Para Roland Barthes (1915-1980) la comida es “un sistema de comunicación, un cuerpo de imágenes, un protocolo de usos, de situaciones y de conductas”. En otras palabras, los alimentos transmiten información, poseen significado.
En Cien años de soledad lo que se come y la mesa como ámbito, refuerzan en la novela la intención de su autor de contarnos, a través de simbolizaciones, la historia del Caribe colombiano en medio de la violencia.
A lo largo de la novela, Úrsula Buendía es quien determina lo que se come y la manera cómo ha de ser presentado y servido el alimento. El progreso y la degradación del pueblo están íntimamente vinculados con la evolución y la progresiva decadencia de Úrsula. Al comienzo ella cultiva un huerto y cría animales, lo que garantiza el sustento de la familia. Luego establece su fábrica de animalitos de caramelo, que les permite obtener ingresos para mejorar progresivamente sus condiciones de vida. La cocina y la mesa se abren a las posibilidades que vienen de fuera. La prosperidad de su casa es a la vez la prosperidad de Macondo.
En la medida en que las circunstancias hacen que Úrsula pierda poder, se van manifestando los primeros síntomas de la estrepitosa caída que le espera al pueblo. Junto a las referencias a la buena mesa de los Buendía se va revelando la presencia de platos más sencillos, incluso toscos, que se preparan en las casas de quienes enfrentan la pobreza y cuya situación se agudiza en la medida en que pueblo sucumbe a los estragos de la guerra.
En el presente texto haremos un recorrido por las diversas posibilidades de las mesas de Macondo a partir de los distintos alimentos y platos que aparecen mencionados en el cambiante mundo de Cien años de Soledad.
Antes del hielo
José Arcadio Buendía sale de Riohacha junto a su esposa, huyendo de un fantasma que lo atormenta. Viajan veintiséis meses a través de la sierra de Santa Marta en busca de un lugar para iniciar una nueva vida en compañía de varias familias contagiadas del espíritu aventurero. Como lo hicieran antes los conquistadores españoles, se alimentan en el camino con micos y culebras.
También las guacamayas sacian el hambre durante la posterior expedición que los lleva hasta un galeón español enclavado a doce kilómetros del mar. Cuando la suerte los pone frente a un venado, lo matan, lo asan y salan la mitad en forma de tasajo para comerla en los días sucesivos. Esta técnica de conservación de carnes y pescados fue utilizada durante siglos en todo el mundo y perduró hasta que el hielo, declarado por José Arcadio Buendía como “el gran invento de nuestro tiempo”, entra en la cocina.
En 1869, el naturalista francés Charles Saffray tomó notas sobre la salasón de carnes y pescados y las publicó en su obra Viaje a Nueva Granada.
La preparación culinaria es de las más primitivas: se tritura el tasajo entre dos piedras hasta reducirle a un grueso polvo, que se fríe en seguida, constituyendo un manjar muy poco delicado, con frecuencia de un olor excesivamente fuerte, pero que llena las dos principales condiciones para el país, cuales son la baratura y la rapidez con que se prepara.
Aún después del hielo, esta técnica de preservación la utilizaban quienes vivían en poblaciones donde se criaban y beneficiaban animales, por lo que ésta perduró en Colombia hasta las dos primeras décadas del siglo XX. Actualmente se mantiene en el plato santandereano conocido como carne oreada.
Y allí fundaron la aldea
Úrsula pone fin a la aventura iniciada en La Guajira colombiana y decide que deben quedarse en el lugar donde nace su hijo José Arcadio. Desde entonces la matriarca se convierte en el motor de su historia y la del pueblo que acaban de fundar: Macondo. En el ámbito privado, es una mujer enérgica que se encarga de la administración del hogar y la educación de los niños. Su capacidad organizativa y su creatividad son admirables. Se ocupa de cultivar plátano, malanga, yuca, ñame, auyama y berenjena y de cuidar los chivos, cerdos y gallinas que conviven en el corral. Gracias a su laboriosidad, el patio de la casa es el medio de sustento de la familia en esos primeros años. La alimentación deja de ser de subsistencia y se convierte en cocina de permanencia.
