Ramón
—Dicen que don Eva vive solo desde hace un año —me comentó Julieta el otro día—. A quien pregunta, le contesta que Yolanda, su mujer, se fue a su pueblo y no tarda en regresar. Pero también cuentan que lo abandonó, o que se suicidó; y que el viejo, por vergüenza, no quiere reconocer ni una cosa ni la otra. Otros creen que la tiene encerrada en la casa, pero más de uno asegura, y yo sí lo creo, que la mató y la enterró en el jardín.
¡Ay, Julieta! Sale con cada ocurrencia. Cuando le digo que son chismes, que el viejo es a todo dar, me reta a que le pregunte por su mujer. Habla a lo tarugo, sin conocerlo. No quiere hacer migas con los vecinos porque, según ella, no viviremos aquí por mucho tiempo, pero eso está por verse.
A mí el viejo me cayó bien desde que lo vi limpiando el frente de su casa. Llevaba puesta una boina de lana negra en la cabeza y una chamarra también de lana, pero de un color negro pardo, y barría la banqueta como si tuviera todo el tiempo del mundo, empezando por una orilla y poco a poco llevándose la basura con la escoba hasta la otra, levantando una polvareda de poca madre. Así lo hace todos los días, esa es su rutina diaria.
La casa de don Evaristo no es como las otras. El barandal de hierro, alto, como de dos metros, de color verde bosque y con figuras de flores doradas, es apenas el envoltorio. Las dos ventanas grandes de arriba, con adoquines alrededor, evitando la base, parecen las pestañas de unos ojos enigmáticos, de esos que enganchan a primera vista. Las dos de abajo, pequeñas, una al lado de la otra y cubiertas con cortinas negras, dan la impresión de dos lunares. Con la puerta de madera fina en el centro, adornada con un cristal biselado, toda la casa parece una mujer distinguida de sonrisa discreta. Y más porque está pintada o vestida de color amarillo vainilla, que me imagino resaltará con el color rosado de la buganvilia que florecerá en el verano. A los pies de los arbustos del lado izquierdo, verdes, sanos, acomodadas en línea hay macetas de varios tamaños, llenas de tierra seca, esperando que les planten teresitas, margaritas o geranios, así como don Evaristo espera o desespera, guardando o aguardando un no sé qué.
Nunca se lo he dicho, pero para mí que a sus sesenta y tantos tiene la vida resuelta: mujer, hijos, casa propia y una pensión para los gastos. Quién como él. Llegar a esa edad para hacer con el tiempo lo que a uno le venga en gana, es un lujo. Conozco varios señores que a su edad siguen como yo, con una mano atrás y otra adelante.
Fue a mediados de febrero cuando me animé a hablarle por primera vez. Llegué del trabajo y como Julieta se había ido al gym y los niños jugaban al Nintendo, salí a la calle para quitarme de encima la modorra. Allí estaba Benito, el borrachín del barrio. Me senté a su lado, en la orilla de la banqueta, y encendí un cigarro.
—Ese viejo está tocado —me comentó al tiempo que me pedía una fumada.
—¿Por qué lo dices? —le pregunté, convidándole el cigarro.
—Porque sólo a él se le ocurre cuidar el jardín para una mujer que no va a volver.
—¿Cómo lo sabes?
—Es mujer, por lo tanto, traicionera —aseguró, y luego de dar la última fumada y regresarme el cigarro, le dio por cantar: “Hipócrita, sencillamente hipócrita, perversa, te burlaste de mí…”.
Mientras Benito seguía echando a perder el bolero alcancé a ver a don Evaristo saliendo de su casa. Llevaba en la mano una barra larga de metal, de esas que se usan para hacer hoyos en la tierra. Crucé la calle. Unos cuantos pasos y ya estaba frente a su casa. Él empezó a escarbar en la jardinera, muy cerca de la entrada. Echaba madres y padres, dejando a un lado la barra para descansar de cuando en cuando. En una de esas le pregunté qué hacía.
—¿Qué no ve? —contestó sin mirarme.
Eché un vistazo hacia el porche. Junto a la banca de madera vi un árbol en un balde de plástico. Le pregunté si lo iba a plantar. No me contestó. Tomó agua directo de la jarra que tenía en la mesa de patio y volvió a agarrar el hierro con las manos llenas de ampollas.
—Déjeme le ayudo —ofrecí, tratando al mismo tiempo de abrir la puerta del barandal.
—¿Usted quién es? —me preguntó arqueando las cejas canosas y clavando la mirada desconfiada de sus ojos color miel seca en los míos.
—Soy Ramón, su vecino. Vivo allá, enfrente —dije apuntando con la mano.
A regañadientes, a paso cansado, se encaminó al barandal y sacó la llave del pantalón revolcado para abrir el candado.
—A ver si es cierto que es usted tan salsa —y me señaló el garrote con la mano ampollada.
La agarré y empecé a cavar. Muy pronto me di cuenta por qué el viejo echaba madres y padres; justo donde se le ocurrió plantar el árbol había una piedra como del tamaño de una pelota de básquetbol.
