semilla, un dado, una cicatriz.
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Si la historia tuviera un comienzo, podría ser este: mi abuela se casó con Amantino el 20 de julio de 1946. Al día siguiente se mudaron a un rancho de adobe con techo de chapa, ubicado en un campo de Buena Unión, al norte del departamento de Rivera. Vivían a cuarenta kilómetros de Brasil y a más de cuatrocientos de Montevideo. Mi abuela quedó a cargo de la casa, él de la tierra y los animales. Ella tenía veintitrés años cuando se casó con Amantino, su primo hermano.
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Un año después nació mi madre. Dos años después, Braulio, y el tercer hijo, Ernesto, llegó al quinto año. El día del casamiento, llovía. Mi abuela siempre repitió que esa lluvia, la que caía mientras se casaba con el único hombre de su vida, había sido un mal augurio.
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Sobre el verde que rodeaba el rancho había:
Naranjos, nísperos y manzanos para cosechar.
Sandías, zapallos y papas para comerciar.
Gallinas, cerdos y vacas para cuidar y matar.
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Mi madre tuvo una yegua que llamó Cumparsita. Le puso un nombre tanguero porque nació un 2 de febrero, como Julio Sosa. Tenía el pelaje castaño y una mancha blanca que le empezaba encima de los ojos y terminaba en la nariz, como si le estuviera cayendo un chorro de leche desde la frente. Era indómita: si se ponía nerviosa amagaba a tirarse contra los alambrados. Mi madre se le acercaba y le susurraba tranquila, tranquila, y le hacía el mismo ruido, imagino, que me hace a mí cuando quiere silencio, como si de su boca estuviera cayendo agua.
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Cuando el sol desaparecía, el trabajo acababa y la lámpara de queroseno doraba el piso de tierra, los muebles de madera de pino, el cristalero con copas distintas. A la hora de la cena, los niños comían acodados sobre el mantel de hule los guisos de mi abuela. No era necesario hablar. Amantino prendía la radio para tapar el silencio de la noche y suavizar los ladridos de Cuidado, el perro que deambulaba afuera.
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El paisaje era tan vasto que empequeñecía las cosas de adentro. Con el tiempo hasta el rancho se achicó. El peso de las chapas del techo lo fue aplastando, hundiendo a los cinco cada vez más dentro de la tierra.
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Suelo recordar a mi madre sentada: de piernas cruzadas, hablando por teléfono en el sofá; un poco encorvada, cosiéndole rodilleras a mis pantalones; frente a la tele mirando novelas brasileras, noticias a las ocho de la noche; concentrada, anotando en los márgenes de sus libros; acomodada frente a mí, con los ojos fijos en el damero, comiéndome una ficha y después riéndose.
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Para Amantino sus hijos nunca tuvieron nombre.
Ernesto era el rengo.
Braulio, el pajero.
Mi madre, la loca.
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Ernesto cojeó a partir de los cinco años, desde que tuvo polio y se le deformó la columna.
Braulio, a los seis, sufrió sus primeras convulsiones de epilepsia.
Mi madre, a los diecisiete, creyó por primera vez que vivir no valía la pena.
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Mamá… mamá, susurro.
Ella está quieta, acurrucada en la cama. Sospecho que tiene los ojos cerrados. Volvió hace poco de dar clases, me saludó con un beso y me preguntó cómo estaba. Almorzó tallarines sin calentar y se acostó en la cama de dos plazas a dormir la siesta. Mientras tanto, juego a lo de siempre: que soy veterinaria y curo a Zulú, a Bresler, a Mimi y al resto de mis perros de peluche. Con mucho cuidado, les doy remedios y leche, los peino y los pongo a descansar en el sillón del living.
Cuando termino de curarlos a todos, me acerco al umbral del cuarto. Mi madre es un bulto sobre la cama, al costado de una cartera entreabierta. La llamo, pero no contesta. Desde donde estoy, distingo el borde de su agenda y la bolsita blanca donde guarda las tizas y el borrador.
Mamá… mamá, susurro, pero ella no responde.
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Tres veces viví en la misma calle de Montevideo. A los pocos días de haber nacido, me llevaron a un apartamento de dos cuartos en Magallanes y Mercedes, donde cada madrugada escuchaba las sirenas del cuartel de bomberos. Tres veces viví en Magallanes, que baja hacia el sur, donde muere la tierra frente al mar herrumbrado. Tres veces viví, como si fueran distintas, bajo la sombra de sus plátanos y sus luces de sodio que apenas alumbraban la noche.
