El juego está arreglado, naturalmente.
Pero no te detengas por eso.
Robert Heinlein
I
El taxi ha cruzado el centro de la ciudad, rasante y veloz como una ojiva nuclear, se ha detenido en una esquina prohibida y tú, aún con la estática a flor de piel, le has pagado al taxista, has bajado del auto y cotejado la hora, todo en un solo movimiento: la cara endurecida por el frío, los ojos rojos, la lengua pegoteada en el paladar. Caminas por las delgadas aceras del Cusco y piensas en el Guajolote y su clan sureño: Ya verían esas pinches ratas, le rajarías la mismísima madre en su propia tierra. A mí con chingaderas de aquí o de allá. Esta vez no se te adelantarían…
Cruzas un pasaje, contemplas los muros incaicos, su empedrado geométricamente encajado, sin fisuras, sin error. Guajolote puto, no debió llevarse la Gran Venus de Guanajuato ese día que ya la tenías prácticamente en tus manos. Y luego de unos años, después de haber vendido el bultito a los franchutes, venir a restregártelo en la cara con sus acostumbrados mensajitos de texto, el muy culero. Y eso de que todos somos carne de subasta, que tarde o temprano terminamos vendidos al mejor postor, qué uno es así, que uno es asá, que todo depende del martillero que está allá arriba, que no te enmules, que Jalisco no te rajes. Pen-de-jo, ahora vas a tener tu Jalisco, pero bien dentro: ¡enterito y bien chingón!
Resoplas, todavía no te acondicionas del todo a estos nuevos aires peruanos. Llevas la atmósfera atascada en los pulmones, un desayuno mal digerido y toda la noche del vuelo sin dormir: lo que era el pinche jet lag. Ganas unos metros y buscas el bar donde tenías que llegar: ¿cómo se llamaba? Sigues avanzando media cuadra más y abordas a un poblador que esperaba su bus en un paradero: Buenos días, carnal, estoy buscando el bar Pututos, Kututus o algo parecido. El poblador te mira con esa mezcla de pena y apremio que inspiran los turistas recién llegados. Dirá Ukukus, te corrige, es el que está a media cuadra, aquicito nomás, ¿lo ve? Te señala con un dedo elocuente, didáctico, es el letrero que destaca entre todos, el único que tiene luces de neón. Y tú (¡qué poca madre!), sonriente, avergonzado, que sí lo veía, que muy amable y vaya qué ciego estaba para no haberlo visto a la primera.
Cruzas la pista y llegas al bar.
En la puerta te recibe el vigilante vip, un orangután enorme de rostro aburrido que se agacha, te palmotea los tobillos, las pantorrillas, va subiendo y te estruja el culo, la espalda, los sobacos y está limpio, le dice al intercomunicador que tiene colgado al lado izquierdo de su boca, como un escarabajo suspendido. Pasas, observas el lugar, es agradable, amplio. El clásico ambiente de una fiesta privada o de una conspiración: poca gente, poca luz y música jazz a bajo volumen. Lo tienes todo bajo control, Jalisco, susurras como para no olvidarlo. Hace meses el clan del Norte te había facilitado el soplo del año: en ese bar, dentro de un par de horas se estaría subastando las Orejeras más buscadas del Señor de Sipán. Terminada la puja, tu clan se encargaría de hacer pasar el bultito por los aeropuertos del Cusco y París convenientemente. Sonríes, miras tu reloj: las tres de la tarde. Órale, Jalisco, a ponerse abusado. La hora de la verdad había llegado, la neta que sí.
Vamos a ver qué onda.
II
Terminado el remate de un cuadro de la Escuela cusqueña, un par de monedas coloniales y una cerámica de la cultura Tiahuanaco, el hombrecillo que fungía de martillero suspiró. Estaba listo para el gran cierre del día. Durante las dos horas que habían transcurrido, los postores habían estado cautos. Nadie había arriesgado más de la cuenta. A pesar de ser una subasta «negra», los pujadores se habían comportado dentro de los niveles de la sensatez: celulares en vibrador, laptops desconectadas, no audífonos, no bebidas, no drogas.
Durante unos segundos, el martillo quedó relegado encima de una vieja cátedra en el más completo abandono. Aprovechaste para observar a los postores: sus rostros, sus facciones, todo te pareció sospechosamente irrelevante. Eso te inquietó, Jalisco, te valía madres, preferías estar entre perros bien gachos, de trazos definidos y no en esa especie de concierto de rostros plastificados. En eso llegaron dos sujetos enviados por el clan del Norte, te traían el dinero para la subasta del cierre en dos pequeñas mochilas. Tú las recibiste sin ceremonias, las entreabriste una por una y te dejaste seducir por los fajos de dólares que, cuidadosamente acomodados, te hicieron recordar la perfección geométrica de los muros incaicos.
