Nota del editor: En esta sección compartimos textos publicados originalmente por nuestra casa matriz, World Literature Today (WLT), ahora en edición bilingüe. El presente texto fue publicado originalmente en World Literature Today Vol. 92, Nro. 3 en mayo de 2018.
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¿Qué es lo que caracteriza al género policial? Una respuesta simplista es “la lucha entre el bien y el mal”. Así como la luz cobra sentido en contraste con la oscuridad, no hay héroe si del otro lado no hay un personaje que le haga frente. De los griegos heredamos las palabras “protagonista” y “antagonista”, que surgieron de su término para “actor” (agon), donde el “protagonista” es el actor principal y el “antagonista” es el oponente. En la mayoría de las historias, el protagonista es “bueno” en el sentido que Aristóteles describe en su Poética: no es santo ni moralmente puro (Aristóteles no era cristiano), sino que toma decisiones que el público interpretaría como las correctas. Pensemos en el brillante clásico “Un jurado de iguales”, de Susan Glaspell. Un grupo de mujeres oculta el hecho de que su amiga maltratada por su marido lo asesinó. Al llegar al final de la historia, en general estamos de acuerdo con su decisión y vemos al sheriff como un antagonista. Las mujeres no están haciendo “el bien”, en el sentido convencional, pero el sheriff, desde ya, no es “malo”. Sus decisiones, como hombre y representante de la ley, nos muestran su ceguera ante las crueldades emocionales infligidas a la esposa durante muchos años. El sufrimiento de ella justifica la difícil decisión de callar, y los lectores, quizá con cierta reticencia, la aceptan.
En la mayoría de las historias policiales, las elecciones de los personajes no son así de ambiguas. Sherlock Holmes está del lado de Dios y de la Corona, pero no lo consideraríamos “bueno” en el sentido habitual. Es adicto a la cocaína, dispara contra las paredes de su departamento y parece tener poco o ningún respeto por la gente “inferior”. Trata al fiel Watson (un médico y veterano de guerra herido) como a un perro King Charles spaniel que está ahí para entretenerlo. Sin embargo, Holmes y sus lectores no sufren mucho por las decisiones que él toma: algo malo está pasando y él lo va a solucionar. El Philip Marlowe de Raymond Chandler suele mostrar una compasiva simpatía por los delincuentes de poca monta y por otras cuestiones morales “insignificantes”, pero nunca pone en duda “lo importante”. Sam Spade, en El halcón maltés, se encuentra ante un agobiante dilema entre el amor y la justicia. El lector, que sabe cuánto ama Sam a Brigid, teme que Sam no tenga la fuerza necesaria para tomar la decisión adecuada. Termina siendo un alivio cuando toma el camino doloroso pero correcto. Ni siquiera es capaz de explicar bien por qué actúa así, pero nos cae bien, y en cierta medida lo admiramos por elegir lo que quisiéramos tener la fuerza de elegir nosotros en circunstancias similares.
El antagonista, en realidad, no necesita tomar decisiones que el público considera “no buenas”. Él o ella sólo se encarga de dificultar las “buenas” decisiones del protagonista. Al oponerse al personaje principal, sea cual sea el motivo, un antagonista cumple con su función dramática. Aristóteles escribió una polémica frase que dice que el personaje está al servicio de la trama. Podríamos tener una obra sin personaje, explica, pero nunca una sin trama. Es una de las cosas más criticadas que escribió, y, aun así, piensen en todas las obras que han disfrutado donde, por lo general, los personajes no son el centro. Un personaje bueno, un personaje malo y una serie de eventos que desembocan en una conclusión: esa es, sin duda, la base de la mayoría de los policiales.