Macondo era todavía una pequeña aldea cuando José Arcadio Buendía se obsesiona por encontrar la piedra filosofal. Con la ayuda de un laboratorio rudimentario, trata de transformar en oro algunos metales innobles pero fracasa en sus intentos.
Alquimistas como Artephius, en el siglo II, y el Conde de Saint-Germain, en el siglo XVII, aseguraron haber encontrado el remedio para vivir cientos de años gracias al aurum potabile. Este brebaje de vino y polvo rojo de la piedra de los sabios era considerado como panacea universal y elixir de la vida. ¿No sería esa sustancia el secreto de la misteriosa longevidad de Melquíades?
Esa búsqueda de la esencia para alcanzar la purificación se emprendió también en las cocinas de las grandes cortes europeas. Los cocineros de entonces se dieron a la tarea de extraer y concentrar el olor y el sabor de los alimentos creando una técnica que “en cierta manera los perfecciona, los depura y los espiritualiza”. El cocinero suizo Joseph Favre (1849-1903) nos revela el secreto: “una salsa de una reducción perfecta, de una combinación racional, de una pureza y de una fineza de sabor irreprochables, es oro líquido”.
José Arcadio nunca desahoga en los fogones sus inquietudes de investigación, pero Úrsula sí encuentra en su cocina el saber que le permite lograr el desarrollo de sí misma, el bienestar de la familia y el progreso de Macondo.
El cambio en la economía de la casa debido al establecimiento de la empresa de animalitos de caramelo forma parte de la transformación del pueblo de una comunidad agraria a una comercial. Con el arribo de los inmigrantes que vienen siguiendo a Úrsula del otro lado de la ciénaga, aparecen las tiendas y talleres de artesanía, y se establece una ruta de comercio por donde llegan los primeros árabes cargados seguramente de canela, cardamomo, paprika, pimientas y otras especias. Finalmente, se cumple el deseo de José Arcadio Buendía, dejan de vivir como los burros y le dan paso a la modernidad.
La cocina del bienestar
Valiéndose de su experiencia en el manejo de la economía familiar, el mantenimiento de la casa y la alimentación de la prole, Úrsula decide imitar a los nuevos comerciantes de Macondo y crea su fábrica de gallitos y peces azucarados. Al mismo tiempo, su esposo José Arcadio ordena el pueblo y Aureliano, el segundo de sus tres hijos, se dedica a la orfebrería. Contraria a ellos, Úrsula es una mujer racional, consciente y ahorrativa. Esto le permitirá asegurar la supervivencia de la familia en tiempos menos favorables.
Tan populares son sus animalitos, que a través de ellos todo el pueblo se contagia de la enfermedad del insomnio. La epidemia es curada por Melquíades cuando José Arcadio Buendía ha logrado escribir catorce mil fichas para “luchar contra el olvido”.
Rebeca trae el insomnio de La Guajira, junto al hábito de comer tierra y cal de las paredes. Desde sus ancestros, varias tribus americanas, entre ellas la de los wayúu, practican la geofagia impulsados por la búsqueda de minerales menores. La lucha de Úrsula contra esta costumbre de la huérfana que queda a su cargo resulta un proceso de aculturación alimentaria, igual al emprendido por los conquistadores ante todos los alimentos que rechazaron por extraños.
Años más tarde, mientras su marido intenta fotografiar a Dios con el daguerrotipo de Melquíades, Úrsula amplía su negocio con nuevos productos. La prosperidad de la casa es a su vez la prosperidad de Macondo. El pueblo crece a medida que se acelera su economía y la gastronomía de la zona se enriquece con la variedad de panes y postres.
Amaranta y Rebeca ya están en edad de matrimonio y para mantenerlas bajo su techo es necesario agrandar la casa. Úrsula aprovecha los trabajos de remodelación y ensancha la cocina con el fin de construir dos hornos y duplicar el tamaño del granero para que nunca falte la comida.
La bonanza de Úrsula se reflejará también en el comedor. Junto con la pianola que animará la fiesta inaugural de la nueva casa, llega la cristalería de Bohemia, la vajilla de la Compañía de las Indias y los manteles de Holanda, que ineludiblemente formarán parte del servicio.
