Había llegado a tiempo, sin embargo, la casa estaba a oscuras. Me paré frente a la verja y volví a mirar mi reloj. Las ocho de la noche. Las ventanas estaban entornadas.
Decidí entrar. Atravesaría el jardín guiado por la luz del alumbrado público. Amarillenta, sucia.
Llamaría a la puerta —temía haber hecho el viaje en vano.
Volví a tocar. Respondieron.
Primero se encendió la luz de la sala, luego la del portal. Tras abrir la puerta, Patricia me invitó a pasar y dijo que la disculpara. Por el desorden. Por haberse quedado dormida. Y por la facha: el cabello a medio acomodar, un short de mezclilla deshilachado y un pulóver blanco y ancho con el rótulo “Poesía sin Fin”.
Sonreí.
No solo le había interrumpido el sueño. Parecía algo turbada.
Entré.
Demasiado silencio.
Luego de recogerse el cabello, me recordó que podía sentirme como si estuviera en mi casa.
—Perdóname —dijo—, olvidé saludarte.
Me dio un beso en la mejilla.
Antes de sentarnos a conversar recogió un par de revistas, un bolígrafo y un marcador, periódicos y dos libros que tenía sobre un butacón. Acomodó los cojines con los que adornaba el sofá y guardó un manojo de papeles dentro de una carpeta. A la cocina llevó un tazón y una tetera.
Patricia me había llamado para avisarme de un sobre que Grethell le dio para que me lo hiciera llegar. Según le dijo, dentro tenía una carta y varias fotos. Le pregunté de qué iban las fotografías, porque estaba convencido de que todos los rollos que Grethell y yo habíamos usado en su cámara fotográfica estaban impresos.
Patricia se encogió de hombros:
—De veras no sé, está cerrado.
Nos costaba mantener la charla, al menos a mí sí me incomodaba. Probaba con un tema y veía cómo Patricia se quedaba sin nada que decir. Y era extraño en ella. Con esta mujer podías estar todo un día conversando. Sin aburrirte. Y si te interesaba la literatura, en especial la cubana, tendrías a disposición un asombroso archivo no solo de información, digamos, académica. Parecía turbada. Tal vez por mi presencia. Me sentía incómodo con tanto silencio y decidí intentar por última vez el diálogo antes de pedirle el sobre, pero solo atiné a preguntarle por su trabajo. Patricia se acomodó tras la oreja unos mechones. Se encogió de hombros. Entonces dijo que no lograba concentrarse:
—¿Viste los papeles y los libros que tenía arriba de la butaca? Llevo tiempo sin tocarlos. Me pidieron un ensayo sobre Guillermo Rosales, ni siquiera he pensado en el título.
Mientras hablábamos, advertí que estrujaba sus manos. O las pegaba contra los muslos. Incluso cruzaba los brazos y los apretaba muy fuerte contra sí.
—Tu sobre… —dijo—. Dios, lo olvidé por completo. Discúlpame, enseguida lo traigo.
Y fue a su habitación.
Yo había llegado a su casa a las ocho de la noche y ella tal vez a las seis. ¿Su rutina? Leer como una demente. Asociar. No solo impartía clases en la Facultad de Letras de la Universidad de La Habana. Su pasión era la literatura. En especial la cubana. Siempre en la búsqueda de nuevas piezas para completar ese rompecabezas que es la obra y vida de un escritor. Y en los últimos meses se había obsesionado con Guillermo Rosales. Escritor y suicida. Miami, julio de 1993, 47 años, una pistola cargada. Tenía en su récord personal haber destruido la mayor parte de su obra. Odio, locura y autodestrucción. Un premio y la publicación de una novela breve, con alta dosis de autobiografía, cuyo título es la manera de nombrar a las pensiones o asilos para locos o viejos en Estados Unidos: Boarding Home. Pero Patricia no estaba, como era su costumbre, ensimismada en sus lecturas y notas.
Sentí el aroma del café recién colado. Desde la sala le pedí que no dejara de invitarme a una taza.
Me gustaba su café. Negro, fuerte. Buen aroma. Patricia compraba café Serrano. Yo no era de los que se preparaba una cafetera para comenzar el día. Pero lo hice parte de mi rutina por culpa de Patricia, por culpa de Grethell.
Mientras esperaba por Patricia, el café, la carta y las fotos decidí encender el televisor. Junto al jarrón de falsa porcelana y flores artificiales, justo al lado del mando a distancia, Grethell sonreía en el retrato —intemporal, la misma sonrisa que yo no alcanzaba a olvidar, porque el rostro, sus maneras, en fin, el recuerdo de aquella mujer estaba enquistado en mi cerebro como una lapa—. Era una fotografía en blanco y negro, una hermosa foto tomada por mi amigo Orlando L.
Me levanté.
No encendí la TV, me paré frente al retrato.
Patricia no me vería.
Pude, además de haberme levantado para ver de cerca el retrato, haber dicho en voz alta el nombre de Grethell o hablarle cuidando camuflar mis palabras dentro de una cita de un cuento de Borges —por si Patricia me tomaba por sorpresa—, y decir entonces: “Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Ahmel”.
