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Número 34
Ficción

Las babas del caracol

  • por J. A. Menéndez-Conde
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  • June, 2025

Si se pudiera decir: yo vieron subir la luna, o: nos me duele el fondo de los ojos, y sobre todo así: tú la mujer rubia eran las nubes que siguen corriendo delante de mis tus sus nuestros vuestros rostros. Qué diablos.

 “Las babas del diablo,” Julio Cortázar

 

El tío te recogía del colegio por la tarde y te llevaba a comer pozole a tu puesto favorito del mercado de abastos. De la cartera solía desdoblar una foto arrugada de su familia. Recostaba los codos sobre la mesa y se inclinaba para mostrarte las caras sonrientes de sus hijos. No dejaba de sorprenderte que tus primos, ahora adultos y serios, hubieran podido alguna vez ser niños, igual que tú. 

Tus padres ya no estaban. El tío le había ofrecido a tu hermana pasar por ti dos o tres días por semana. Conocías al hermano de tu madre y a su familia de un par de Navidades, también los habías visto en algún cumpleaños, no más. El tío llevaba años divorciado. Era viejo y gordo, su pelo canoso. Retorcía sus dedos largos al hablar. 

Terminaste con el plato grande de pozole, así que de postre, como premio, el tío te dejó pedir una jericalla. Él se bebió su cuarta cerveza. Eras un niño, pero sabías que parte de lo que significaba estar borracho era platicar de lo hermosos que habían sido los hijos de pequeños. 

—Tú también eres precioso —dijo acomodándote el flequillo—. Debes saberlo. Es importante.

Subiste al coche sintiéndote todavía sonrojado. Echaste, como siempre hacías, el respaldo hacia atrás. Te recostaste para ver las nubes blancas aparecer y desaparecer por el parabrisas.

—Bueno —dijo—. Solo quería que supieras lo mucho que te aprecio. 

Miraste el cielo y te quedaste callado, avergonzado. 

—Tienes una mancha en el muslo —dijo apretándote la pierna. 

Le dijiste que era una marca de nacimiento. Él asintió. Y jalaste las puntas de los shorts para cubrirla. 

Las persianas de casa estaban bajadas, señal de que tu hermana seguía en el trabajo. Te despediste del tío y bajaste del coche. Dijo que lo mejor sería no dejarte solo, y te siguió por los escalones de la entrada, su mano en tu hombro al cruzar la puerta, empujándote hacia la sala. Recuerdas que te sentó a su lado en el sofá, que hablaban, que te contó un chiste. Aprovechó que te sacaba la risa para rodearte la cintura con el brazo, su pulsera de oro pinchándote bajo la costilla. Empezó a jugar con el pelo de tu nuca, haciéndote cosquillas. Tuviste el impulso de sacudirte, de huir, pero tu miedo era sofocado por el decoro. Pegó su cara a la tuya, el olor a cerveza en el aliento. Entonces sus labios aterrizaron en tu cuello, su- bieron húmedos como un caracol que se arrastra lentamente hasta la punta de tu oreja, dejando un rastro de babas. 

Pensabas en gritar, zafarte, correr. Te pasó por la mente darle un codazo en la cara. Pero no hiciste absolutamente nada. Lo que hiciste fue esto: quedarte tieso, pegado al sofá, escuchando una voz que te hablaba, la tuya, que te repetía una y otra vez que te levantaras, que te movieras de una vez, que estabas en peligro. Y tú inmóvil mientras el tío te aca- riciaba el cachete y te preguntaba, no con una voz sino con un jadeo, si querías recostar la cabeza en su regazo. Seguiste inmóvil. Lo que pudiste hacer fue sacar un ruidito agudo de la garganta, un hilito que apenas se escuchó y que pareció no ser tuyo. 

—Tengo mucha tarea —dijiste.

El tío abrió la boca y empezó a hablar rápido. Dijo un montón de cosas que no escuchaste porque estabas atento a sus manos. Se acercaban dando vueltas en el aire, agitando la penumbra como las alas de una polilla. Te echaste hacia atrás, replegándote, te levantaste de golpe y echaste a correr, creyendo que caminabas, y en realidad escapabas a la carrera, saltando los escalones de tres en tres, hasta llegar a tu cuarto. Cerraste la puerta con llave y solo te sentiste a salvo al escuchar el motor de su coche alejarse por la calle.

Mil horas después abrían la puerta de casa. Corriste a las escaleras para mirar quién era. Emma Bo Frankie Cosmos. 

—Hola —dijiste.

—Hey —dijo—. ¿Te pasa algo?

—¿Tiene que pasarme algo? —dijiste bajando las escaleras.

—No sé, estás un poco pálido. Eso es todo… ¿Has comido? 