La mesa es el espacio para compartir, el lugar del encuentro y la fraternidad. Alrededor de ella se construyen continuamente las relaciones internas y externas que sostienen a la familia.
La austeridad y moderación que hasta entonces caracteriza el consumo alimenticio de los Buendía, se altera con el regreso de su hijo José Arcadio de sus 65 viajes alrededor del mundo. Tenía un apetito voraz y se tomaba 16 huevos crudos en el desayuno, comía medio lechón en el almuerzo y había sobrevivido a un naufragio gracias al “cuerpo de un compañero que sucumbió a la insolación”.
Tras la llegada de José Arcadio comienza la guerra civil y su hermano Aureliano, líder de la revolución liberal, se ausenta por veinte años. En estos tiempos de desasosiego para Úrsula, la leche aparece como símbolo de la maternidad y el vínculo afectivo que crea la lactancia.
Con la recuperación anímica del coronel Aureliano Buendía después de su decepción por haber firmado el acuerdo de paz entre conservadores y liberales, se da una nueva renovación de la casa. Los primeros convidados a comer son los soldados enviados por el gobierno como consecuencia de la amenaza de guerra a muerte proclamada por el coronel ante la violación del tratado de Neerlandia. Esta invitación del ejército a su mesa es una muestra de que la paz será respetada.
Pronto se inician las grandes bacanales de Aureliano Segundo, convertido en uno de los hombres más ricos de la ciénaga. Úrsula, ya centenaria y casi ciega, recomienda a su bisnieto el ahorro para los tiempos de infortunio. Pero él es un hombre de excesos y la champaña no parará de correr en la casa de los Buendía y en la de su amante Petra Cotés.
Opuesta a la vulgaridad y libertinaje de su marido, Fernanda del Carpio obliga a seguir en la mesa las estiradas normas que había aprendido de sus padres y de las monjas que la educaron.
La imposición estricta de la etiqueta y la urbanidad marcó la pérdida del control total de la casa por parte de Úrsula. Este mando asumido por Fernanda de manera implacable es llevado al extremo cuando ordena acabar con la fábrica de los animalitos de caramelo. La arbitraria medida malogra para siempre la prosperidad de los Buendía.
Úrsula acepta la nueva forma de vida con la calma y la paciencia que desarrolló en los fogones. Porque en la cocina de leña, lejos del gas y la electricidad, “el tiempo era el del fuego y el del agua”. Entonces una nueva industria asociada a la cocina surge entre los miembros de la familia: la fábrica de hielo de Aureliano Triste, uno de los 17 Aurelianos hijos del coronel Aureliano Buendía en sus tiempos de correrías revolucionarias. La producción del negocio aumenta rápidamente y se necesita un medio de transporte que permita distribuir más allá de la ciénaga el hielo y los helados. Mientras su abuela careció de una visión mercantilista, él invierte en una empresa que permitiría al progreso y la modernidad caminar por Macondo tomados de la mano.
El tren amarillo de Aureliano Triste trae al norteamericano Mr. Herbert, cuyo descubrimiento del banano en casa de los Buendía significó la instalación de la compañía bananera. Esta intervención norteamericana transformó negativamente a Macondo y al país entero. La economía es de nuevo colonial, monoproductora, monoexportadora y dependiente de una potencia extranjera.
Con la fiebre del banano llegan agrónomos y demás especialistas, seguidos por una avalancha de gringos y forasteros. Estos nuevos colonizadores perturban tanto la cotidianidad, que “los antiguos habitantes de Macondo se levantaban temprano a conocer su propio pueblo”. Buscando favorecer las cosechas, afectan el medio ambiente: “modificaron el régimen de lluvias, apresuraron el ciclo de las cosechas, y quitaron el río de donde estuvo siempre y lo pusieron con sus piedras blancas y sus corrientes heladas en el otro extremo de la población”. Igualmente, altera la rutina en la casa de los Buendía, pues los huéspedes desconocidos desbordan la capacidad de los dormitorios, de la mesa, la vajilla y del personal de servicio.