—Aquí está el sobre y el café.
Me había tomado por sorpresa.
Le miré a los ojos. Demasiado rojos. Irritados, diría yo. Irritados por haber llorado.
—¿Qué día es hoy? —dije.
Me miró extrañada. Insistí. Necesitaba saber la fecha.
Era lunes, noviembre 13, 2006.
Abrí el sobre y vimos las fotos. La carta la leería cuando llegara a mi apartamento.
—Si quieres me quedo un rato más. O mejor: ¿qué te parece la idea de dar una vuelta, tomarnos unas cervezas y ver unas películas en mi casa?
Patricia me miró. Se encogió de hombros. En su rostro pude advertir una leve sonrisa. Intenté bromear diciéndole que nos sentaría bien llorar como dos tontos, a cinco pisos de altura, sin que nadie nos escuchara.
Desistí.
Terminé el café.
—Gracias, prefiero estar sola.
Entonces supe que sí estaba turbada y el motivo era mi presencia.
Ella tenía razón: irse a mi casa era una idea demasiado estúpida. Grethell decoró mi apartamento, hizo cojines —un diseño con parches similar a los que le regaló a Patricia—, me dejó sus discos, incluso hasta enmarcamos una témpera que dibujamos entre ambos. Mi apartamento estaba tal como ella lo dejó antes de separarnos. Antes de morir. Si Patricia aceptaba mi invitación estaría recordando a Grethell a cada instante y en aquel momento era lo que menos necesitaba.
De regreso a mi casa tomé un taxi. El viaje dejaría de ser tortuoso tan pronto la calle Infanta quedara atrás. El auto se incorporaría entonces a una de las carrileras de la avenida Independencia.
Iríamos en línea recta.
Pocos semáforos.
Una vía rápida.
Contrario a mi costumbre, no me entretuve observando cómo cambiaba la ciudad y su gente a lo largo de mi viaje desde el centro de la ciudad a la periferia. Tampoco miré las vallas con las alertas, consejos y mensajes que el Gobierno clavaba a lo largo de la avenida —en mi Cuaderno de Altahabana tomaba notas sobre el diseño, también apuntaba los textos.
Una vez en mi apartamento encendí el reproductor de música y vi nuevamente las fotos de Grethell, Grethell Elena, Grethell Elena Viterbo, Grethell querida.
Debía confinarlas en un sobre.
Recordé entonces la foto en blanco y negro junto al televisor de Patricia, había sido tomada en mi habitación y yo conservaba una copia. Siempre tuve la sospecha de que contenía una larga enumeración de imágenes: los días que Grethell y yo habíamos pasado juntos. Luego de verla me convencí del todo. La tuve apenas unos minutos frente a mí, sin embargo, pude recordar cada día de nuestra larga relación.
Busqué la foto. Grethell emergía de entre las sombras, con los ojos entornados, el cabello cayendo lacio y castaño sobre los hombros. Simples detalles condensados en una breve cartulina de cuatro por seis pulgadas, pero nuestro universo estaba ahí. Una larga cadena de recuerdos: imágenes, sonidos, olores, estados de ánimo. Ese era nuestro pequeño universo. Alcancé a verlo y lo advertí sin disminución de tamaño. Podría decir, y ojalá nadie lo tome a mal, que he arribado precisamente al inefable centro de mi relato, porque justo aquí comienza mi desesperación.
Lunes, noviembre 13, 2006. Escribí ese rótulo en el sobre donde confinaría las fotos que Grethell había elegido para mí. Todas. Incluso la que tomó Orlando L. También movería las piezas de mi almanaque perpetuo para ubicar esa nueva fecha. No me obligaba a cambiar las piezas del almanaque con el transcurso de los días. Lo actualizaba cada vez que vivía una experiencia singular.
Leí la carta de Grethell, la extensa carta fechada un mes antes de su muerte.
