I. Finales
Dos entrevistas puntúan –una de ellas inaugura y la otra, lejos de cerrar, relanza– mi relación con Marcelo Cohen: relación de admiración, de atenta sorpresa, de gratitud. Tengo muy presente aquella segunda conversación. Fue en 2013. Las huestes de la revista El ansia, dirigidas por el escritor José María Brindisi, asediaban entonces cariñosamente al creador del territorio ficcional del Delta Panorámico.1 Aquel acecho colectivo era y es la política de la revista, que el editor, en su artículo de presentación para el primer número, enunciaba en estos términos:
Seguirlos, pensé, rodearlos, meternos en sus vidas no para revelar sus enigmas sino para ser partícipes de su silencio. Hacerlos hablar para que nunca den en el clavo, chocarnos con esa imposibilidad. Hay un núcleo, pensé, un núcleo al que nunca vamos a acceder, y que tal vez ellos mismos, los escritores, desconozcan, o les esté vedado traducir en palabras. […] Para que ese retrato tomara cuerpo debían ser unos pocos autores por número, y tres nos parecieron suficientes. Tres autores por año, tres escritores con los que pudiésemos juntarnos a conversar, comer, beber, y a partir de allí, de escucharlos, ver cómo se iba tramando una red que debía situarlos en el centro. La primera elección para este número inaugural recayó en Marcelo Cohen.
Cohen había aceptado de buena gana, con una paciencia de padre o de hermano mayor, aquel desfile de entrevistadores, aquella verdadera marabunta literaria. Brindisi tuvo la generosidad de invitarme a formar parte de la tropa, aunque, en cierto modo, en la posición del francotirador: yo podía elegir un tema, un abordaje, un costado de Cohen, y tratar de acercarme, desde allí, al meollo silencioso de su obra, de su humanidad, a ese núcleo “intraducible” de su trayectoria vital y literaria. Antes de reunirnos, le anticipé a Marcelo aquello de lo que quería que habláramos: un tema que podría resumirse –de manera por demás torpe y equívoca– en la palabra religión. Fui a su encuentro diciéndome que referirme a aquello de manera explícita había sido un error y que la entrevista estaba condenada al fracaso. A lo largo de los dos kilómetros que separaban su casa del bar donde nos reuniríamos, Marcelo Cohen debía estar diciéndose –pensaba yo– algo parecido. Sin embargo, muy pronto me enteraría, aquella propuesta le había suscitado, mientras caminaba hacia allí, una larga reflexión. Apenas tuve tiempo de encender el grabador, porque, con una ecuanimidad ejemplar, una entrega absoluta y un coraje imperturbable, él se metió de lleno en el asunto antes incluso de ordenar su café: abordó de manera tan sincera aquel núcleo implícito de su pensamiento para intentar traducirlo, traducirse, que al principio no lo reconocí, no me di cuenta de que efectivamente me estaba hablando de eso, convirtiendo mi incitación temática en algo mucho más interesante y que valía, como se dice, la pena. Me habló de la finalidad y de los finales, en los que no creía, y de los intentos de la literatura por darse a sí misma temas nuevos, por extender sus límites, por renovar un sentido de la “argumentación” en la doble acepción de despliegue anecdótico, por un lado, y de exploración epistemológica del mundo a través del discurso, por otro; argumentación que en lugar de conducir deliberadamente, como en la retórica clásica, hacia conclusiones prefijadas –finalidades, finales, manipulaciones políticas, religiosas o literarias–, busca dirigirse hacia un horizonte en perpetua apertura. Ahora me digo que esa tarde Cohen llevó a la práctica conmigo, magistralmente, una aspiración que trato de inculcar en los alumnos de mis talleres literarios. “Hay que decepcionar, suave o brutalmente, las expectativas del lector –les digo–: para ofrecerle algo mejor a cambio”. Eso fue lo que hizo Marcelo Cohen, y creo que no solamente en aquella entrevista, sino en el conjunto de su obra literaria –tanto de ficción como de ensayo y de traducción–, y me atrevo a afirmar que una disposición consistente con esa búsqueda guiaba su conducta en la vida diaria.
Uno se explica bien que Cohen fuese un adicto confeso a la traducción: la aporía de nombrar lo que no puede nombrarse, y para lo que sin embargo uno no puede renunciar a intentar, de todos modos, encontrar el nombre, era en él una especie de compromiso ético, de devoción sin dioses.