Te miraste en el espejo del salón. Tu oído derecho palpitaba como recordatorio del terror, pero las babas no habían dejado ninguna secuela, ninguna marca visible. Recorrías la secuencia de acciones sin estar seguro de que algo malo te hubiera pasado. 

—No me pasa nada —dijiste. 

—Anda, cuéntame cómo te fue en el colegio —dijo—. ¿Ganaste a Dragon Ball? 

—No gané a Dragon Ball porque no es un juego. Solo se mira y se habla de ello todo el tiempo —dijiste. 

—¿Quieres que haga la sopa de pollo de Mamá para cenar? —dijo. 

Te sentaste junto a tu hermana en el sofá a cenar y ver la tele. Siempre hacían lo mismo, cambiaban de canal hasta que uno de los dos decía, stop, y miraban el canal un rato, y luego alguien se aburría y decía, next. Solía ser divertido. 

—Me has dejado ver el noticiero completo —dijo—. ¿Tengo que preocuparme?

Timbraron a la puerta. Desde el sofá pudiste escuchar la voz ronca del tío. El estómago se te hizo chico. Bromeó con tu hermana. Pasaba por el barrio y quería saber si todo estaba en orden. Ella le dijo que sí, que fenomenal, que se quedara a cenar. Pero afortunadamente él no aceptó la invitación. Esa noche la pasaste con los ojos abiertos, fijos en el techo sobre tu cama, contando las grietas. 

Al día siguiente, en el colegio, repasaste y repasaste el incidente disimulando prestar atención en clase. Sabías que ayer había pasado algo importante, algo que tenía que ver con el hecho de que hoy vistieras pantalones largos en vez de shorts en plena primavera. En el recreo estuviste a punto de comentarlo con tus amigos. Pero no supiste desviar la conversación de Dragon Ball hacia tu problema. Después del timbre de salida pasaste por el baño. Te encerraste en uno de los cubículos. Abriste la mochila, sacaste las tijeras, las empuñaste y asestaste una puñalada a la pared. Luego las metiste en el bolsillo del pantalón y saliste del baño. En el estacionamiento, el tío te esperaba recargado sobre su coche rojo, ondeando esos dedos larguísimos. 

Te subiste al coche sin saludar, dejando el asiento en vertical. El tío sonreía demasiado, estaba extremadamente cortés. Y tú no le reíste ninguna de sus gracias. Dijiste que no tenías hambre cuando te preguntó si querías ir a comer pozole. Durante el trayecto mirabas el cielo a través del parabrisas, checando por el rabillo del ojo su sonrisa nerviosa, sus dedos dando golpecitos al volante. El coche se paró frente a tu casa. Permanecieron en un silencio incómodo que pinchaba, que acentuaba una culpa inmediata por haber sido tan maleducado. Miraste sus ojos hundidos y sentiste pena. El episodio del día anterior comenzaba a diluirse. Las tijeras en tu pantalón parecían de algún modo ridículas, exageradas.

—Te quiero como a uno de mis hijos —dijo sacando la foto arrugada de su cartera.

Entonces bajaste los ojos y observaste la foto. A la izquierda estaba la mujer del tío, arreglada, guapa, la cara seria, separada ligeramente de los demás integrantes por un hueco que dejaba entrever el tronco de un árbol. En medio del cuadro los dos niños, los brazos caídos, la espalda rígida, la sonrisa forzada, como deseando que el momento de posar se acabara. Detrás de ellos, el tío. Una mueca ladeaba su boca en una sonrisa rara. Las manos descansaban sobre los hombros de sus hijos, como patrón de dos mascotas aprisionadas por esos dedos de babosas que en la imagen se movían, trepaban vivos por los suéteres blancos de los niños, por sus cuellecitos, deslizándose hacia los orificios de sus oídos. El resto de la foto no se movía. 

Levantaste la vista. Fuera del coche el viento arreciaba. El cielo gris anunciaba una tormenta.

—A partir de mañana voy a regresar a casa en el camión del colegio —le dijiste. 

Él levantó las cejas, sorprendido. Dobló la foto y la guardó en la cartera. Luego se giró en su asiento, estirando la mano para tocarte el pelo. Tú te sacudiste, del bolsillo sacaste las tijeras y lo amenazaste. Los ojos del tío cayeron sobre ti como mordidas de perro. Temblaste, no pudiste evitarlo. Él alargó el brazo tranquilamente, posando su mano de babosas sobre tu puño, envolviéndolo para disolverlo. Sin que opusieras resistencia te quitó las tijeras. Ahora colgaban de su dedo. Las recorrió por una de tus piernas, después por la otra, acariciándolas en vertical. Sonreía, el fondo de su boca negro, más negro que sus ojos o sus cejas o su chaqueta de cuero negra. Abriste la puerta y saliste pitando del coche. Alcanzaste a escuchar que gritaba que te olvidabas las tijeras. 