El deseo sexual incontrolable que sentía desde joven Aureliano Segundo por Petra Cotés, se ve acompañado en su edad adulta por el deseo de comer en exceso. Úrsula prevé que su casa terminará convertida en un antro de perdición, cuando la fama de su voracidad se extendió por el litoral y propició que los mejores glotones de la zona lo retaran a duelos épicos y grotescos.
Este presagio de una tragedia se hace realidad el día que la huelga de los trabajadores de la compañía bananera, con José Arcadio Segundo al frente, termina en una matanza. A partir de este hecho, los Buendía entran en el ocaso y Macondo se convertirá en un huracán de polvo.
Aunque la verdad oficial decía que nada pasó, José Arcadio Segundo aseguraba que el ejército ametralló a más de tres mil trabajadores, pues él había despertado herido en uno de los doscientos vagones cargados de cadáveres para lanzarlos al mar. El tren de la felicidad termina siendo un tren de muerte.
Que hagan carne y pescado
Después de ese episodio funesto, “llovió cuatro años, once meses y dos días”. Las plantaciones fueron arrasadas por los ataques de los huracanes y la compañía bananera desmanteló sus instalaciones. La comida comenzó a escasear y el antes gordo, violáceo y atortugado Aureliano Segundo se adelgazó notablemente y perdió su energía libidinal. Abandonada a su suerte, Petra Cotés intenta salvar sin éxito a los animales que se van ahogando lentamente en el barro de los corrales y potreros.
Fernanda levanta la mesa sobre ladrillos y mantiene los manteles de lino, la vajilla china y los candelabros de plata, porque los malos tiempos no son una excusa para la relajación de costumbres. Pero la situación se vuelve cada vez más grave y la apatía de su marido rompe los diques de su paciencia. Durante días vomita palabras hirientes para desahogar su amargura. Aureliano Segundo contesta al ataque haciendo polvo los platos y todo cuanto era rompible.
Al verse sola y en la ruina, Petra Cotés jura recuperar la fortuna perdida. Tan decidida está que, con el fin de rifarla, alimenta a una esquelética mula con la lencería fina de su cama episcopal. En el Macondo del hambre no hay ya lujos ni excesos.
La delicada loza de Fernanda es sustituida por una ordinaria vajilla de cerámica y los cubiertos de plata por unos sencillos de alpaca. Incapacitada para hacer los milagros del pasado con sus animalitos de caramelo, Úrsula propone que desde la cocina se exorcice la miseria: “Que hagan carne y pescado, que compren las tortugas más grandes, que vengan los forasteros a tender sus petates en los rincones y a orinarse en los rosales, que se sienten a la mesa a comer cuantas veces quieran, y que eructen y despotriquen y lo embarren todo con sus botas, y que hagan con nosotros lo que les dé la gana, porque esa es la única manera de espantar la ruina”.
Con las rifas de los animales, Aureliano Segundo y Petra Cotés si acaso pueden ayudar a que la familia, para ellos prioritaria, no muera de hambre. En la desgracia comprenden que la pobreza es una servidumbre del amor.
Úrsula pierde la vista y también la lucidez. Habla incoherencias y apenas la alimentan con cucharaditas de agua de azúcar. Desaparece lánguidamente por la desnutrición.
Un opresivo dolor en su garganta le hace saber a Aureliano Segundo que pronto también morirá. Ante la inminente fatalidad, que se llevará además a su hermano José Arcadio, rifa sus tierras destruidas por el diluvio y cumple la promesa de enviar a su hija menor, Amaranta Úrsula, a estudiar a Bruselas.
Después del desatinado entierro, Petra Cotés envía semanalmente a Fernanda una cesta de víveres que la viuda cree recibir por el pago de una antigua deuda. Santa Sofía de la Piedad se encarga de cocinar para su nuera y su bisnieto Aureliano Babilonia hasta el día que se rinde ante la ruina de la casa y el ataque de las hormigas coloradas. Tras su azarosa partida, Aureliano Babilonia es el nuevo cocinero.
