La motocicleta negra de mi padre
Palabras sí pero poesía no. Miles de palabras pero poesía
núm. Palabras duras, reales, salidas de los poros y pegadas
a ellos. Palabras sí pero no tierra inmóvil ni laberinto.
Palabras, miles de ellas, por todas partes respirando
como un salvaje que no arrastra su reflejo. Palabras sí,
pero no como carne empaquetada, sino como carne real.
Palabras con dentadura luchando abiertamente por un gajo de
futuro. Palabras sí, interminables y anchas y bailarinas,
pero poesía no. Poesía nunca más.
Ernesto Carrión, Manual de ruido
La vida va quedando atrás cuando mi padre y yo atravesamos como una bala el trópico
en su motocicleta negra,
acuciantes rayos de sol se funden en la marcha y la brisa pasa fuerte
alrededor de este potro negro de metal, parece que el tiempo se detiene
que intacto queda a las tres de la tarde de un desolado primero de enero.
Mi padre y yo surcamos la carretera que une a San Josecito con San Cristóbal.
Los árboles se arremolinan como manchas temblando bajo el cielo.
Los árboles conocen el eje del perpetuo vuelo que he de amar todavía sin partir.
Los árboles rompen el murmullo asfixiante de la ciudad y la empuñan, una raíz que desdibuja el tronco al incendiarse.
Mi padre y yo vamos en el sonido del viento, lentamente y sin destino.
Sus ojos verdes resplandecen en el cristal roto del retrovisor
como dos cicatrices que se abren ante mí.
Uno a uno, hundidos en silencio, nuestros recuerdos presionan el asfalto.
Y de pronto, su voz alzándose, me cuenta del futuro.
Y pienso que mi padre es un sobreviviente, que la infancia ha de estar lejos,
como otras tantas cosas.
Y en esa imagen momentánea que solo es capaz de tejer un viaje,
donde el futuro es pasado y el pasado es pasado y el presente inocencia,
la ciudad comienza a regresar para arrastrarse
semejante a un oscuro cuerpo sin nosotros.
Conozco cada recodo de su camino imposible
borde y filo que en la noche era capaz de soñar
una delgada línea donde las cosas acaban por romperse.
Nada ha de retornar ahora a su cauce.
Algunos me decían detente joven muchacho,
y yo permanecí suspendido entre la tarde como un perro abriendo
con mis ojos el cielo frente a las estepas o las calles o las aceras iluminadas.
Cuánto estruendo para decir que allí me esperaron mis amigos
dibujando cortado el respiro del día en que callado escribí;
pero a quién habrá de importarle
si no calqué la geografía de ese caserío inmemorial si no canté más que un retrato helado
dormido en el tiempo si me ahorqué semejante a una flor abandonada en ese patio
frente a las alargadas caras de la familia,
si mis palabras brillaron en medio de hojas muertas que mi madre despedazó al encontrar.
Arenas y ventiscas deslumbrantes monte adentro,
rincones de fríos puñales, cadáveres boquiabiertos esquina tras esquina
fueron parte de esa voz que en su ceguera
volcó la melódica estridencia del barrio que atravesé como un fantasma.
Nada tenía nombre, ni habría de tenerlo para mí.
Aunque en el nombre se escondiera enloquecido
aunque en el nombre de la azotea del Rosalina ascendía en su escalera al cielo
cuando murió Juan Diego, y escuché con plenitud:
una página en blanco es una puerta cerrada.
Nombre de la cruz que aniquila el viento bajo La Loma
nombre de las canciones de la santísima trinidad de borrachos del barrio, escuché con plenitud.
Caminante de San Cristóbal, a alguien debo algo y no recuerdo qué ni cómo pagarlo.
Largamente se extiende la planicie de San Josecito y su olor putrefacto.
¿Tengo algo que decir? La muerte, como la poesía, es inconfesable.
¿En verdad, tengo algo que decir? La motocicleta de mi padre deja escapar el humo
como un sueño, el humo es fruto de la ceniza; el sueño, de alguna voz.
La voz de mi padre desconoce el pasado, ese es otro de los reinos que se incendia.
Su murmullo interrumpe el futuro para cerrar una ventana y abrir otra: hijo, detras de esa montaña
está el basurero más grande de San Cristóbal. Cheo, mi padre. Escribiré. Sus ojos enternecidos.
Adónde nos lleva la vida cuando. Escribiré. El viento es una sombra entre nosotros. Escribiré.
Una delgada sombra que traspasamos en su motocicleta negra.
Y yo imaginaba que deambulaba de puerta en puerta despojado de mí.
Y acelerada vino la lluvia y arrancamos espléndidamente otra vez.
Y creía en este poema pero otra música era arrojada en la tormenta.
Y silencioso, crucé la negra tierra que nombró.
Y negras eran sus casas de techos rotos por la senda,
negro el lucero que ilusionó la carretera hasta Santa Ana,
negro el balbuceo inmóvil del ventanal hacia mí,
un viejo tendedero creciendo con el humo, diluido en su retrato,
negro el coro de plegarias que me alzan.
Algunos me decían canta joven,
y yo elevaba en mi voz como un pájaro sangrante
esta tierra sin historia de montañas estrelladas al cielo,
de palabras como las mías adheridas a la mudez de nuestros muchachos muertos,
esta tierra que encierra el desamparo de los caminos deshabitados
que se inclina en el verdor y la podredumbre
que no es pueblo ni ciudad ni hambre junta toda acumulada en la mirada
de quien la sueña hasta quemarla,
esta tierra de sórdidas emociones como granos de arena que el viento arrastra sin llevarnos
esta tierra donde el presente no es eterno ni mancha ni alegría ardiente,
esta sonámbula tierra en que escribo con la lengua cortada desde el pasado
pronunciando la misma traicionera oración de los años,
esta tierra donde mi recuerdo vivo aún es joven para inventar algún perfume invernal,
esta tierra hedionda de campanas y palomas sueltas grande idéntico a una casa cerrado ,
esta ruidosa tierra que mi padre y yo cruzamos a toda velocidad en su motocicleta negra.
(de Hay un sitio detrás de los incendios , 2017)