Tras hacerlo miré nuevamente las fotos. Las nueve. Una impresa en blanco y negro donde Grethell, con cinco años, acaricia a Laika, una pastora belga —la nombró Laika por la terrier que los rusos lanzaron al cosmos a bordo del Sputnik 2. En mi estudio tenía un modelo a escala de aquella nave y el de la Soyuz 38: lejanos recuerdos de mi infancia, por entonces quería ser el segundo cosmonauta cubano y yo le había revelado a Grethell aquel secreto—. Y tuve entre mis manos las dos fotos en donde Grethell posa frente a la Casa Batlló y junto al lagarto que Gaudí decidió poner en medio de la escalinata a la entrada del parque Güell—me habría gustado que mi primer viaje fuera de Cuba tuviese a Barcelona como destino, no pude cumplir aquel deseo y se lo confesé a Grethell: la primera vez que crucé el mar puse los pies en Santo Domingo con un visado donde se especificaba que mi estancia allí respondía a la participación en la Feria del Libro—. La cuarta imagen era pésima, salió movida, quien la vea advertirá la presencia de dos personas, una de ellas carga una mochila y detrás se levanta un monolito oscuro, la vegetación apenas los rodea, el cielo es un bloque gris —somos Grethell y yo en el Pico Turquino, detrás de nosotros y sobre un pedestal el busto de Martí. Habíamos decidido subir hasta el punto más alto de Cuba, la altura del Turquino coincidía con el año en que habíamos nacido: 1974—. Grethell desnuda en mi cama —bocabajo, las piernas ligeramente abiertas, el cuerpo desdibujado por las trazas de una luna llena que penetra en la habitación a través de las persianas. Una mano entró en el encuadre y puso el índice en una nalga: esa mano es la mía; me costó trabajo hacer la foto sin tener un trípode, Grethell se reía, tan pronto logré ubicar la cámara activé el timer y puse mi dedo—. Otra foto de un cuerpo sobre una cama, es un hombre —desnudo y bocabajo, las piernas ligeramente abiertas, el cuerpo también aparece desdibujado por las trazas de la misma luna que raja, a través de las persianas, la penumbra de la habitación. Una mano entró en el encuadre y puso el índice en una nalga: es la mano de Grethell, soy yo quien está sobre la cama—. Grethell viste un mono deportivo muy ajustado, está recostada a la pared —sé que esa foto la tomó Patricia, pero Grethell preparó todo. Su cuerpo se va diluyendo en la penumbra, con el juego de sombra y luz se nota el gran contraste del crucifijo dorado que cae sobre el busto: Grethell decidió hacerla una semana antes de ingresar, cuando abandonó el hospital tenía un seno amputado—. Una fría y húmeda mañana de febrero cizallada por el obturador de la cámara de Grethell —La Habana vista desde los muros de la fortaleza de San Carlos de La Cabaña. El cielo está cargado y bajo, a ras de la ciudad, las olas rompen contra el largo muro del malecón y las esquirlas de mar desdibujan esa lengua de arrecife y concreto que se encaja en el mar: La Punta—. La última que vi fue la foto de Grethell hecha por Orlando L. en mi apartamento.
Me levanté y fui hacia el almanaque. Cambié entonces la fecha: lunes, noviembre 13, 2006. Estuve parado frente al almanaque perpetuo. ¿Cuánto tiempo? No puedo precisarlo. Solo sé que antes de ir a la cama consigné aquel detalle en mi cuaderno.
¿Las piezas de mi almanaque volverían a cambiar?
Grethell, tras una discusión que tuvimos, escribió en mi Cuaderno de Altahabana: “Cambiará el universo pero yo no”. Una breve frase, tinta negra en mitad de una página en blanco. La caligrafía de Grethell era sencilla, digamos que cuidaba los trazos. ¿Su letra?: pequeña. Pero aquellos caracteres eran grandes, apiñados. Ha pasado el tiempo, sin embargo, todavía recuerdo aquella frase. Cómo olvidarla. Era una cita de Borges.
Grethell escribió la frase en mi cuaderno tras una larga discusión. Por entonces creía que nuestra pelea había sido por nada. Grethell era lo mejor que me había pasado en años, tenía esa sospecha y se lo dije tal como lo pensé. Un gran error. Se levantó de la cama, se cubrió con la sábana y fue al baño. Estaba cabizbaja. Intenté hacer algo y pidió que la dejara tranquila, luego dijo: “Supongo que me ha molestado tu sospecha, no es lo que quisiera escuchar pero es algo”.
Traté de hacerle entender que era solo una manera de decir. Me acerqué a ella y le tomé las manos. Para tranquilizarla. Recuerdo su mirada, tampoco he podido olvidar cuanto dijo aquel día: “Me confundes… Estoy confundida y no sé qué hacer, para colmo tengo este maldito dolor”.
Intenté convencerla de ir a un hospital y respondió: “No es nada, ya se me pasará”.
Insistí.
En vano.
Aquella noche me dijo que le temía a las palabras, que no sabía si hubiera preferido escuchar algo tan tonto como un te amo. Y me preguntó si de veras me parecía tonto, cursi.
¿Qué debía responderle?
A ella le hubiera gustado escuchar aquella frase. Me lo confesó: “Te podré parecer tonta o cursi, no me importa, no soy para nada moderna”.
Pero Grethell tenía miedo.
“Cambiará el universo pero yo no” —leí a la mañana siguiente en mi cuaderno—. Tal vez Grethell se levantó a medianoche, porque no supe cuándo lo tomó.
¿Rabiaba de dolor?
No lo puedo asegurar.
Lo cierto es que las células cancerígenas hicieron de las suyas en los senos de Grethell y le jugaron una muy mala pasada.
Estaba convencido de que sí cambiaría el universo. ¿Pero qué pasaría conmigo?
Guardé la carta y las nueve fotos dentro del sobre.
Debía esperar.
Foto: Mujer en la playa, Puerto Saavedra, Chile, por Jonatán Becerra, Unsplash.