Eso no quiere decir que la literatura de la mejor calidad nos ofrezca personajes sin complejidad ni complicaciones (“profundidad”, si se prefiere), pero los conflictos entre buenos y malos son la norma en los libros, las películas y, a veces, incluso en los programas de televisión de alta calidad. Cuando me contrataron para escribir una novela original de La ley y el orden, me dijeron que el desafío para el novelista era que en el programa los personajes no estaban muy desarrollados; es decir, que a diferencia de muchas otras series de televisión (como la serie derivada La ley y el orden: Unidad de víctimas especiales), las luchas internas de los personajes tenían poca o ninguna importancia. Sin embargo, casi nadie considera que La ley y el orden sea un programa de “televisión basura”. Lo pasan casi todas las noches en la televisión por cable, y todavía le ofrece sus elaborados capítulos al público. La histórica serie Misión imposible era parecida en cuanto a los personajes, que tampoco tenían personalidades muy desarrolladas. Lo único que hace falta saber sobre Barney era que estaba cortando cables en el entresuelo, abajo del palacio del dictador.
El novelista Dick Francis solía decir que desarrollar el personaje del héroe le ayudaba a llenar las páginas. Sin embargo, en la narrativa policial, yo diría que el personaje del malo suele estar poco elaborado y casi siempre parece sacado de una caricatura. ¿Por qué? Bueno, para mantener el misterio, generalmente se oculta parte de la personalidad del antagonista, pero ¿lo ideal no sería que el antagonista sea un igual, un oponente digno, un reflejo del protagonista? Ahora bien, los escritores construyen tramas donde hay que resolver el problema, por lo que, claro está, un empate (para parafrasear a Vince Lombardi) sería como besar a tu hermana. Por eso la balanza se inclinará a favor “del bueno”. Los escritores europeos se inclinan más por las resoluciones ambiguas para hacerlas “más realistas”, como en “la literatura”, y para distanciarse de las imitaciones británicas y estadounidenses. Sin embargo, el enfrentamiento entre el bien y el mal claramente definidos goza de más popularidad, tanto en textos poco originales como en best sellers importados.
Además, diría que son pocas las personas que logran identificarse con el mal en estado puro. Incluso los criminales más duros racionalizan su comportamiento. La chica no robó el local para alardear de su maldad: lo hizo porque quería un vestido nuevo. Raskolnikov asesinó a la casera para convertirse en un Napoleón. Hannibal Lecter nos puede resultar morbosamente entretenido, pero ¿podemos identificarnos con él? A mí ya no me gustó lo de los porotos, y ni hablar de lo del hígado. Vale la pena señalar que, por muy entretenido que sea Lecter en sus dos primeras apariciones, en realidad no es el antagonista principal en ninguna de ellas. En Dragón rojo, el agente Will Graham persigue al “Hada de los Dientes”. En El silencio de los inocentes, Clarice Starling persigue a “Buffalo Bill”. Ninguno de los dos asesinos antagonistas resulta simpático. A pesar del atractivo de Lecter, la función que cumple es apenas la de un personaje secundario, como un señor Micawber asesino. Los agentes lo necesitan por la información, y eso es todo.
La mayoría de los villanos más conocidos resultan memorables por lo caricaturescos que son; por ejemplo, el profesor Moriarty de las historias de Holmes. Él es el típico maestro del crimen: intelectual, bien educado, de familia distinguida. Está claro que se dedica al crimen porque está en su naturaleza, y la limitada descripción de su personalidad lo posiciona como el pionero de una larga lista de psicópatas dentro del género policial. Los psicópatas, según se los suele representar, son antagonistas ideales: camaleónicos, inteligentes y totalmente desprovistos de emociones. Es poco probable que un lector promedio se sienta identificado con un psicópata, ya que se ve atormentado por emociones inoportunas. Para enfatizar la anormalidad de sus villanos, los escritores a veces retratan a sus antagonistas como amantes de los gatos (¡El satánico Dr. No!) y de la música clásica. Si un detective entra en la habitación de un personaje que está escuchando Beethoven, ya sabemos que es el asesino. Por extraño que parezca, a las mentes malvadas no les gusta Mozart. El inspector Morse, de Colin Dexter, rompe con todas las normas por su papel de buen hombre que escucha a Wagner, un compositor que en la ficción, por lo general, sólo suena en los gramófonos de los nazis.