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Amantino dormía con un revólver bajo la almohada, un Smith and Wesson calibre 38. Lo utilizó en ciertas ocasiones: para afinar la puntería tirando contra un par de latas, para enseñarle a mi madre cómo disparar, para apuntarlo, un día, contra la frente de mi abuela.
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Cuando Ernesto tenía doce años, mi abuela lo llevó a Montevideo, al Hospital de Clínicas, para tratar de enderezarlo. Lo devolvieron al rancho de Buena Unión con el cuerpo enyesado: durante los seis meses siguientes, intentó calmar los picores que sentía bajo el yeso rascándose con agujas de tejer. El procedimiento no sirvió de mucho: al poco tiempo, volvió a doblarse. Años antes, le habían operado los ojos negros, estrábicos, pero tampoco había servido. Amantino no siempre le decía el rengo, a veces lo llamaba el bizco.
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En las noches, mi madre va hasta mi cama y me acaricia la cabeza. En un susurro, como si apenas quisiera que la escuchara, me canta:
Había una vez un lobito bueno,
al que maltrataban todos los corderos.
Había también un príncipe malo,
una bruja hermosa y un pirata honrado.
Pasa su mano sobre mi oreja y siento un ruido casi marino, como una ola que vuelve a mis oídos una y otra vez.
Todas esas cosas había una vez
cuando yo soñaba un mundo al revés.
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Un mediodía, mi abuela picaba cebolla, mientras Cuidado, el cusco marrón de patas cortas, daba vueltas por la cocina. Mi madre llevaba a Ernesto y Braulio de la mano. Mi abuela le había encargado cuidar a Amantino, porque durante la mañana había dicho:
Hoy me mato.
Mi madre, de ocho años, lo persiguió por el comedor, lo vigiló a la altura de su cintura, estuvo detrás de él cuando entró al galpón del fondo, sacó una cuerda de entre las herramientas, caminó hasta un árbol y la enganchó a la rama. Entonces, mi madre apretó la mano de sus hermanos y con la vista fija en su padre, empezó a aullar:
¡Mamá, mamá, mamá!
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La ciudad de Rivera le debe su nombre a un genocida. En abril de 1831 el coronel Bernabé Rivera citó a decenas de charrúas en el corazón del país, a orillas del arroyo Salsipuedes. Siguiendo las instrucciones de su tío, el primer presidente de Uruguay, les dijo que quería convocarlos para recuperar ganado al sur de Brasil, pero una vez allí, los asesinó con la ayuda de una tropa de más de mil hombres. A las mujeres y niños los vendieron como esclavos en Montevideo. A los charrúas que escaparon, Rivera los persiguió durante meses hasta que lo tomaron como rehén en una batalla. Se dice que le cortaron la nariz, que le arrancaron las venas del brazo derecho y que con ellas envolvieron la lanza del primero que lo había herido. Después, hundieron su cara en un pozo con agua.
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En la cara de mi madre todo era suave: su nariz era chica, puntiaguda, y sus cejas imperceptibles. Sus labios eran finos y rectos, y había cierta belleza en eso, en que su boca fuera como una ranura, como un buzón donde uno pudiera dejar mensajes. De niña veía sus brazos cargar kilos de arroz y fideos, botellas de agua mineral y macetas con malvones desde la feria. Por ese entonces, aún tenía la barriga suave debajo de los vestidos y de las blusas floreadas que compraba en tiendas de segunda mano.
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A mi madre le gustaba perseguir gallinas y serpientes, pescar mojarritas en el arroyo, esconderse entre las plantas de hinojo, canturrear tangos frente al espejo de mi abuela. Le gustaba, sobre todo, aparecer en el comedor cuando estaban todos, tomar un sorbo de agua y empezar a tambalearse de un lado a otro, chocándose contra las paredes como si estuviera borracha, mientras sus hermanos se morían de la risa. Incluso Amantino se reía del descaro con que balbuceaba frases sin sentido, con que revoleaba los ojos y caía desplomada sobre una silla.
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Por las sonrisas de mis padres, por el entusiasmo con el que se acercan, sé que detrás de su espalda esconden mi regalo de cumpleaños. Sin decir nada, me ponen en las manos una caja de sandalias Azaleia. Me desilusiono un poco porque son sandalias y porque no están envueltas en papel de regalo, pero cuando abro la caja se levanta hacia mí una cabeza con una nariz como dos pinchazos y unos ojos negros y chiquitos que son de tortuga pero parecen de pájaro.
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En realidad, mi abuela quedó embarazada cuatro veces.