II. Gatos
No hay nada deliberado en esto. Me he llevado a la playa un libro que M. C. tradujo hace casi veinte años. No pensaba en la escritura del presente ensayo cuando lo elegí entre mi pequeña biblioteca de viaje, para llevarlo esta mañana en la mochila junto con la silla plegable y el sombrero panamá. Mentira, hay algo deliberado en esto. Sabía que en algún momento de mi estadía junto al mar escribiría este ensayo, y por eso, tal vez, el libro de M. John Harrison entró en la valija. Pasó luego al estante que reservé a mis libros en la casa de mi madre –que ya no está– y más tarde salió del estante para invitarme a su lectura. Leía en los pocos ratos libres entre sesiones de traducción y clases virtuales, a veces en el jardín, otras, pocas, como hoy, en la playa, donde hasta ahora casi no había leído más que alguna que otra página suelta, demasiado “cansado de palabras” para leer por placer (como la paradoja del “sé espontáneo”, a veces he tenido que forzarme a mí mismo a leer por placer).
Hoy, por fin, entonces, entro en el hechizo de este objeto raro, construido en una lengua que no reconozco y que sin embargo me es íntimamente familiar. Podría decirse al revés: reconozco esta voz que sin embargo rompe con amorosa meticulosidad, con fresco esmero (aunque parezca un oxímoron), los hábitos de la lengua de la tribu. Podría decirse, también: aunque la disposición de las palabras me es ajena, aunque las renueva el paladar estricto y preciso del traductor, reconozco, por debajo de ellas, la deontología y el gusto personal que han presidido su elección. Discuto in pectore las palabras: por qué Marcelo Cohen ha optado por esta y no por aquella; me invito a recordar más tarde algunas de esas opciones, porque podrían resolverme problemas de traducción futuros; logran, me digo, dar a la vez las sensaciones –que yo también busco al traducir– de naturalidad y de singularidad. La misma singularidad que uno espera de los originales, puesto que –primer principio de la ética literaria que creo compartíamos– lo último que uno pide de un escritor, en el idioma que sea, es que ruede sin sobresaltos sobre las arrulladoras y familiares praderas –estériles– de una lengua convencional.
(¿Y cuál será, me pregunto, la expresión inglesa que eligió traducir por “paseando cavilosamente de un coche a otro”? Referida a un gato.)
III. Un país nuevo
Me distraen de la lectura mis propios pensamientos (como si no alcanzara con la incomodidad de sostener el libro bajo el sol; con la visión de los cuerpos semidesnudos que hacen titilar mis instintos algo adormilados; con los niños que persiguiendo una pelota casi se caen entre mis piernas; o con los escuchadores seriales de música en la playa de los que vengo huyendo, desplazando mi silla primero aquí, luego allá, a medida que nuevas brigadas de estos suicidas acústicos atados a sus bombas de horror estereofónico van desembarcando en los sitios que dejo libres y detonan sus artefactos sonoros; de tal modo que a fuerza de huir acabo con los pies en la orilla mientras las patas en forma de U de mi silla de aluminio, escorando peligrosamente hacia la izquierda, se hunden poco a poco en la arena húmeda y pierdo la esperanza de que el ruido de las olas acalle el ritmo machacón y el ronroneo de idiotez y rima obvia). Pienso: en esa época, cuando este libro fue publicado, en el año 2000, y pocos años después, rápidamente, en 2004, editado también en español, cuando llevé a casa este ejemplar, cuando V. lo tomó de mi biblioteca y lo leyó y me dijo: “es extraordinario” –desde entonces ha seguido reposando en su estante, a la espera de un momento no menos extraordinario para que yo lo lea; y entretanto V. se ha ido ya de mi vida (dejando algunos papelitos que señalan sus pasajes predilectos en algunos de los cuentos del libro) y M. C., el traductor y amigo por quien yo me había convencido, en primera instancia, de llevar este libro a casa, murió hace pocas semanas–. En esa época, digo que me digo, ahora, en esta playa, distraído del libro por mis propios pensamientos, ¿existía internet? Desde luego que sí: de manera algo más rudimentaria que hoy, pero existía. Y por qué me pregunté esto, me pregunto ahora. Trato de seguir el hilo de pensamientos que me alejó del libro: en uno de los cuentos de Harrison, traducidos por Marcelo Cohen, una mujer que viaja en un tren suburbano escribe una carta, una carta en papel, que la mujer destina precisamente a la amiga a la que se dirige a visitar. ¿Era consciente esta mujer, me pregunté, de que probablemente su carta llegaría mucho después que ella misma? ¿O que no llegaría nunca? De allí salté, supongo, a curiosidades de traductor: cómo averiguó M. C. ciertas cuestiones mientras traducía, notablemente, este libro. Por ejemplo, cuestiones geográficas, el orden y la disposición de las estaciones de tren de la periferia londinense, esa clase de asuntos que siempre plantean dudas más o menos fastidiosas para el traductor: porque son dudas fácticas, problemas referenciales, y no problemas expresivos o disyuntivas artísticas. ¿Existía internet para facilitarle al traductor la tarea? Claro, fue así como llegué a esa pregunta, lo que prueba que, contra mis viejas esperanzas, yo estaba leyendo este libro extraordinario en un tiempo completamente ordinario. Me explico. En verdad es como dijo V.: extraordinario, el libro. Pero yo no he podido reservar a su lectura un tiempo de excepción, un momento en que todas mis energías mentales estén disponibles para absorberme en él, un tiempo de verdadera compenetración artística: el arte de leer. Y entonces, lector ordinario en una situación ordinaria, me distraigo con mis propios reflejos condicionados de traductor.
