1977. David Bowie da comienzo a su nueva fase europea con el álbum Low, para el que cuenta con una banda liderada por un virtuoso afrocubano del funk (Carlos Alomar), un productor genial equipado con los últimos artefactos de manipulación y guerra sonora (Tony Visconti), y un no-músico invitado interesado en las vanguardias, la música generativa, los procesos y el materialismo sónico (Brian Eno). La primera pieza del disco es grabada en el Château D’Hérouville, en el norte de Francia, y se titula “Speed Of Life”, “la velocidad de la vida”. Es un instrumental, y comienza con un fade-in, como si hubiésemos llegado tarde a una celebración que empezó sin nosotros: un mundo que ya estaba allí antes de que pusiéramos el oído y que seguirá por sus propios medios, repitiendo una frase musical bajo múltiples disfraces electrónicos, como si todas las fiestas de mañana pudieran concentrarse en dos minutos y cuarenta y seis segundos.
1912. El astrónomo estadounidense Vesto Melvin Slipher descubre que la luz de las galaxias más remotas está desplazada hacia el rojo, y, dado que es sabido que las ondas de sonido se vuelven más graves cuando su fuente se aleja de nosotros, la comunidad científica comprende que se trata del mismo fenómeno –el llamado Efecto Doppler– y que, por tanto, la distancia que nos separa de las galaxias en cuestión ha de estar incrementándose. Esto, sin embargo, contradice la firme creencia de la época en un universo estático. 1922. El matemático ruso-soviético Alexander Friedmann emplea las ecuaciones de la Relatividad General de Albert Einstein para proponer un modelo del universo a gran escala capaz de dar cuenta de la huida de las galaxias, que pasa a ser generalizada a la idea de una alteración acumulativa del espacio-tiempo; de ahí es más conocida como la expansión del universo. 1929. El astrónomo estadounidense Edwin Hubble lleva a cabo una serie de observaciones que sirven de evidencia: el universo está expandiéndose, en efecto, y cuanto más grande la distancia que nos separa de un objeto, mayor la velocidad a la que este se aleja de nosotros, tanto que las regiones más remotas se pierden detrás de un horizonte cosmológico, moviéndose en apariencia más rápido que la luz y, por tanto, incapaces de enviarnos señales de cualquier tipo que puedan en algún momento alcanzarnos: les decimos desde ya adiós para siempre, porque desde su Canciones Tristes o Desolation Row no podrán jamás llegarnos las cartas. 1998. Los proyectos astronómicos Supernova Cosmology Project y High-Z Supernova Search Team confirman que no solamente el universo se expande sino que la pauta de esa expansión está incrementándose: las cosas, es decir, no solo se alejan de nosotros hasta perderse para siempre detrás del horizonte cosmológico, sino que ese horizonte está cada vez más cerca. En otras palabras: el universo observable, el mundo con que podemos implicarnos, va empequeñeciéndose. Mientras, el escritor argentino Rodrigo Fresán publica La velocidad de las cosas. El libro puede entenderse como un compilado de novelas cortas (o cuentos largos) que funciona a la manera de los sistemas de música generativa de Brian Eno; de su funcionamiento –de leerlo y seguir leyéndolo– emerge un nuevo estado: la configuración de una novela epifenoménica que va siendo ensamblada a partir de la interacción rizomática de referencias cruzadas en todas las novelas cortas que pasan a integrarla o que siempre la integraron. O, mejor dicho, que siempre habrán de integrarla.