Poco después de que nació mi madre –una niña rubia, de ojos verdes– y antes de Braulio, entibió a otro hijo adentro de su vientre. Mi madre tenía doce años cuando escuchó, por única vez, hablar sobre ese aborto. Mi abuela se lo contó como solo puede contarse algo así: sin dar detalles.
El resumen es este: mi madre tiene dos hermanos, otro que no nació y dos más –un hombre, una mujer– que no conoció nunca.
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Mi padre remoja una camiseta blanca en un balde con agua y cloro. Encaramado a la escalera, protegiéndose las manos con guantes de goma, limpia los hongos del techo. Las ventanas están abiertas y los muebles despegados de las paredes, como si una fuerza los hubiera atraído hacia el centro del living. El espejo grande está apoyado en el piso y por primera vez refleja mis piernas flacas, mi pantalón verde manchado de mermelada. Podría irme a mi cuarto, protegerme de este olor fuerte, casi picante, y del frío del invierno, pero me quedo mirando la estela blanca que queda detrás del trapo, el movimiento que borra los lunares del techo.
Creo que todas las paredes del mundo son como las de mi casa, que todos los padres, a veces, se suben a una escalera para blanquearlas. No sé todavía que hay algo en este apartamento, en esta ciudad, que hace que todo se eche a perder más rápido: el azúcar, las galletas, las paredes, los huesos, los pulmones.
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El juego era sencillo: cada uno salía por turnos a disparar al campo, mientras el resto esperaba adentro del rancho. El blanco lo elegía cada jugador: podía ser un palo, una lata o la fruta de un árbol. Esa vez, Amantino fue el primero en salir. Llevaba un reloj en la muñeca, un pantalón oscuro, una camisa a rayas y por debajo dos camisetas que, a pesar del calor, usaba para verse más fornido. Odiaba parecer un hombre flaco. Con pasos firmes y su revólver cargado, enfiló hacia atrás de la casa, mientras Braulio y mi madre, los otros jugadores, lo miraban desde la ventana. Amantino apuntó hacia lo alto y disparó. Una manzana se despedazó en el aire.
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Después salió mi madre con una escopeta de aire comprimido. Llevaba el pelo corto, un jean gastado y un soutien rosado –uno de los primeros que usaba– que se traslucía debajo de su camiseta blanca. Se alejó de la casa, mirando hacia todos lados. Se fijó en un árbol y apuntó con firmeza, imitando la postura de su padre. Inmóvil, con la mirada afilada, sintió el peso del arma, la adrenalina antes del disparo. Apretó el gatillo. De una rama se desplomó un benteveo. Mi madre siguió petrificada, como si aún no hubiera disparado. Luego dio la vuelta hacia la casa y caminó sin mirar atrás, dándole la espalda al pecho amarillo del pájaro que apuntaba al cielo.
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Solo una calle. Eso es lo que separa Rivera de la ciudad brasilera Santana do Livramento. Para llegar desde Montevideo hay que viajar seis horas hacia el norte y pasar frente a su cementerio, frente a sus paredones altos, algo azulados durante la noche. Si uno se adentra por la calle Anollés, por sus hileras de casas sin antejardín, de techos bajos y rectos, verá en una esquina una casa color salmón con celosías blancas, rozada por la sombra de una acacia.
La casa tiene pisos de madera que crujen al pisarlos, un reloj cucú, frascos de vidrio con especias, un televisor a todo volumen que destella programas brasileros y una cotorra verde, con un ala cortada, que da pasos cortos en un patio minúsculo. En esa, la casa de la calle Anollés, la que está casi cayéndose del país, es donde mi abuela vivió sola por primera vez.
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Una madrugada, Amantino llamó a mi madre desde su cuarto. Ella, medio dormida, sobresaltada, caminó hasta la cama donde estaba acostado junto a mi abuela. Él la hizo sentarse a su lado y le contó sin preámbulos que ella tenía dos hermanos, dos hijos que tuvo antes de casarse. Le habló de la carta. Le dijo que ellos le habían escrito pidiendo que los reconociera, pero que él los ignoró, porque sus verdaderos hijos eran ellos. El rengo, el pajero, la loca.
No hay que andar desparramando el apellido, le dijo, y nunca más volvió a hablar del tema.
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No me doy cuenta si es cielo o mar. Sostengo una pieza de puzzle celeste, le doy vueltas en mi mano, le paso el dedo por los bordes. A veces interrumpo a mi madre, que mira el informativo a mi lado, para preguntarle si las piezas irán por encima o por debajo de los barcos.