Fernanda del Carpio no sabe prender los fogones, ni preparar siquiera el café, motivo por el cual Aureliano Babilonia se ve forzado a salir del cautiverio al que, por ser un hijo bastardo, ha estado condenado desde siempre. Durante el día, sólo deja el acucioso estudio de los pergaminos de Melquíades cuando debe preparar los desayunos, almuerzos y cenas que Fernanda come en la cabecera de una mesa solitaria junto a quince sillas vacías. Cada uno, en la soledad, sigue con sus rutinas, hasta esa mañana en que Aureliano Babilonia consigue en el fogón la comida que le había dejado a Fernanda el día anterior. La muerte la había sorprendido en su cama, tapada con la envejecida capa de armiño de su traje de reina, que en sus últimos años había usado muchas veces como una máquina de recuerdos.
José Arcadio, el hijo de Aureliano Segundo y Fernanda que había sido educado por Úrsula para ser Papa, regresa de Roma a enterrar a su madre y descubre que ambos se han estado engañando. Ni él había seguido la educación religiosa ni ella era la portadora de una formidable herencia. Huyéndole al hambre se ve forzado a vender los candelabros de plata y la heráldica bacinilla de oro.
Pero la Divina Providencia “llega una vez cada cien años”, como pregonaba su padre cuando vendía sus rifas, y gracias a cuatro de los muchos niños pervertidos que lo visitan, José Arcadio descubre los tres sacos de lona que contenían el tesoro que alguna vez estuvo dentro de un San José de yeso tamaño natural que habían dejado en la casa a finales de la guerra. Úrsula había protegido el oro de las excentricidades de Aureliano Segundo, para mantener alejada de la casa la depravación, y ahora está en manos de José Arcadio quien efectivamente hará de ella un lugar disoluto.
Aborrecido de sí mismo, José Arcadio decide deshacerse de sus cómplices y retornar a Roma. Mientras espera el barco que lo lleve lejos, comparte con su sobrino Aureliano Babilonia los exquisitos manjares que aún quedan en la alacena: el jamón, los encurtidos el vino y las frutas azucaradas que saben a primavera. Nunca hará el viaje porque los niños en venganza lo ahogan en la misma alberca que acostumbraban a llenar con champaña en sus degeneradas fiestas.
Su hermana Amaranta Úrsula regresó de Europa con su marido Gastón y en tres meses reparó la casa hasta devolverle el esplendor de la época de la pianola y los manteles de Holanda. El belga era un amante de la gastronomía criolla y, con una glotonería comparable a la que trajo José Arcadio de sus viajes por el mundo, fue capaz de comerse ochenta y dos huevos de iguana, mientras que el paladar refinado de su esposa solo acepaba los pescados y mariscos, las carnes en latas y las frutas almibaradas que le llegaban en tren. La mesa vuelve a ser un lugar de reunión y Aureliano Babilonia se separaba de sus pergaminos para acompañarlos a comer.
El nuevo renacimiento de la casa de los Buendía contrasta con las solitarias y polvorientas calles de Macondo. Con la curiosidad de un antropólogo, Aureliano trata de reconstruir el pasado que ya nadie conoce. Del coronel Aureliano Buendía se decía que el gobierno lo había inventado como “pretexto para matar liberales” y de la compañía bananera que nunca había existido y que la matanza de los trabajadores no era más que una patraña. En sus recorridos por el pueblo, llega hasta el antes excéntrico barrio de tolerancia, ahora tornado en ruina y miseria. Sólo allí encuentra a un viejo antillano que recuerda a los Buendía.
Huyendo de la densa y atribulada pasión que siente por Amaranta Úrsula, Aureliano Babilonia se deja seducir por el caldo de cabezas de gallo de la negra Nigromanta. Pero la nueva experiencia sólo atiza y aviva el fuego de su caprichoso amor. Ni la exuberante belleza de la bisnieta del antillano ni la frescura de las niñas que en los arrabales se acuestan con él por hambre, reemplazan a la mujer por la que llora en las piernas de su tatarabuela Pilar Ternera.
Gastón regresa a Bruselas en busca de su aeroplano, y al enterarse de los sentimientos encontrados de su esposa la deja a su suerte. Aureliano Babilonia abandona los pergaminos y se entrega por completo a Amaranta Úrsula. Ha descubierto el sentido práctico de la vida a través de una metáfora culinaria de su amigo catalán: “La sabiduría no sirve para nada si no es posible servirse de ella para inventar una manera nueva de preparar los garbanzos”.
