I. Traición
Su rostro tallado de arrugas no podía disimular la tristeza que cargaba en su corazón, un dolor tan grande que en cada bocanada de aire que tomaba prefería quedarse dormida para siempre y no volver a sentir el latido apretado en su pecho.
Toda la comunidad había llegado al velatorio y funeral del gran Cacique Millaguir. Nadie daba crédito a lo que había sucedido; un hombre lleno de vida, un peñi amable, capaz de dar todo por su gente yacía ahí, silente, aguardando su despedida.
Lonkos y mocetones de 5.000 leguas alrededor se habían dado cita aquel día. Muchos caballos rodeaban la tumba; un gran tronco de pellín labrado a hacha resguarda su cuerpo y junto a él dormía también su caballo. Joyas y prendas dignas de un Toki adornaban su descanso eterno.
El día anterior las mujeres habían cosechado el dorado trigo de las pampas, entonando los üll de la creación y gozando la dicha de pertenecer a la ñuke mapu. El bosque y las quebradas despertaban lentamente al brillar el sol. El lúgubre canto de un pitio llamó la atención de Antonia. La vieja levantó la cabeza por entre las matas para poder escuchar con mayor atención qué le quería decir aquel pajarillo. No logró percibir su llamado, pero se dio por entendida que le transmitía algo más que un simple canto.
Los árboles comenzaron a tener una nueva fuerza en su interior, un permanente movimiento ondulaba las copas de los añosos coihues y raulíes. Antonia percibió que la miraban con pena, que conversaban entre sí: susurraban un secreto que ya se había hecho eco en cada animal del bosque. La mujer observaba atenta, respiraba muy suavemente para no interrumpir aquella charla de seres del otro mundo que se dignaban a visitarla. No emitía ruido alguno, respiraba tan lento que su concentración, con sus antepasados, parecía infinita.
Las mujeres que la acompañaban no lograron percibir aquella comunicación entre Antonia y los gnen, pues continuaron la rutina de cosechar cantando alegremente.
Mientras su pelo brillaba con los rayos del sol, y sus ojos verdes miraban todo a su alrededor, queriendo impregnarse para siempre de aquel instante, pensó:
—¡Ha llegado el día!
En ese momento, su pecho era clavado por una lanza; la sangre caliente corría por entre sus senos, mientras su corazón se aceleraba como queriendo salir de aquel lugar. La sangre marcaba el territorio donde estaba parada. Lo sintió, lo vivió, era real. Ahí estaba angustiada por no saber lo que pasaba. Todo era innegable, podía oler la sangre, tocarla, podía sentir su pecho abierto de par en par, pero nada sucedía; era solo su imaginación que le hacía extrañas peticiones de auxilio.
De pronto, entre los árboles vio una gran luz que la encegueció. Las mujeres que estaban a su lado se tumbaron al suelo cubriéndose el rostro para no quedar ciegas. Gritaban como locas, no sabían qué pasaba, el dolor que sentían frente a aquella luz era insoportable.
La esfera comenzó a acercarse. Antonia se quedó firme, como si una fuerza sobrenatural le sujetara los pies, simplemente no se podía mover. Sus aretes de plata se derretían al contacto con aquella Bola de Fuego que rápidamente se evaporó de su vista, y luego, sin aviso, se asomaba en el cielo y desaparecía tras el cerro.
Antonia reconoció el cherrufe, como la señal de una tragedia. Su madre le había transmitido en su niñez la historia del gran cacique Catriel que protegía a su familia luego de su muerte.
En aquel preciso momento el cielo se tornó negro y las nubes se arremolinaron alrededor del sol y no dejaban filtrar ni un solo rayo.
Las mujeres asustadas corrieron a sujetar a Antonia, que ya se desmayaba. No sabían de dónde provenía aquella sangre que había manchado su pecho; era como si una gran herida palpitara bajo su trapelakucha. Ella sintió que todo el mundo se vino encima, no podía caminar, ni hablar, solo sus pensamientos no fueron invadidos por aquel cherrufe, pero el resto de su ser estaba poseído por el anuncio que había recibido.
Esa Bola de Fuego era la única señal y la definitiva para saber que su amado Millaguir debía seguir a sus antepasados, al lugar de los espíritus, al wenumapu; la tierra de arriba.
Llevada por el deseo y el temor, corrió desesperada por las pampas, no importando las raíces que se incrustaban en sus pies descalzos; solo pretendía llegar donde su viejito; en cada paso que daba sentía que dejaban atrás la vida.
Las otras mujeres quisieron seguirla, darle alcance, no entendían nada. Antonia se esfumaba por entre los árboles, parecía mimetizarse con ellos, no podía ser vista, era invisible, solo el movimiento de las ramas les indicaba a las demás nañitas que por ahí había pasado la anciana que, con la fuerza de un león, aplastaba todo a su paso.
Millaguir dormía dentro de la ruka, tendido sobre el suelo, tras él un hilo de sangre corría desde su cabeza. Antonia entró de golpe, lo tomó entre sus brazos, acarició su cabello canoso; sus trenzas caían sobre el charco de sangre de su amado, sus ojos contemplaban aquella escena donde la muerte había dejado su huella.
—¡¿Dónde estás, Millaguir?! —gritó con desespero.
Un Kulkul se escuchaba entre sus gritos, luego un Trutuka incesante que no daba lugar a llorar. La lastimera melodía dejaba ver que Millaguir había muerto por traición. El aviso fue inmediato para las demás reducciones. Todos debían enterarse. El gran cacique Millaguir había muerto en manos de un traidor.