Efectivamente, hubo internet desde 1969, “cuando el Departamento de Defensa desarrolló ARPANET”, etcétera, etcétera, como leeré más tarde, cuando me siente a transcribir en mi computadora las anotaciones de esta mañana en la playa (anotaciones en las que he dejado en blanco, astutamente, el espacio para este párrafo). Desde luego, pasarían varias décadas antes de que dicho desarrollo se hallara a disposición de los comunes mortales de este mundo –entre ellos, los traductores–, es decir, hasta que Mengano inventó tal cosa y Sultano implementó tal otra. Yo mismo, a fines de la década de los 90, traduje mi primer libro, un relato de viaje de Alexandre Dumas por España, la salvaje España del siglo XIX, siguiendo el itinerario del escritor y sus amigos –que iban a caballo– sobre un inmenso Atlas comprado a tal fin, puesto que internet era todavía un lujo incipiente y lejano para un pobre traductor primerizo; recuerdo que Dumas alteraba los nombres de todos los pueblos, y cuando le decían “pesetas”, él entendía piecèttes: moneditas… En fin, tenemos internet desde tal y cual año, ya no importa en realidad. Y entonces retomo lo que había escrito en la playa, en el cuaderno que debí evitar, con dificultad, que cayese a la arena y se mojara o que el viento lo desmelenara en exceso, mientras, por debajo del cuaderno, con la misma mano izquierda, sostenía el libro de Harrison tratando de salvarlo de los mismos peligros (y el dedo índice de esa mano se introducía entre las páginas a modo de señalador).
Como digo, acabo de consultar esta información sobre internet, y lo hice –valga la redundancia– en internet. Y entonces me acuerdo de la frase de Bertrand Russel que Borges incluye en su cuento “Tlön Uqbar Orbis Tertius”: “El mundo fue creado hace escasos minutos, dotado de una humanidad que recuerda un pasado ilusorio…” (y de muchos idiotas que escuchan música en la playa, añado yo, con cierta amargura posmoderna).
Y me digo que esto que acaba de pasarme –que yo deba depender del propio internet para responder a mi pregunta sobre la antigüedad de internet, como si habitáramos una tautología sin escape, una profecía imbécil– es un triste comentario a nuestra situación actual; y me pregunto qué diría al respecto Marcelo Cohen, con su increíble claridad para examinar el espíritu de su tiempo, si ahora mismo yo pudiese entrevistarlo una vez más. Y entonces, después de quedarme un instante abstraído, con la mirada en el horizonte, vuelvo al libro y leo: “Uno ni siquiera puede cambiarse a sí mismo –es M. John Harrison el que habla a través de la voz del traductor Marcelo Cohen; o es Cohen el que se expresa a través del diario del escritor suicida creado por Harrison–. Todo experimento en esa dirección no tarda en deteriorarse en luchas amargas y exasperadas. Uno se encarama al muro y ve un país nuevo. ¡Bien! ¡No volverá nunca a ser el de antes! Pero ya mientras se está felicitando se descubre atada a una pierna la cuerda de tarjetas de Navidad, facturas de gas, cartas aéreas y fotos de familia que nunca le permitirán ser otro”.2
IV. En esto nos hemos convertido
El arrebato verbal de Harrison, con su arbitrariedad poética, ese no saber lo que se quiere decir hasta que las propias palabras se hagan cargo de averiguarlo, casa a la perfección con la capacidad de Cohen para llevar el control del discurso hasta más allá de un límite de velocidad en el que los caballos del lenguaje se desbocan, y ahí, rienda larga y que vayan para donde tengan que ir: en medio del desorden del mundo, soltarle la mano a la niñez cartesiana de la prosa y dejar que se extravíe hasta que se haga adulta a fuerza de verdades fractales, es decir, de poesía. Harrison ya es, con solo este cuento, uno de mis autores favoritos; como lo es el propio Cohen, responsable de que yo pueda leer a aquel: no solo porque lo tradujo (yo podría, con algún esfuerzo, leerlo en el original), sino, sobre todo, porque lo “descubrió” para nosotros.