El martillero sacó de la parte inferior de su cátedra la vedette del show: una cajita de cristal en cuyo interior dos orejeras impresionantes relumbraban como soles dentro de un universo en miniatura. De pronto vibró tu pinche móvil, ¿quién se atrevía a llamar justo ahora? Hacía frío, pero comenzaste a sudar, no debías responder, pero tu curiosidad pudo más. Con disimulo sacas tu aparato y lees el mensaje de texto que te han enviado desde un número desconocido: “Esas orejeras son carne de subasta como tú”. Guardas tu teléfono, debía de ser el Guajolote, ¿quién más? Pretendía meterte miedo, Jalisco, pero no lo conseguiría, te valía madres su intento de rajarte.
Observas con detenimiento a los pujadores, ¿cuál de ellos sería el reculero infiltrado? Quizá el del mostacho, o el escuincle del chullo multicolor, o ese otro, el tipo que lucía un terno impecable, o aquel anciano desdentado que parecía masticar el aire… No sabes, pero por ahí debían estar. Podías oler y hasta sentir su respiración de pinches ratas sureñas. Pero no importaba, hoy debías ganarles por puesta de mano y sonreíste.
El chaparrito del martillo desenroscó una voz estentórea de barítono ebrio: Damas y caballeros, lo esperado de esta tarde: las orejeras del Señor de Sipán. Ciento treinta gramos de oro turquesa con incrustaciones de gemas multicolores y concha de Spondylus. Lo singular de estas joyas es que son las únicas referidas a un ritual de guerra y no las ceremoniales que se conocen hasta ahora.
Algunos acercaban, pasmados, sus cabezas de gatos curiosos.
El martillero prosiguió: presentan en alto relieve la batalla fabulosa del hombre contra su destino. Un destino feroz y tremebundo representado por una deidad zoomorfa (mitad puma y mitad serpiente) en pleno salto de ataque. Mide ciento veinte milímetros de alto, cien de largo y ciento diez de ancho. Tiene una antigüedad de por lo menos dos mil quinientos años y el precio base de esta maravilla es diez mil dólares. ¿Quién da más?
Había comenzado la chingadera.
III
El del mostacho no se quedó en mamadas y le entró duro y parejo al baile, ofreció quince, luego veinte, pero se detuvo en treinta mil. El chavo que estaba dentro de un chullo que solo le dejaba libres la nariz y la boca llegó a cuarenta mil. El del terno pulcro se rajó y con mucha frustración se plantó en cuarenta y cinco mil, más es una locura, protestó. Pero el anciano fue el que se robó el show, chimuelo como estaba, tapó el hocico a todos con ochenta mil de los grandes. Ó-ra-le, me-xi-ca-ni-to, y ahora có-mo-la-vez, te dijo canturreando las palabras, en un tono que pretendió ser ofensivo, pero que solo te hizo reír. En las bolsas tenías más que eso, pero había que ser cauto. Noventa mil dólares y una dentadura nueva para que mi abuelote mastique bien su chingadera diaria, bromeaste, confiado, ganador. Los pujadores te miraron como si, de golpe, fueras la entidad zoomorfa de las orejeras.
El pequeño martillero engoló su voz aguardentosa todo lo que pudo, levantó el martillo y Noventa mil a la una, noventa mil a las dos…
Noventa y cinco mil, dijo el pinche mocoso del chullo. Lo miraste encabronado, pero tranquilo, Jalisco, susurraste. No podías excederte, tenías en la bolsa cien mil, pujar todo lo que tenías era además de arriesgado, estúpido: Noventa y ocho mil, dijiste, se te partía la voz, el mundo, la madre. Comenzaste a sudar, viste en el portador del chullo al Guajolote y su bola de ojetes del clan sureño burlándose por segunda vez de ti. Imaginaste las noticias que saldrían luego de la venta de las orejeras, la suma astronómica que de seguro conseguiría en la casa Sotheby’s de París como lo hizo la Venus de Guanajuato en su momento. Pasaste una saliva espesa, densa, oprobiosa, se había anulado la razón y el tiempo. Solo saliste de tu estado de imbecilidad cuando escuchaste el martillazo final y vendido al señor Jalisco, felicitaciones.
Esa noche, en la habitación de tu hotel, luego de embalar convenientemente “el bultito”, te metiste cuatro pastillas para dormir y quedaste encima de tu cama reducido a la conveniente condición de bulto. Al día siguiente te despertó el teléfono de recepción: Aló, ¿señor Jalisco Méndez?
Bueno, sí, él mero mero, ¿qué rollo?
La policía está subiendo a su habitación.