Antonia se puso de pie y salió de la ruka con la cabeza en alto, por su rostro ya no caían lágrimas. Como ella era la “Mayora” no podía demostrar su derrota, su pena, su dolor, su congoja por quedarse sola.
Fuerte y firme hizo llamar a sus consejeros y werquen, y los envió a dar aviso de la muerte del amor de su vida; cincuenta y ocho años llevaban juntos. Habían nacido destinados para darle vida a una estirpe familiar que debía durar por la eternidad.
Millaguir era un hombre de voz grave, manos pequeñas, de andar grave, muy respetado y querido en todo lugar. Donde iba recibía los honores de un grande, dueño de miles de hectáreas de campo; su lucha era diaria para no ser despojado de sus bienes.
Apenas salió el sol lo visitó Ismael Jaramillo, quien tenía la intención de convencerlo de que le vendiese su campo y sus animales. El winka le hablaba de todo lo que podría conseguir con el dinero que le ofrecía. Millaguir, sin embargo, hacía como que no oía nada, como que no quería entender la lengua que hablaba aquel hombre de piel pálida. No quiso escuchar sus propuestas.
Camino alrededor del fogón, atizonado el fuego y moviendo la olla de fierro que colgaba del centro; se arregló su atuendo y le dijo en perfecto español:
—Esto que usted ve, son las montañas más antiguas, es el lago más grande y todo lo que percibe su olfato fue de mi padre y, por lo mismo, todo es de mi pueblo. Y óigame bien, ¡no están en venta!
Jaramillo se levantó exaltado por el desprecio de aquel cholo, como él les decía; con una mirada de odio sacó su arma mientras maldecía al mapuche, disparándole en la cabeza.
El disparo asustó a los animales y aves, el perro saltó de espanto y comenzó a aullar. Jaramillo enfundó, tomó su dinero y se fue.
Pelón1
La sensación de la realidad era increíble, mis narices percibían el olor a ruka, a sangre, mis sentidos estaban tan dispuestos que cerraba los ojos y veía a Millaguir tirado sobre el suelo.
No sabía qué hora era, la noche ni siquiera daba lugar a imaginar cuánto tiempo pasé dormida. Un nudo en mi garganta no me dejaba en paz; quería llorar, tenía la certeza que conocía a Millaguir y a la vieja Antonia, pero de dónde no lo sabía, simplemente eran parte de mí.
—Antonia, ¿quién eres?
II. Premonición, ver más allá de las cosas
No podía sacarme ese nombre de mi mente, como tampoco a aquel mapuche muerto descansando, ahora, en el árbol ahuecado. Traté de quedarme quieta para calmarme y poder ordenar mi mente. ¿El papi? ¿Había llegado? Mi abuelo se me vino a la cabeza como una flecha. ¿Dónde estaría a esa altura de la noche?
¡Millaguir… Millaguir!, pintado con rayas y manchas de sangre, unas cuantas plumas atadas a sus orejas; qué primitivo se veía aquel anciano.
Un grito desesperado salió de mi garganta. Al pensar en lo que había soñado, lloré amargamente en la soledad del cuarto.
Bajé la escalera a tientas como pude, para no despertar a nadie; llegué al cuarto de la mami. Entre las sábanas toqué su pelo y me encogí a su lado como un bebé que busca el regazo de su madre. Qué seguridad más grande sentirme amada por mi abuela, protegida entre sus brazos.
—¿Qué pasa, Charito? —susurró la mami.
—Tuve un sueño muy extraño, mami, y tengo miedo.
—Cuéntame, dime qué pasó.
—No sé bien, mami, vi rukas, mujeres llorando, un hombre muerto, una gran bola de fuego.
—¿Qué dices? ¿Bola de fuego?
—Sí, mami, fue todo tan extraño, tengo mucho miedo.
Un fuerte golpe en la puerta de la cocina nos hizo saltar de la cama. Me puse muy nerviosa, el miedo invadía todo mi ser de niña, parecía un ser sin forma, mi cuerpo daba para lado y lado.
En la penumbra pude ver a mi abuelo, a mi querido papi Queche, pero no podía ser él, su rostro estaba cubierto de sangre, sus ropas eran verdaderos harapos colgando como grandes telas de arañas, sus botas mezcladas de barro y sangre daban un fuerte olor. Era la escena más horrible, lo abracé y me puse a llorar mientras la mami lo limpiaba y preguntaba qué le había pasado.
—López, vieja, Armando López, me pegó y me tajeó la cara. Porque quería que le cediera parte del campo y de los animales.
—¿Cómo dices? ¿Encontraste los animales?
—Sí, vieja, él los tenía. Y ya los tenía marcados con fuego. Para devolvérmelos quería que le firmara un papel para quedarse con todo el campo de arriba, con la parte del cerro.
Mis ojos ya no daban más de tanto llanto, no podía creer lo que le habían hecho a mi abuelo, siendo él tan buena gente. Lo golpearon y le marcaron la cara para que entregue su campo. Y ahí estaba yo acordándome de Millaguir, de Antonia, de la Bola de Fuego. ¿Sería un pelón? ¿Tendría yo el don de los Peumas igual que mi madre?
El papi Queche quedó con la cara marcada para el resto de su vida. Esa noche no dormimos, el papi nos habló de todo lo que estaba pasando con la llegada de López, un simple arrendatario que había dejado el abuelo Federico como cuidador de una parte de su tierra y que ahora quería adueñarse de todo el campo.
No podía dejar de pensar en que por mi culpa casi matan a mi abuelo; si no lo hubiese soñado no le habría pasado nada. Nunca le conté de mi sueño, lo guardé celosamente como un secreto con la abuela.
1 Visión de una autoridad espiritual mapuche que puede predecir el futuro.