1999. El escritor uruguayo Federico Stahl, fan acérrimo de Fresán, me presta su ejemplar de La velocidad de las cosas, que dejo sin leer en una pila sobre mi mesa de luz porque todavía tengo varias novelas de Philip Dick por terminar. No pasan más de cuatro o cinco días antes de que me pregunte qué me pareció y le confiese no haberlo examinado. Cuando se lo devuelvo dedica dos horas y media a explicarme su lectura del libro, que se detiene con especial intensidad en la mención al zimzum, tzimtzum o tsimtsum. Se trata de la era cabalística de Federico Stahl, lo suficientemente intensa como para contagiarme el interés por libros paleohipersticionales como el Zohar o el Séfer Ietzirá y, más todavía, para que se nos ocurra fundar una banda de doom metal que lleve por nombre una de las sefirot del Árbol de la Vida cabalístico. El concepto de Zimzum, por su parte, remite a la contracción –que sucede fuera del tiempo y es a la vez desde siempre pauta de este– sobre y dentro de sí misma llevada a cabo por la divinidad, que da paso a un espacio vacío o campo de fuerzas del que las cosas puedan extraer el ser y el estar. Ese mismo año pasamos los últimos meses atentos además a la controversia y conspiranoia del Y2K, la anomalía en el calendario que, se prevé, incidirá en el colapso definitivo de la civilización en virtud de un bug inherente al sistema de numeración arábigo retrocausalmente weaponizado como insurrección definitiva ante el tecnocapitalismo. Después nos preguntaremos qué (no) pasó con el fin del milenio y a dónde van a parar las conspiranoias olvidadas y sus promesas incumplidas. Federico Stahl desaparece en 2002 (otros amigos suyos dicen haberlo avistado en Milongas Melancólicas, a.k.a. Punta de Piedra, en el extremo oriental de Uruguay, trabajando como enfermero en un hogar para ancianos y actuando por las noches como imitador de Bob Dylan, Jim Morrison y Ziggy Stardust) y yo jamás vuelvo a tocar doom metal o jungle, ni a interesarme por la cábala. El libro de Fresán, sin embargo, vuelve a mis manos en enero o febrero de 2007, bajo la forma de la entonces última edición de bolsillo, que incluye textos ajenos a la configuración original y da cuenta de una expansión de ese universo hiperficcional. Lo leo en los ratos libres que deja mi trabajo en una librería sepultada en el nivel más bajo de un centro comercial en la periferia de Montevideo, y pronto se me ocurre robar la noción de novelas cortas interconectadas en un proyecto más amplio, que hasta el día de hoy sigo escribiendo y al que pertenecen (también) estas notas. Mientras, de vuelta a 1999, William Gibson publica su novela Todas las fiestas de mañana, en la que se describe un futuro cercano (2008-2010) en el que la velocidad de las cosas y de la vida se ha acelerado hasta tal punto que el siglo XX es experimentado como la prehistoria. Pero ese no sería el futuro (ni por tanto nuestro pasado), como tampoco el de los replicantes, el del escape de New York o el de la misión a Júpiter, el infinito y más allá.
2001-2016. El experimento mental que sigue se encuentra en los libros Fantasmas de mi vida y Retromanía, de Mark Fisher y Simon Reynolds, respectivamente. Pensemos en 1968 y en 1964, en Electric Ladyland, de Hendrix, y en A Hard Day’s Night, de los Beatles. Es tan fácil experimentar las diferencias en el sonido, en la estética y en la música en sí, como articularlas en tanto momentos distintos en el proceso histórico del pop/rock: los cuatro años que los separan parecen fecundos en cambios, densos en historias, hiperpoblados por potenciales de futuro. Elíjanse ahora álbumes de 2014 y 2010, o de 2015 y 2011, o de 2013 y 2008. Esas diferencias parecen haberse evaporado, como si la historia del pop se hubiese agotado toda orientación hacia el futuro. Como si la velocidad de las cosas, en definitiva, se hubiese enlentecido al máximo durante esos años. Vaporwave, hauntología y retrofuturismo.
2010. Estoy en Madrid, en un encuentro de escritores. En la cantina de la institución donde se celebra me encuentro a Rodrigo Fresán, inclinado sobre la barra, tomando lo que ahora recuerdo un café pero que pudo muy bien haber sido cualquier otra cosa. Me siento a su lado y me presento. Resulta que él me recuerda de una reseña publicada recientemente en una revista especializada en ciencia ficción, donde comento su novela El fondo del cielo. En las notas a esa novela Fresán sostiene que su libro no es de ciencia ficción sino uno con ciencia ficción, mientras que en La velocidad de las cosas (página 90 de la manoseada edición de bolsillo de 2006 que me acompaña mientras escribo esto) se dice que toda película con Orson Welles es una película de Orson Welles. Quiero decirle a Fresán, entonces, que todo libro con ciencia ficción es en realidad un libro de ciencia ficción, y de paso que no solo El fondo del cielo lo es, sino que también deberíamos pensar bajo esa categoría a La velocidad de las cosas, pero no me animo. Después llegan otras personas y la conversación deriva a otros temas. Si la escena se repitiera y juntara ánimos le diría ahora que también podría pensarse a La velocidad de las cosas como una novela con horror y que además toda novela con horror es una novela de horror. Pero también le contaría que hace ya unos años, en una librería de Lima, alguien me confundió con él. Pero esa, definitivamente, es otra historia.