Un niño de siete años está desaparecido desde ayer en el norte de Montevideo. Levanto la vista hacia la televisión. Un policía dice que no hay pistas, pero están rastrillando la zona junto a familiares y vecinos. La madre del niño llora. Tiene el pelo largo, los ojos hinchados, y una camiseta vieja a rayas rojas y blancas. Dice hacia la cámara: necesito encontrarlo, por favor. Es muy chiquito, por favor.
Sigo dando vueltas la pieza en mi mano. Ya no quiero preguntarle a mi madre dónde va. Ella sigue mirando la televisión, ahora con la boca más caída y cansada. Trato de encajar la pieza en el mar. No puedo. Intento más allá y tampoco. Pruebo más arriba y el cielo se ensancha.
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Se acercaba la tormenta. Las nubes, como un algodón sucio, cubrían todo el cielo. Braulio galopaba sobre el lomo negro de Cambá, a contramano de un viento que castigaba a los árboles. A sus once años no conocía el mar, pero se imaginaba que debía sonar así: como el viento azotando en oleadas las altas hojas. De pronto, sintió un gusto metálico. Se tiró del caballo, sabiendo lo que venía, y se retorció con la espalda contra la maleza y los ojos blancos apuntando hacia el cielo blanco. Cuando volvió en sí, Cambá seguía quieto a su lado. Durante la mitad de su vida había sufrido de ataques de epilepsia que lo habían derribado sobre el piso o la maleza, que habían obligado a mi abuela a arrodillarse y destrabarle la lengua con los dedos. Tres años después, Braulio se curó. A causa de la edad, según los médicos, y por la gracia de Dios, según mi abuela.
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En los veranos, cuando visito la casa de Anollés, me mandan a dormir sola en el cuarto más chico, que da hacia la calle y tiene un retrato grande colgado en la pared, un retrato en blanco y negro de un anciano: un pariente lejano, decrépito, que para mostrarlo erguido en la foto lo ataron al respaldo de una silla.
El silencio absoluto de la noche se raja por el ruido potente, horizontal, de una moto que pasa. A la misma altura de mi cama, antes de cerrar los ojos, veo una muñeca antigua, enorme, de ojos duros y perversos.
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Amantino no sabía de dónde diablos había salido ese crucifijo que colgaba sobre su cama de matrimonio y que durante las noches de insomnio lo obligaba a cruzar la mirada con Jesús. Mientras daba vueltas en calzoncillos, alumbrado por la lámpara de queroseno, repasaba en su mente las órdenes que al otro día daría a Braulio y a los peones. En algún momento mi abuela despertaba y le extendía una mano. En ella anidaba, como a un animalito, una pastilla blanca. Él la tragaba sin agua, con un golpe hacia atrás de la cabeza. Después se recostaba sobre la almohada, sobre el arma corta que había debajo, y dormía hasta el mediodía.
A Amantino le perturbaba que Jesús inclinara su cara agónica hacia él. Siempre creyó que eran de mal augurio tres cosas: los tangos de Gardel, que no dejaba que nadie escuchara; los sombreros blancos, que nunca usaba; y ese crucifijo que nunca se atrevió a descolgar.
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A los diecisiete años, mi madre sintió por primera vez en su vida unas ganas brutales y distintas de llorar. Lloró en su cama, sin poder levantarse, sin entender por qué lloraba.
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En la casa de Anollés me paso las tardes masticando caramelos brasileros. Las pocas palabras que sé en portugués las aprendí de sus envoltorios: abacaxi, morango, pêssego. Suelo rasparme el paladar con esos dulces baratos mientras las manos de las señoras —mi madre, mi abuela, mis tías— preparan postres almibarados, tejen, cosen, pintan servilletas, repasadores y pañuelos de tela.
Al mediodía, almorzamos los animales que Braulio trae de Buena Unión y el sabor de la carne asada se mezcla, a intervalos, con buches azucarados de guaraná. A la hora de la siesta, detrás de las cortinas cerradas, la luz del sol se desparrama y la ciudad se vuelve demasiado blanca para mis ojos. Durante la tarde, se reavivan los colores y a mí me sorprende el perfume de mis primos, el olor a pelo limpio de los niños recién bañados.
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El hombre mayor que la trataba suavemente le recetó a mi madre los primeros medicamentos y le dijo algo que la marcó para siempre: que su angustia, así como las enfermedades de sus hermanos, había sido causada por el incesto de sus padres. En el fondo, le dijo, era eso: un castigo que se había autoimpuesto de forma inconsciente.