IV
En la carceleta de la comisaría del Cusco, revisaste tu teléfono, el cabrón del Guajolote te había dejado otro mensaje: “El que puja mucho y mal, se caga antes de tiempo”. Que no mamara, estás seguro que ese güey estaba agitando las aguas de este fango para hundirte. Pero no lo permitirías, esta vez no. Serías más que prudente, serías chingón.
Buenos días, señor Méndez, soy el Comandante encargado de las investigaciones sobre la subasta ilegal de ayer…
Disculpe que lo interrumpa, oficial, pero no hablaré una palabra hasta que no llegue mi abogado. Le rogaré que me permita hacer un par de llamadas…
El policía estaba desconcertado, tenía el rostro bovino, hinchado del lado derecho, como si tuviera rumiando una eterna bola de alfalfa. ¿No lo entiendo?, pero si es su deseo, no hay ningún problema. Lo mando llamar, está alojado en el mismo hotel donde usted estaba.
Ahora el desconcertado eras tú. ¿Qué desmadre era todo esto? Ibas a reclamar, pero mejor decidiste averiguar quién era tu supuesto abogado. ¿Puede traerlo aquí, por favor?
V
Cuando entró, en el momento exacto que se sacó el sombrerito panamá –que lucía esa mañana–, reconociste al enormísimo cabrón. Déjenos solo, comandante, muchas gracias por todo, le dijo al policía con su inconfundible vocecita de pajarraco ahorcado. El comandante asintió con un gesto entre sumiso y obsequioso: Les doy lo acordado, para que ustedes se repartan como crean conveniente. Lástima que no se haya recuperado “el bultito”. Hubiera sido mejor para todos, lamentó y dejó un sobre manila encima de la mesa.
¿De qué se trata toda esta pendejada?
Ya te explicaré, Jalisco, ¿cómo estás?
Hasta el ojete, estoy en el subsuelo de donde hubiera querido estar.
¿Por qué?
¿Y lo preguntas? No mames, güey, me has denunciado y en ese sobre tienes la lana que Judas cobró por Cristo… ¿Carne de subasta y barata, no, pinche pendejo?
No te adelantes, este dinero es para los dos.
¿Qué? ¿No me denunciarán por adquisición irregular de arqueología?
No, Jalisco y no te rajes por lo que voy a decir. Yo le aseguré a la policía que iba a infiltrar a un colaborador eficaz en la subasta negra, para que fingiera comprar las orejeras y capturar al saqueador que las vendía. Cosa que ya se hizo y acá está la recompensa: dos mil dólares para ti y dos mil para mí. Abrió el sobre manila, separó lo suyo y te dio el resto.
Recibiste la lana, pero no la contaste. Estabas ofendido, qué se creía este güey… ¿Y la feria que pagué por las orejeras?
Yo tengo el dinero, la policía me lo entregó ayer.
¿Me lo darás?
Depende, si dejas a los norteños y te vienes con nosotros. Eres bueno, mexicano, pero estás en el equipo contrario.
¿Por qué el policía dijo que no se había recuperado el bultito?
Porque no se ha recuperado, tú compraste una imitación y esa es la que tienen las autoridades. Las verdaderas orejeras están ahora en poder de nuestro clan en Francia…
De golpe, comenzaste a entender algunas cosas: el chaparrito del martillo hizo el cambiazo debajo de la cátedra, ¿no?
Así es, el martillero era de nuestro clan, como todos los pujadores. Solo el que vendía el bultito, tú y la policía no sabían quién era quién. ¿Cómo la ves?
Tengo que reconocer que son una perfecta bola de pendejos.
Si te pasas a los nuestros, recuperas tus noventa y ocho mil, y te ofrezco el diez por ciento de lo que se obtenga por la venta de las orejeras verdaderas allá en París… ¿Qué dices mexicano? Recuerda que todos somos carne de subasta. Si hasta Cristo fue vendido por treinta monedas, ¿por qué un simple cabrón como tú no?
VI
Por un momento recuerdas la escena en la filigrana de las orejeras del Señor de Sipán: el hombre luchando contra un destino escabroso y atroz. Quizá a eso se resuma todo: a luchar en las peores circunstancias, apostar y ver qué pasa. Bajas la guardia, ya no había más que hacer, la propuesta del Guajolote era como optar por una nueva vida: los ojos inyectados en sangre, nuevamente la lengua pegoteada al paladar, la rabia disuelta en la saliva espesa.
Acepto, pinche culero, le respondes, convencido, arrebatado como el luchador de la filigrana precolombina ante su destino feroz. Y, desde algún lugar del mundo, escuchas un atronador martillazo que te deja sordo, libre de tu pasado, lleno de un mañana inquietante, pero de poca, poquísima madre, carnal.