—¿Por qué mejor no hacemos el hoyo acá, junto a la buganvilia? Parece que aquí la tierra es más blanda y…
No pude terminar de hablar. Sus ojos de miel petrificada se volvieron de acero.
—¡Cállese! ¡No sabe lo que dice! —Y me arrebató la barra con los brazos temblorosos.
—Pero…
—Pero nada. Esta es mi casa y aquí se hacen las cosas como yo digo. Váyase. No lo necesito.
Le quité la barra. Ante sus ojos iracundos escarbé lo que pude alrededor de la piedra, limpiándome el sudor de la frente con la manga de la camisa, hasta que tomé un descanso.
—¿No que muy chingón? —Y soltó una carcajada dejando ver sus dientes amarillentos y chuecos.
Me cayó en los huevos. Yo de menso queriendo ayudar y él haciéndome bulla. Volví a tomar el lingote y lo enterraba con más ganas alrededor de la piedra para callarle la boca. Sacaba la tierra con una pala bajo la mirada burlona del viejo y aunque estuvo cabrón, saqué la pinche piedra y adrede la dejé caer cerca de sus pies. Me miró azorado.
—Pues, de que es usted chingón, no hay duda. De una vez tráigase el árbol y plántelo, se ve que tiene buena mano. Mientras, voy a la tienda. ¿Quiere una cervecita?
—Simón.
—¿De cuál?
—Caguama.
—Hasta barato me resultó.
Aquella tarde fui yo quien plantó el ciruelo, aunque él siempre diga que lo plantamos entre los dos. Y sí, ahora que lo pienso, se puso roñoso cuando le propuse plantar el árbol junto a la buganvilia, pero no por eso voy a desconfiar, ni a preguntarle por su mujer. Seguro que me contará una de estas tardes. Él no toma cerveza sino brandy, como los hombres, me dice para picarme la cresta y, aunque no toma mucho, los tragos hacen que sus pláticas me sepan más sabrosas.
Evaristo
Como ya empiezo a tenerle confianza, en vez de llamarlo Ramón le voy a decir Món. Yo me llamo Evaristo, pero cuidadito y haga por decirme Eva. Suena a mariconada. A más de tres les rompí el hocico por llamarme así. Sí, soy bien bárbaro. Nací en Santa Bárbara, un pinche pueblo de mineros muertos de hambre. Entre ellos mi padre, Fermín Morán, así viniera de una de las familias más acomodadas del lugar. Aunque, como le dije, en aquel caserío miserable, compuesto de casas sin ventanas, sin puertas, por donde el viento entraba y salía como Juan por su casa, con tan sólo un cuarto que servía de cocina, recámara y cuarto de baño. La mayoría creíamos que las familias que tenían algo más que fríjoles en las mesas eran ricos.
Por borracho y desobligado, de los Morán mi papá sólo heredó el apellido y nada más por éste logró matrimoniarse con Ester Patiño, mi mamá, una muchacha flacucha de ojos tristes y muy tonta por haberse casado con el bueno para nada de mi padre, a según me contó una de mis tías, pese a las advertencias de sus hermanos, quienes nunca tuvieron a bien ver que ella se desposara con un simple minero, con todo y que se apellidara Morán.
Y tenían razón, Món. De niño yo veía que en los ojos de mi mamá habitaba el sufrimiento. ¿Cómo no? Éramos siete hijos, dos hombres y cinco mujeres, sin contar los tres que murieron al poco tiempo de haber nacido, todos lombricientos y con la chingada hambre pintada en la boca. Mi papá no la veía, en primera, porque llegaba a la casa cuando ya nos había vencido el sueño; y en segunda, porque siempre llegaba borracho. Pero fíjese que entre dormido y despierto mientras esperaba a que mi padre regresara, yo escuchaba el llanto quedo de mi madre, acompañado por el crujido de las patas de la silla cada vez que se levantaba para asomarse por la ventana. Así como estaba de chiquillo, en lo que trataba de dormir, me imaginaba que la cargaba, la cobijaba y la arrullaba, como si ella fuera la hija y no yo el crío. Así eran mis duermes, Món, angustiados por no poder aminorar los sollozos de mi madre.
Luego ya de más grandecillo se me fue encajando, muy adentro, una rabia hija de la chingada que no me dejaba llorar, cuando algunas veces mi madre amanecía con un moretón en los ojos, uno que ella decía haberse causado por tonta, por no ver en la noche en dónde se hallaba la puerta. Usted no se imagina lo que un hijo sufre cuando el padre golpea a la madre, es más que una mentada, es una puñalada por la espalda. Pero ha de saber que, a diferencia del cobarde de Javier, mi hermano mayor, un día, cuando yo andaba por ahí de los diez, me di de chingazos con mi viejo. Claro que, por lo enclenque que yo estaba, me tumbó al piso de un jodazo en el hombro, pero desde entonces, no sé si por vergüenza o por prudencia, no volvió a ponerle la mano encima a mi madre.