Desde que Marcelo Cohen murió, pienso, me acompaña de una manera extraña. Primero redescubrí uno de sus cuentos, “La gran cadena de los panaderos”, que unos meses antes había dejado a medio leer sobre mi mesa de luz (como he dicho en otra parte: “el panadero del cuento de Cohen experimenta una de las más prodigiosas aventuras de la sensibilidad que jamás he leído. No diré revelación porque nada se le revela, salvo el tumultuoso paso del mundo a través del ojo de aguja de un instante”); luego, en un fin de semana de búsqueda febril de “señales” suyas, releí Música prosaica, que habla de traducción, y de literatura, y de la vida, y por qué no, de religión, y sentí que Cohen se adelantaba en todo a mis propias preocupaciones y que encontraba maneras más sabias, más sanas, más ecuánimes de lidiar con ellas; por último, a través de una de sus traducciones, me recuerda que la perplejidad es ley y que las certezas son la engañosa excepción.
Imposible, en casi cualquier playa del mundo donde haya otros humanos, oír el rumor del mar como lo que es: el pulso mismo del mundo. Todo invadido por el chingui chingui chingui de los altoparlantes cuentapropistas (ya no hacen falta altísimos decibeles centralmente controlados por algún Big Brother idiotizador: cada energúmeno lava su propio cerebro a voluntad… mientras enjuaga también los cerebros de sus vecinos). Esto, entre otras cosas, es lo que hace imposible que uno encuentre ya un momento extraordinario de epifanía: toda epifanía está excluida o se ha vuelto fatigosamente cuesta arriba. Hay que defender con uñas y dientes el instante, porque pretender defender toda una tarde, o tan solo una hora de silencio, sería impensable. Otro instante presente. Otra frase de un gran libro. Otra ola del mar. Nada más, antes de que el sol nos abrase, o el hambre nos llame de vuelta a casa. La guerra nos asalta y nos vence desde adentro. Distraídos hasta la médula del tiempo.
Y aparece esta frase del libro (son, otra vez, Harrison y Cohen, mancomunados): “No deberíamos tener que vivir si no podemos vivir en la vida sin pensar, como los animales”. Y esta otra: “Años más tarde”, leyó [la que lee es la misma mujer que escribía una carta a bordo del tren, y es hermana de un famoso escritor que acaba de morir. Ella ahora está en la casa de su hermano revisando sus papeles inéditos. “Años más tarde”, en el diario del escritor, significa años después de una visita que hizo, cuando era un joven soldado ya un tanto cínico pero poeta, destacado en algún lugar de la Europa que iba a ser arrasada por la Segunda Guerra Mundial, a una pequeña prostituta gitana tanto o más joven que él; y antes de arrodillarse “sobre mí en la luz tétrica para vaciarme con una rápida sacudida de pelvis” (p. 37) la muchacha le dijo la suerte; entonces, años más tarde] “solo pude pensar que Birkenau había estado con nosotros en esa pieza. Un camorrero Kommando de sepultura borracho de gasoil y formalina esperaba ya afuera, como parientes a la puerta de una suite nupcial, cuando ella corrió la cortina, esparció las cartas y pensativamente…” (p. 36). Pensativamente, yo me digo –chingui chingui chingui–: ¿en qué nos hemos convertido si, en lugar de las honduras de precipicio sensible a las que me llevan estas frases, es la mera condición de posibilidad de la lectura en sí misma lo que, en este momento, aquí, en esta playa donde trato de leer dos frases seguidas sin que me distraigan la música vana y mis crujidos internos, lo que debo defender y preservar y esforzarme por convertir en un momento “ex-tra-or-di-na-rio”.