Te aseguraste de echar todos los cerrojos de la puerta principal. También de la puerta que daba al patio. Checaste que los marcos de las ventanas no estuvieran flojos. Subiste a tu cuarto y arrastraste la cama hasta la puerta para colocarla a modo de barricada. Te metiste para que ganara más peso. Cuando llegó tu hermana, se lo confesaste. El miedo era mayor que la vergüenza. Ella meneaba la cabeza, su respiración agitada se sentía como vidrio roto. Inmediatamente lo llamó por teléfono. El tío dijo que la imaginación te estaba jugando una mala pasada, que obviamente la muerte de tus padres te afectaba psicológicamente, pues habías perdido la razón. Ella acabó insultándolo y amenazándolo. Al escuchar a tu hermana, algo, aunque pequeño, se restauró en tu interior. Querías descansar, disfrutar de esa mínima victoria en la cama de tus padres, quedarte dormido mientras el ruido de su tele te arrullaba. Pero ella hizo que te calzaras los zapatos. 

Condujo hasta un Home Depot y te pidió que la esperaras diez minutos en el coche. Ese día diez minutos fueron menos de diez minutos. Una bolsa de plástico colgaba de su hombro. La colocó en el asiento de atrás, se subió al coche y arrancó. Reconociste el recorrido. En cada esquina deseabas que tornara el coche, que simplemente se fueran a casa. Pero otra parte de ti estaba curioso por descubrir lo que tramaba tu hermana. 

—Bájate y no tengas miedo —dijo aparcando detrás del coche rojo del tío. 

Estaba anocheciendo, las lámparas del jardín de la entrada iluminaban el caminillo y arrojaban una luz tenebrosa sobre las figuras de barro del jardín. Frente a la puerta de la casa, tu hermana dejó caer la bolsa de plástico sobre el césped.

Revolvió dentro y sacó un hacha. En su mano parecía enorme. Dijo que te quedaras a su lado. Con el filo empezó a golpear la puerta, de la madera saltaban astillas al aire. Los primeros perros en ponerse a ladrar fueron los de la casa de al lado, luego los de enfrente. Los de a mitad de la cuadra aullaban. Cada golpe retumbaba como un trueno. Un vecino salió a mirar, en la mano sujetaba un teléfono. El tío se asomó por una ventana y deslizó la cortina entera hacia un lado. Su mirada llena de rencor buscó tus ojos en vano. Pero podías oler su odio, el hedor de sus babas entrando en tus pulmones. Te refugiaste detrás de tu hermana.

Ella bajó el hacha. De la bolsa de plástico extrajo dos latas de espray amarillo. Te colocó una en las manos y señaló la ventana de la derecha. Esta fue donde se asomaba el tío. Retiró el tapón de la lata, la batió y comenzó a rociar el cristal. Grafiteó la palabra VIOLADOR sobre su cara. Corriste a la ventana de la derecha, la lata en tus manos, sin saber qué escribir. El tío apareció en tu ventana con su presencia venenosa. Evitaste su mirada. Sin embargo, sentiste cómo sus ojos acompañaban tu mano mientras dibujabas la única palabra que te venía a la mente: CARACOL. 

Unas luces azules y rojas alumbraron la calle. De la patrulla bajaron un hombre y una mujer en uniforme. Ella anotó lo que contaste. El relato completo. El hombre le dijo a tu hermana que con lo que tenían no podían empezar nada, que todo lo que podían hacer era hablar con el tío para aclarar el malentendido. Se trataba de una disputa familiar. Eso era todo. La mujer guardó la libreta en el bolsillo. Sacó un Halls de miel y te lo ofreció. 

—¿Qué quieres ser de grande, corazón? —te preguntó. 

—Escritor —contestaste.

—Qué bueno —dijo—. Estas cosas no pasan en los cuentos. 

 

Este texto es un capítulo de la novela Huesos de bolsillo (weRstories, 2022)

 

Foto: A R, Unsplash.
  • J. A. Menéndez-Conde

J. A. Menéndez-Conde (Tlaquepaque, 1984) has been a lawyer, librarian, baker, call center receptionist, artist’s assistant, and art handler. He has published five books of short stories, including most recently Los tipos duros no tocan el timbre (La Pleca, 2021), and two novels, Huesos de bolsillo (2022) and El último montaño (2025, both from weRstories), He is a recipient of an honorable mention from the IX Premio Bonoaventuriano de Poesía y Cuento and attended Samanta Schweblin’s writing workshop for four years. He lives in Berlin.

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