A veces disfruto leer con la fonética del español la palabra inglesa translate.
Así: translate.
Me gusta, sobre todo, porque me permite imaginar, o inventar más bien, una nueva etimología. Para mí, translate no quiere decir, como en la raíz latina original de la que abreva el inglés, cambiar de un lugar a otro, o cambiar de lado (translatus), si no que significa cambiar de sitio algo que late, o llevar lo que late a otro lugar.
En el caso de la literatura, y específicamente de la poesía, lo que late son las palabras. O quizás, lo que late es lo que está detrás de esas palabras; una persona. Alguien que late. Y que, en un acto que tiene tanta magia como trabajo, logra acomodar sus palabras de forma tal que cobran vida y un latido propio.
La postulación de esta etimología inexistente y su relación con la poesía es en realidad una excusa medio tramposa para decir que, más que traducir, lo que Robin Myers hace es translatir. Lleva de una lengua a la propia lengua un latido, un pulso de vida cifrado en palabras (digo lengua en lugar de idioma porque me parece que hay algo en la poesía que se atraviesa solamente a través de la gramática del cuerpo, y que tratar de entender la poesía como algo ajeno a la experiencia del cuerpo me parece prácticamente imposible). La labor de Robin para trabajar con esta materia del lenguaje es única y asombrosa por donde se le vea. No solo tiene una destreza técnica extraordinaria, también lo son su sensibilidad y su capacidad para empatizar, para ser el otro escribiente, sin dejar de ser ella misma. También creo que su labor no puede ser mensurable en su justa medida el día de hoy; pasarán muchos años antes de que podamos vislumbrar la extensión y la influencia de su obra. Basta pensar lo difícil que es concebir desde los países angloparlantes un panorama de la literatura hispanoamericana reciente en el que no aparezca el nombre de Robin Myers.
Y al margen de esto, que ya es muchísimo, existe también, para la fortuna de los lectores, la obra poética de Robin, que no está desvinculada de su trabajo de traductora, pero que se sostiene y brilla por sí sola. En lo personal, admiro profundamente su poesía, que tiene el poder de vincular con una mirada bondadosa sucesos, personas y cosas de este mundo. Perdón… Más que vincular, creo que su poesía hermana, crea un lazo familiar, de sangre, intimidad y afecto con las cosas que nombra. En esa facultad de hermanar a través de la poesía, siento también algo parecido a un espíritu franciscano en el trabajo de Robin; en el sentido de que encuentra la majestad a través de lo pequeño. Es una poesía que no pretende asegurar nada, que no quiere convencer, sino que cree en la duda, y en esa duda encuentra su fe; su poquita fe, que es mucha. Una palabra que se despoja de lo fastuoso y, con ello, se hace más grande y más gozosa todavía. Al igual que ella misma, la poesía de Robin es profundamente generosa, no oculta nada, se muestra tal como es. Hay una sensación al leerla, o al menos para mí, de que se está asistiendo a un acto de amor en el que el lenguaje y el ser, se han puesto al servicio de algo más grande que acude y late en sus poemas. Para mí, Robin es una guía no solo en el ámbito literario, sino también en el personal, su congruencia y su generosidad son una de esas luces que nos ayudan a alumbrar nuestra poquita fe.
Espero que lata en estas líneas mi humilde y sincera gratitud con ella.