Desde diferentes espacios del ámbito literario y cultural ecuatoriano, escritores, editores y gestores culturales reaccionan al impacto de la obra de Mónica Ojeda en la literatura latinoamericana y en su propio trabajo y obra.
Ojeda, la trampa
Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988) encabeza la generación más joven de narradores ecuatorianos cuya obra tiene la potencia para conquistar las más altas cumbres de la literatura contemporánea. Su nombre resuena en el nuevo canon de escritoras latinoamericanas clasificadas por el mercado editorial dentro del “gótico andino”, que en los últimos años ha alcanzado popularidad a escala global. Más allá de limitarse a la reinvención de un género, esta marea de autoras exitosas revive la efervescencia de una literatura que había quedado atrapada en los últimos ecos del boom de mediados del siglo XX. Son escrituras que cautivan. Desde lenguajes que rozan lo sobrenatural y lo fantástico, son contenedoras de una violencia que es reflejo de los contextos políticos y sociales de una región del mundo que no deja de sangrar.
La escritura de Mónica Ojeda hurga en lo oculto, en aquellos rincones de la realidad que son relegados a la sombra para que el mundo no tiemble y el caos no nos devore. La sexualidad que se despliega en formas tan perversas como naturales, la volatilidad de los límites entre el placer y el dolor, la genialidad derivada en locura y la violencia normalizada que estrangula nuestra cotidianidad, están presentes en narraciones que incomodan al lector tanto como lo seducen; nos obligan a hacer frente a la brutalidad que nos habita. Como el canto de la sirena, la exquisitez estética de su prosa nos arrastra hacia lo oscuro y nos obliga a caer, incontenibles, en las garras del horror más descarnado. La de Ojeda es una literatura que delata el triunfo de lo ominoso, la permanencia latente del mal sobre nuestras vidas.
Abril Altamirano, escritora y editora
Mónica Ojeda, nuestra Cruz del Sur
Supe de Mónica Ojeda por Ulises Estrella, ese escritor que hizo de su boca una cerbatana jíbara y con cada palabra convertida en dardo apuntó hacia el tzantzismo. Estaba fascinado porque ella no reducía su cabeza, sino que la expandía al crear a Gianella Silva, la única mujer tzántzica, protagonista de su primera novela, La desfiguración Silva. Ya con un tono más de abuelo querendón que de literato, dijo que “él es Estrella, pero Mónica estaba para brillar más”. Y este capitán de la literatura no se equivocó; pues Mónica es una estrella dentro del firmamento de las letras, y no una cualquiera: se ha convertido en nuestra Cruz del Sur y acompaña a navegantes y náufragos, a marineros y piratas con su cartografía literaria. Con su poesía emergente permitió que desembarcáramos en El ciclo de las piedras y rodando con ellas ha recreado el mundo al contar la Historia de la leche. Con olfato canino, ha construido una obra cuentística volcánica, cuya erupción creativa es tan violenta como bella y permite que alcemos la mirada para dar con Las voladoras. Con su novelística ha logrado que no sólo se expandan nuestras cabezas, sino volarnos los sesos. Con Nefando no sólo mostró lo más friki de la deep web, pues dio también con lo más deep de la humanidad, con lo más retorcido que puede habitar en lo más profundo de las entrañas de cualquiera; mientras que con Mandíbula convirtió a los lectores en pájaros pluviales, esas aves que se meten en la boca de los cocodrilos para alimentarse con el sarro de sus dientes, y mostrarnos que vivir es un acto de peligro constante. Un peligro que puede sobrellevarse con el ejercicio de la lectura, ese acto cómplice que comparte Mónica gracias a su escritura.
Damián De la Torre Ayora, periodista cultural
El camino de Mónica Ojeda
Lo que está y no se usa nos fulminará
Luis Alberto Spinetta
La obra de Mónica Ojeda abrió algo en Ecuador. Algo que estaba ahí y que latía, debajo del piso, como un corazón delator. Algo que tenía su propia forma, pero un espacio reducido. Esa posibilidad de hablar de lo cruento y del horror como algo que es parte de nuestra constitución como seres humanos que han crecido con los mass media como ventana a lo que sucede alrededor. Una posibilidad literaria, desde luego, porque lo de Mónica Ojeda es literatura. Su prosa es barroca y afilada. Sus personajes —sobre todo las mujeres en sus historias— indagan hasta lo más profundo de lo terrible y llegan a cierta esencia de lo humano. Su obra vino a romper el velo de la seriedad y la política que se había adosado a la piel de la bibliografía ecuatoriana.
Por eso, tuvo que venir de afuera.
Tuvo que ganar el Premio Alba Narrativa en 2014, en Cuba, con la impresionante —y menos leída— La desfiguración Silva, para que sonara en Ecuador. Nefando y Mandíbula se publicaron en España, con la editorial Candaya. Obras —al menos Nefando— que las editoriales locales no quisieron publicar en Ecuador por su contenido. Editoriales que le dijeron que cuando tuviera algo menos fuerte, que volviera.
El camino de Mónica fue del exterior al interior. De afuera hacia adentro. El golpe, el impacto, fue mayor. Hay un antes y un después de su obra. Y todo eso que estaba sumergido flota ahora en la superficie. La literatura es hoy lo que mira hacia lo profundo del yo. Un gesto que ella ayudó a germinar.
Eduardo Varas Carvajal, escritor y editor
Sobre Mónica Ojeda
La obra de Mónica Ojeda es, como es ya en este punto un consenso, versátil, poética, violenta —hasta el encarnizamiento, pero sin llegar jamás a la caricaturización—, delicada y brutal a la vez. Con Nefando (2016) marca el punto supremo de su capacidad de poetizar el horror. Heredera original de Roberto Bolaño, esa novela muestra una capacidad de escritura que tiene como valor máximo una especie de crueldad bella (o de belleza cruel), una mirada sostenida en el horror que apunta y ejecuta su política narrativa en una ética basada en no desviar la mirada, en persistir en las imágenes imposibles —pero reales— de un mundo fundamentalmente oscuro.
El mundo que la escritura de Mónica hace aparecer es inclemente y feroz. El miedo y el dolor que esta literatura produce no dependen exclusivamente de sus anécdotas puntuales (que son horrorosas, desgarradoras, a veces intolerables), ni de su técnica narrativa (que es impecable y pasmosamente eficaz), sino de una construcción paciente y lenta, caleidoscópica. Todo ello logra que el lector crea que, efectivamente, no existe ningún lugar a dónde ir. Ninguno en el que el daño no sea inminente e irreversible, en que el peligro no aceche y esté a punto de sorprendernos con un grado de horror mayor al que hayamos podido imaginar.
La escritura cruel de Mónica es tan efectiva y adictiva porque en ella la soberanía del mal no se confunde jamás con la abyección del horror prefabricado, con una caricatura políticamente dudosa ni con el adoctrinamiento. Cuando sus narradores se internan en las posibilidades que este mundo tiene de amedrentar hasta el ánimo más resuelto, de algún modo quienes leemos sabemos que se trata de un viaje de ida. Si estamos dispuestos a dejarnos llevar no habrá consuelo ni enseñanza al final del viaje, solo una revulsión radical del mundo, algo como una uña que rasca una superficie dérmica con paciencia y tesón, hasta alcanzar el hueso. Hasta dejarlo expuesto a los fenómenos del afuera, hasta que adentro y afuera se vuelven dolorosamente indistinguibles.
Daniela Alcívar Bellolio, escritora y editora