2023. Releo La velocidad de las cosas y caigo en una noción simple: es una novela noventera, tan noventera como Earthling, de Bowie, o Pop, de U2, parada al borde del cambio de milenio e infectada de aquella ansiedad anteromaníaca que nos movía a tratar desesperadamente de aferrarnos a lo (poco) que quedaba del futuro. En sus páginas ya está internet, por ejemplo, tratada con cautela y a la vez fascinación, y es un mundo ya un poco alien, no metabolizado aún por el leviatán digital que se expande cada vez más rápidamente en su pauta de archivar el pasado; entonces, el de los 90 y el de La velocidad de las cosas es un mundo que todavía tiene futuro o un mundo capaz de sostener algún tipo de relación con la idea de futuro, por más que abunde en localizaciones dylanianas como Canciones Tristes, Sad Songs, Chansons Tristes y Milongas Melancólicas (esta última en Uruguay). Pero si seguimos otra vez a Fisher y pensamos en su modulación de la idea de “hauntología” derrideana, podemos pensar que los noventas se han desplazado –en virtud de la expansión del universo y la velocidad de las cosas– más allá de un horizonte, y ahora ya son no solo un tiempo que podemos pensar como una época definible y estilizable sino, además, el último y más reciente nudo de nostalgia por caminos no tomados. Los años noventa han pasado a devenir una red de potenciales no cumplidos: los fantasmas de ese futuro que soñamos entonces y que ahora no es parte del presente ni del pasado inmediato. La velocidad de las cosas, la velocidad de la vida y la velocidad de la historia son siempre más extrañas de lo que podemos imaginar. Y siempre nos dejarán atrás en el horror no solo de haber pasado a ser tan distintos a quienes habíamos sido, sino en el de ser confrontados con la idea de que, en realidad, jamás fuimos nada en absoluto.
1968. Cerca del final de 2001: a Space Odissey el astronauta Dave Bowman es atraído por un agujero de gusano en el que la velocidad de las cosas se acelera en un calidoscopio weird. Cuando este desplazamiento llega a su fin el escenario cristaliza en un hotel amueblado y decorado de acuerdo a una estética con referencias al estilo galante y el rococó; allí el punto de vista subjetivo de Bowman, implícito en el encuadre, nos permite ver una versión envejecida del astronauta. Cuando este, a su vez, vuelve la mirada hacia atrás, hacia el lugar donde, suponemos, debía estar el primer Bowman, resulta que solo nos encontramos con el vacío blanco de la habitación. El proceso se repite después con un Bowman aún más viejo y, finalmente, con un feto acaso posthumano. El que mira y lo mirado termina por ser también el monolito: ese xenotótem emblemático de la película y de su instancia tan rara como espeluznante de nuestra relación posible (y futura) con el Afuera. El futuro de 2001 –con sus naves espaciales y sus inteligencias artificiales– contrasta con la estética retro del hotel; mientras, de las cuatro edades de Bowman queremos inferir una historia de lo humano y sus límites o una respuesta más o menos nueva al acertijo de la esfinge. 1980. Kubrick incluye otro hotel, el Overlook, en su película El resplandor, y también una anomalía temporal más precisa: Jack Torrance, el personaje interpretado por Jack Nicholson, aparece en una fotografía fechada en 1921, más de cincuenta años atrás del tiempo en que suponemos la acción de la película. En otro momento alguien –un fantasma– le había recordado a Torrance que él siempre había sido el conserje: the Caretaker, nombre que inspiraría uno de los proyectos más importantes en la historia de la música del siglo XXI, llevado a cabo por el británico James Leyland Kirby, quien se propondría, entre 1999 y 2003, grabar la música que podríamos haber escuchado en el salón de baile del Overlook y más tarde, entre 2016 y 2019, crear una música equivalente al deterioro del tiempo en la cognición y la memoria de un ser humano: una mente desgarrada, desde siempre, por la velocidad de las cosas.