Cuando me lo contó, décadas después, me pareció una idea curiosa, pero con los años noté que se había convertido en una especie de defensa y de destino, y me pareció tremendamente estúpida. Ella decía que el tema era difícil de dejar atrás y en eso sí tenía razón: sus apellidos idénticos la habían obligado a dar explicaciones durante toda su vida.
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Desplegamos los vasos y los platos sobre la cama de dos plazas. A veces, mi madre no se levanta de la siesta y con mi padre vamos al cuarto para cenar con ella. Yo escribo progresiones de números para la escuela, de dos en dos, de tres en tres, hasta que llegan las empanadas fritas de atún que los tres devoramos mientras en la tele pasan series alemanas como El viejo, series inglesas de Agatha Christie, documentales sobre ciervos y cebras que mueren despedazados bajo el peso de manadas de leones, mientras yo pregunto: mamá, papá, por qué los que filman se quedan quietos, por qué no los salvan, por qué, díganme, dejan morir así a esos pobres animalitos.
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De niña, mi madre quería ser domadora de caballos o cantante de tangos, pero a los diecisiete años decidió estudiar literatura. Para su cumpleaños de quince, una tía le había regalado Antígona y a ella le había impresionado la lealtad a su hermano muerto, su destino de sepultada viva. Desde entonces, aunque no las entendía del todo, había releído varias tragedias griegas.
A mi abuela y a Amantino les extrañó su decisión, e incluso los decepcionó un poco, pero no le dijeron nada. Al año siguiente, mi madre viajó sola a Montevideo. Como apenas podían enviarle dinero, se instaló en un pensionado de un colegio de monjas donde trabajaba como recepcionista de ocho a dos de la tarde.
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Ernesto se convirtió en médico.
Braulio, un hombre de campo.
Mi madre, en profesora de literatura.
Ernesto llegó a ser director del Hospital de Minas de Corrales, una villa minera de Rivera conocida como la capital del oro.
Braulio, durante toda su vida, se estropeó las manos cortando madera, sandías y zapallos, enterrándolas en la tierra y en el pelaje de los animales.
Mi madre, en liceos de Montevideo, les habló a los adolescentes sobre Shakespeare y Baudelaire, sobre Líber Falco y Lautréamont, y durante décadas acumuló libros y, encima de ellos, polvo y marcadores fluorescentes.
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Mi madre me acaba de llamar para que vea, a través de la puerta de vidrio, el gato que cayó de la azotea. Está en el centro de nuestra terraza, lamiéndose el cuerpo grisáceo entre las flores rosadas, impecables, de nuestros malvones. Es uno de los primeros gatos que veo de cerca y me sorprende su ojo entrecerrado, lastimado, como si hubieran querido arrancárselo. Lo vigilo durante minutos, por detrás de la mancha de vaho que voy dejando sobre la puerta.
Salgamos, dice mi madre.
Cuando nos acercamos el gato desconfía, pero no se mueve. Yo también desconfío. Ella toma mi mano minúscula y me hace pasarla por su pelaje.
¿Ves? Así se acaricia a un animal, me dice.
El gato tensa el cuerpo, gira la cabeza, me mira con una sola pupila vertical.
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Una mañana, mi abuela saludó con la mano a un militar que pasó a caballo frente al rancho. Amantino, fuera de sí, fue a su cuarto, sacó la Smith & Wesson de abajo de su almohada y la apretó contra la frente tibia de mi abuela. Desde hacía tiempo él creía que, de tanto verlo pasar, ella se había enamorado de ese hombre uniformado, serio pero amable, que le devolvía el saludo con un gesto. Esa misma tarde, mi abuela huyó del rancho. En un par de minutos guardó, casi sin mirar, algunos vestidos, dos pares de zapatos, un perfume, las medallitas. A los sesenta años resumió su vida en una valija. Con ella viajó hasta la calle Soriano, en Montevideo, donde vivía mi madre. Nunca más pisó el rancho. Nunca más volvió con Amantino.
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Ahora mi madre, ensimismada, sostiene una foto en su mano: aparece junto a mi abuela, sentada sobre un tronco en las orillas de la playa. Yo soy una niña de dos años, con el pelo húmedo y un short amarillo, que corre hacia ellas. Mi abuela me mira. Mi madre, vestida con una malla azul salpicada por las olas, parece que sonríe a la cámara.
Después, como si acabara de descubrir algo muy triste, me dice:
“Debimos ser felices.”
De la novela inédita Debimos ser felices