De ahí en adelante, qué le digo, cargo también con esa culpa porque en el fondo, muy en el fondo, yo lo quería como cualquier mocoso quiere a su padre, así sea éste un cabrón. Después vinieron otras desgracias que me hicieron salir huyendo de aquel pinche pueblo muerto de hambre, pero de esas y otras ya le contaré. Bueno, Món, estuvo buena la plática. Usted no es como los otros, usted sí sabe escuchar. Lo espero aquí mañana con una cervecita a la misma hora, si es que su mujer lo deja venir, digo. Ya son las diez. Voy a tratar de dormir.
Evaristo
Te hablas frente al espejo que buscas en la penumbra de la noche. Eres el que da vueltas y vueltas en esta cama rodeada de ratas, de cobijas hediondas a tus orines, de almohadas en las que se acumulan tus ácidas babas y la cerilla de tus orejas sordas, la que se te derrite por las noches, mientras subes y bajas la escalera, contando las gotas que caen del grifo sobre el vaso que poco a poco se va llenando del agua que te recuerda que llevas piojos en la cabeza y lanas en los escondrijos de tu cuerpo, porque ya no te bañas, también te da miedo, te horroriza pensar que el agua descubra tu mirada prisionera, la que se empeña en no ver más allá de tu nariz llena de mocos endurecidos con la tierra que levantas al barrer todos los días el frente de tu casa vacía de mujer, de olor a jabón hervido y de ropa blanca doblada sobre la mesa, también vacía, vieja, reumienta y crujiente como tú y tu conciencia, la que te lleva todas las mañanas al jardín por si encontraras entre la tierra la raíz que hace tiempo te culpa y te envenena, la que lleva atado tu ombligo, el que sembró tu madre en aquella tierra miserable, con el que extiendes y arrastras la rabia que reconoces en el espejo, oculto bajo la mustia luz de la veladora que le enciendes a la noche, la que te echa encima una frazada de insomnio encanecido, como los cabellos que te quedan y que te hacen repetirte que eres un miserable al que le cuelgan dos huevos secos, incapaces de hacerte abrir el diario empolvado de Yolanda, el que encontraste hace días y al que le sacas la vuelta por miedo a leer lo que dice su cuidada caligrafía, aquello que tal vez escribía encerrada en su cuarto meses antes de descubrir que se iría, aquello que quizás te haga comprender el deseo de su partida. Pero por más que quieras ocultarlo, en el fondo sabes que ya es hora. Pon al día el calendario. Ajusta las manecillas veloces del reloj. Anda, imbécil, abre ese cuaderno. Amárrate los huevos y de una vez por todas empieza a leer.
Yolanda
Evaristo no quiere que vaya este año. Que ya jubilado hay que cuidar el dinero. No sé para qué. Desde su sentencia, la comida ya no tiene condimento. Zapatos, sombreros, bolsos, perfumes, trajes para mi viaje anual. ¿Qué hacer con todo lo que guardo en el ropero? Le caerán encima mis cincuenta y siete años, se volverán polilla, como yo esqueleto si me quedo a perecer en esta jaula pintada de amarillo.
En realidad nunca he vivido en esta ciudad, adolescente precoz que le gusta revolcarse en los excesos: frío, calor, tormenta, sequía. Y este viento fronterizo, voluntarioso, empujando y golpeando mi cuerpo sureño que tiende a inclinarse hacia mi pueblo, a Jalisco, donde los callejones guardan besos coloniales, allá donde la villa es una doña que sí sabe cómo poner la mesa, allá donde las gotas recién caídas yacen en las hojas del aguacate, en las limas y en la buganvilia del zaguán en la casa de mis padres.
¿Y si regresara para quedarme?
Lavar la sangre de mi madre derramada en la baldosa.
Amarrar a mi padre de la pata de la cama y darle la guitarra.
¡Que cante!
Mientras camino por las calles empedradas, recién bañadas por la lluvia de la tarde, siguiendo el sonido acuoso de las campanas que llaman a las almas a congregarse en el centro de la plaza.
Llegar tomada de la mano tibia de mi madre a la esquina, donde el aroma de pan recién horneado abre toda clase de apetitos.
Ver mi silueta delgada en el espejo de la costurera, mi larga cabellera negra, mi pecho empezando a crecer y mi mirada confiada al ver a mi madre con los labios pintados, sentada en la banca, dándole un beso a mi hermana.
Circular por mi cuenta, con un vestido nuevo, abrazada de amigas, en sentido contrario a los muchachos, entre sonatas pretenderme Alejo con una margarita.
Darle el primer beso, sin temor a las miradas, y abrazarle percibiendo su olor a frutas de estación.
Pero antes preciso seccionar el miedo que hila lo callado, retomar mi voluntad de moza, enterrada por cuarenta años de matrimonio entre la ropa sucia acumulada en los cestos envejecidos, entre la frialdad de las sábanas decoloradas, entre el hervor de las sopas diarias, entre las fotografías de mis hijos que ya se fueron y, sobre todo, entre el monedero, donde se halla hacinado el dominio de Evaristo.
Sigue escribiendo, Yolanda Montaño de Anza, libera tu nombre y apellidos.