Y me pregunto si este será un buen homenaje al espíritu del traductor y del amigo a quien debo dos quintas partes de mi lucidez. Él sabría cómo lidiar con estas cosas, me digo. Él sabría.
V. Horizontes
Hablábamos en confianza, no solamente porque aquella era la segunda vez que yo lo entrevistaba –y desde la entrevista inicial, a finales de los años 90, nos habíamos encontrado alguna que otra vez a conversar, sin intimar pero mostrándonos siempre una gran calidez recíproca– sino, sobre todo, porque Cohen encarnaba perfectamente su propio ideal de hospitalidad. Él mismo era en cierto modo el “hombre amable” de su libro de 1998 que había motivado nuestro primer encuentro: un hombre que descubre que la amabilidad –a la manera de la no-violencia de un Gandhi o, por qué no, de un Cristo– puede revolucionar el mundo.
Hasta hace pocos días yo no recordaba cuándo había tenido lugar aquella primera entrevista, ni en qué medio de prensa había sido publicada: todo lo que retenía de ella era la marca que dejaron en mí las diversas lecturas de la obra de Cohen que realicé a fin de prepararme, durante las semanas previas, para nuestro encuentro; la profunda huella que me había dejado el personaje de su libro, un hombre común, súbitamente despierto, en medio de las penurias de un mundo degradado y violento, a la revelación de la amabilidad; la estela bienhechora que dejó en mi ánimo la receptividad generosa de mi entrevistado, que llevaba poco tiempo de haberse reinstalado en la Argentina después de veinte años de vida en Barcelona. Aquel era precisamente el primero de sus libros que había sido escrito íntegramente en Buenos Aires.
Hace pocas semanas, cuando Marcelo Cohen murió y poco a poco comenzaron a emerger, aquí y allá, voces que lo recordaban, el Archivo Histórico de Revistas Argentinas (AHIRA) publicó en las redes sociales una copia facsimilar de aquella vieja entrevista, aparecida el martes 29 de diciembre de 1998 en el suplemento “Grandes Líneas” que dirigía Martín Prieto para el diario El ciudadano de Rosario. “¿Cómo se hace para salir del kitsch verbal argentino?”, fue la frase de Cohen que el editor eligió para titular el reportaje. Reportaje que, al igual que el encuentro publicado en El ansia en octubre de 2013 bajo el título de “El mundo es las historias que hacemos”, la fluidez vital de las respuestas de Marcelo Cohen salvó de naufragar en la estrechez de mis preguntas.
Advierto, al releer ambas entrevistas, que en cierto modo las dos se convirtieron en hitos de mi propia sensibilidad, en un grado que yo mismo no podía imaginar cuando las realicé, ni siquiera cuando salieron de imprenta y las tuve ante mí con relativa distancia. Como si Marcelo Cohen hubiese ejercido sobre mi propio despliegue intelectual un discreto magisterio que ninguno de los dos buscó, y que yo mismo, que fui su beneficiario, no había reconocido de manera cabal hasta este momento. Y aunque siempre tuve por él un afectuoso y tácito reconocimiento, con esa nada solemne consideración que se consagra a las personas que uno admira y a las que debe agradecer doblemente porque no solo nos brindan su ejemplo o su sabiduría sino también, por añadidura, su llana confianza y hasta su amistad, siempre resulta agridulce darse cuenta del alcance de la influencia que una persona ha tenido en nosotros precisamente en el momento en que esa persona muere. Marcelo Cohen ha muerto y esa muerte, que sin embargo podría decirse que me tocaba de lejos –no formé parte del círculo íntimo de sus afectos; no participé de los proyectos que lo tuvieron, en los últimos años, en el centro de ciertas redes vinculares–, me devastó. Como me ha pasado con seres queridos mucho más cercanos, no creía, no podía convencerme, durante los primeros días, de que Marcelo no está más. Su presencia, aunque no nos frecuentáramos mucho, sobre todo desde que su salud lo había obligado a moderar su trato social, era para mí una promesa de que habría nuevos encuentros, de que yo todavía podría acudir a él en busca de un espejo lúcido, de que incluso podría un día volver a entrevistarlo, hacerle la pregunta tonta, ingenua o desinformada que rondara mi cabeza, y que él entonces tallaría con ella un pequeño diamante despierto, cuyas facetas refulgentes iluminarían por largo tiempo mis propias ideas sobre la literatura y la vida, mi propia aspiración a horizontes abiertos.