A pesar de la zozobra y los crueles ataques de la naturaleza, el amor de Aureliano Babilonia y Amaranta Úrsula, resiste ardiente, despreocupado y libre. Al quedar embarazada, igual que lo hiciera su tatarabuela, ella trató de establecer una industria que les permitiera salir de la estrechez económica. Sólo Mercedes, la silenciosa boticaria, compró una docena de sus de vértebras de pescados. Las hormigas, las polillas y la maleza daban su última arremetida, pero los amantes solitarios se defendían del ocaso.
En la mesa del comedor nacerá el único Buendía engendrado con amor. Su madre quiere llamarlo Rodrigo y su padre Aureliano. Pero no ganará treinta y dos guerras como le predijeron, porque la lascivia y el pecado lo habían condenado a la monstruosidad y la muerte.
Amaranta Úrsula muere tras el parto y Aureliano Babilonia sale a buscar el pasado, pero todo ha desaparecido. Sin más compañía que un pobre cantinero, diluye su tristeza en aguardiente mientras escucha los cantos de Rafael Escalona. Esa la madrugada, un caldo de Nigromanta es lo único que calma su desolación.
De regreso a su casa, el horror le revela la clave para descifrar los pergaminos y poder leer cien años de historia familiar. Así descubre su propio origen en la rebeldía de Meme y las mariposas amarillas de Mauricio Babilonia. Como está escrito, cuando llega al último párrafo, Macondo está siendo ya devastada por el viento.
Para García Márquez, la historia se repite una y otra vez en un país suspendido en un ambiente truculento, plagado de persecuciones, agresiones y asesinatos. Al igual que un asqueado comensal que es obligado comer el mismo plato todos los días, desea acabar con la rutinaria violencia, despertar conciencias, superar el descalabro económico y poner fin al saqueo extranjero de las riquezas naturales. La única salida posible que encuentra es destruir todo lo anterior. Un cambio radical y revolucionario en las estructuras del poder. Solo así Macondo podrá tener “una segunda oportunidad sobre la tierra”.
Detrás de cada uno de los alimentos que se mencionan en Cien años de soledad hay una historia. Algunos tienen origen prehispánico, otros fueron traídos por los españoles y muchos son producto de los cruces culinarios que resultaron de la mediación entre las dos culturas y dan cuenta de del mestizaje cultural del Caribe.
A diferencia de las novelas del siglo XIX, la inclusión de estos elementos culinarios dentro de la narración no pretendía inscribir señales de diferenciación y de afirmación de una identidad local y nacional, ni en este caso, lo que se come, en qué contexto, cómo y de qué manera se come, se usa para demostrar la desigualdad social en Colombia. La falta de comparaciones termina por evidenciar que las exigencias de la guerra dejaron a la población en una miseria generalizada. Solo en los momentos de falsa bonanza, debidos a la explotación del trabajo y los recursos naturales por parte de capital extranjero, se simboliza con las grandes bacanales de Aureliano Segundo. Sin embargo, más allá de la champaña, no hay manjares complicados y exquisitos de nombres incomprensibles e impronunciables preparados por cocineros franceses, ingleses o italianos. Todo es propio y local. La importación de productos penetraba lentamente y eran lujos que en la novela no pasan de ser para aquellos que han vivido afuera, caprichos momentáneos que sucumben ante la crisis económica.
El régimen alimentario de la costa dista mucho del régimen del resto del país. Su mazamorra de plátano, su arroz con coco, el pescado frito, sus carimañolas, la arepa de huevo y el cayeye, podemos suponerlos en las cocinas de Macondo, pero en ninguna de sus novelas, a excepción de la alboronía en El general en su laberinto, incluyen platos tradicionales del Caribe colombiano o del resto del país.
En lugar de documentar la variedad de gastronómica, García Márquez enfatiza en su escasez. Carestía que, en tiempos de guerra, a veces más que una consecuencia es un mecanismo de control de subjetividades.