Hoy en día, tenemos una mayor conciencia sobre los prejuicios raciales, religiosos y sexuales, y esto ha alterado nuestra percepción de los villanos ficticios. Nos resulta incómoda la representación de violadores afroestadounidenses babeantes en El nacimiento de una nación; japoneses con dientes prominentes y actitud sospechosa en películas viejas; judíos conspiradores; árabes traicioneros; sonrientes bandidos mexicanos; y chicos grandotes, lascivos y asesinos con bajo coeficiente intelectual. Cuando yo era chico, en la televisión masacraban a los nativos americanos en cantidades que casi coincidían con el genocidio real. De a poco, empezamos a sentir que esas escenas transmitidas en los viejos televisores no eran del todo aceptables, y ese tipo de películas comenzó a desaparecer. Claro que los estereotipos permanecen. El malvado Doctor Fu-Manchú, que aparece en la serie de novelas creadas por Sax Rohmer entre 1911 y 1959, era un personaje mucho más interesante que el incondicional inspector Comosellame, pero hoy en día jamás lo revivirían para libros o películas. Así y todo, el miedo al “peligro amarillo” por desgracia continúa, y las representaciones de narcotraficantes hispanos con mirada lasciva han pasado a formar parte de nuestro discurso político nacional, que se inspira en las caracterizaciones que aparecen en películas como Los siete magníficos (1960) y El tesoro de la Sierra Madre (1948).
El miedo a las tormentas virales que se desatan como reacción al racismo impide que se sigan creando muchos de esos anticuados genios criminales, lo cual es positivo, pero también podría explicar por qué tantas de las películas de hoy en día tienen robots, alienígenas o mutantes malvados extraídos de cómics. Los Transformers y los Klingon no son objeto de ninguna discriminación social que nos haga sentir incómodos, por lo que pueden causar estragos libremente hasta que los héroes logran destruirlos (¡qué aburrido!). En la literatura, los asesinos en serie han cumplido una función similar, por lo menos desde que El dragón rojo (1981) y El silencio de los inocentes (1988) marcaron la década de los ochenta. Es difícil identificarse con las racionalizaciones de alguien que no siente culpa, que tiene la costumbre de asesinar por diversión… o para almorzar. Los pedófilos también han empezado a aparecer en novelas actuales como representación del mal absoluto, a lo mejor porque el público es más consciente del impacto del problema y, aun así, el inquietante final de El vampiro negro, de Fritz Lang, es el punto más cercano al que alguien querría llegar cuando intenta entender o empatizar con esa patología.
Por suerte para los escritores de novelas policiales, pero por desgracia para la capacidad de caracterización de muchos de ellos, los nazis siempre son una opción. Desde El expediente Odessa, de Frederick Forsyth, hasta Los niños del Brasil, de Ira Levin, pasando por El día después de mañana, de Allan Folsom, Operación Napoleón, de Arnaldur Indriðason, Múnich, de Robert Harris, y un sinfín de libros más, los nazis, por más viejos que sean, han recorrido y todavía recorren las estanterías de muchos como los antagonistas que a todo el mundo le gusta odiar. Es difícil imaginar peores perpetradores del mal y, sin embargo, resulta irónico que la literatura popular muchas veces les concede el estatus de Übermensch que ellos mismos se atribuían con total ridiculez. Estos maestros del crimen son genios de la ciencia, individuos con una condición física ejemplar, tiradores de primera, y, al igual que los nazis asesinos que aparecen en tantas novelas policiales, son capaces de eliminar cualquier equipo de custodia. Sin embargo, al parecer no consiguen deshacerse de su acento ni derrotar a un simple médico de Omaha. Basta con comparar a esos “superhombres” con los nazis patéticos, idiotas y trastornados de la vida real (Himmler, Hess, George Lincoln Rockwell, los manifestantes que llevaban antorchas tiki en Charlottesville) para darse cuenta de lo mucho que se aleja la ficción de la realidad.
Traducción de María Sol Autelli