Me acometió de pronto un sentimiento de irrealidad difícil de describir. Sucedió, debo decirlo, mientras estaba en el baño, después del almuerzo. Oí a Fernández entrando al baño y silbando una melodía alegre, luego la puerta cerrándose, el sonido del cierre del pantalón que bajaba y el líquido rebotando contra el urinario, el cierre subiendo, Fernández todavía silbando mientras se lavaba las manos y se las secaba, la puerta abriéndose y cerrándose otra vez.
Fue precisamente cuando dejé de oír el silbido de Fernández que me sentí perdido y supe que todo era irremediable. Vi mi pantalón arrugado cayendo sobre mis zapatos, vi mis muslos blancos con dos círculos enrojecidos por haber puesto encima los codos, vi mi corbata echada a un lado, por sobre el hombro, para que no se fuera a manchar, y todo me pareció falso. La oficina, los informes, el almuerzo, la colega nueva, el baño, los dos últimos botones de mi camisa desabrochados, Fernández y su silbido alegre.
Esto no tiene ninguna importancia para los hechos que voy a relatar ahora. Explican, sin embargo, por qué me ofrecí para ir a buscar al aeropuerto a un socio extranjero de la firma, misión recurrente que todos rechazábamos con las peores excusas. Había que estar en el aeropuerto a las seis de la tarde. El jefe prestaba el auto y pagaba el taxi de regreso después de dejar al socio en el hotel y en su casa al auto. Al ofrecerme recibí además una sonrisa de mi jefe.
Pero una vez en la autopista tomé la primera salida hacia el sur y seguí recto hasta que se prendió la luz de la bencina, a eso de la medianoche. No respondí en ningún momento las llamadas de mi jefe. Vi una bencinera en el camino; en vez de detenerme pasé de largo, arrastrado por algo que podía ser la locura o, mucho más probable, la certeza dolorosa de que mi vida había tocado fondo hacía muchos años y no tenía absolutamente nada que perder, mucho menos algo que ganar. La bencinera quedó atrás. Sin pensarlo salí luego de la carretera tomando un camino asfaltado hacia la costa que pronto fue un camino de tierra y luego con suerte un camino, donde el auto finalmente se detuvo.
Me sentí conforme. Pasaron todavía unos segundos antes de ser consciente del tamaño de mi estupidez.
Salí del auto pese a la lluvia. ¿Existiría alguna bencinera por esos parajes del diablo? Caminando de regreso hacia la que estaba en la carretera podía tardar unas dos horas, si no me comían primero los perros. Ante la ausencia de cualquier plan, caminé en dirección contraria, hacia la costa, sin preocuparme de echar llave al auto. Tampoco me tomé la molestia de orillarlo para dejar el paso a otro auto perdido e improbable.
No se oía nada más que la lluvia y mis pasos y a veces el canto de un pájaro que no encontraría el nido. Sentía la imperiosa necesidad de estar en otro lugar, de tener otro pasado y otro futuro, de ser otro, alguien más, algo más. Por sobre todas las cosas, no quería seguir mojándome.
En un momento me detuve y creí oír pasos. Me quedé alerta un segundo. Me pareció ver que una sombra caminaba hacía mí, pero era imposible saberlo con certeza en medio de la oscuridad y la tormenta. Recordé las historias del diablo que contaba mi abuela por lado de los Elizalde. Había vivido en su juventud en un fundo sureño, Las Nalcas creo que se llamaba, pasando las tardes eternas mirando la lluvia, aburrida de ser la hija del patrón. Años más tarde vendió la parte que le tocó en herencia a un hermano suyo y se fue a la capital, pero la lluvia la acompañó hasta su muerte. Mi padre, su yerno, decía por lo bajo que tenía marcada la cruz del sur. Al pensar en esas historias que oí de niño un escalofrío me recorrió el cuerpo, pero me tranquilicé pensando en que si se aparecía el diablo al menos podría venderle el alma. Mi abuela también decía que la noche traía muchos ruidos y que era mejor acostumbrarse a ello. Espanté los recuerdos como quien espanta a una mosca, porque por supuesto no había nadie más y mucho menos estaba el diablo. Retomé la marcha.
Recién después de andar cerca de una hora por ese camino oscuro de piedra y tierra surgieron las primeras casas. Quise mirar la hora en mi celular; noté que se me había quedado en el auto. Llovía cada vez más fuerte, pero no parecía posible encontrar un hospedaje entre esas casas azarosas, insertadas como por casualidad en un desierto verde y oscuro, un desierto de barro. Di vueltas por el caserío como un perro. Al final abrí los brazos, me golpeé en los muslos y comencé a caminar de regreso, con la única idea de dormir en el auto y dejar los problemas para cuando amainara la tormenta.
Entonces descubrí una casa alargada de la cual salían tímidamente algunas luces por las ventanas, una casa maltrechamente erguida en un terreno grande, solitaria. Me encaminé hacia allá. Me sentía débil por el hambre y por el frío, y quise imaginar una familia sureña terminando de cenar e invitándome a acabar lo que había sobrado. Pensé incluso en una bella mujer, tal vez la hija, que ofrecería dejarme su cama por esa noche. Imaginé una salamandra encendida, la posibilidad de secar la ropa. A medida que me acercaba, sin embargo, hube de reemplazar mis fantasías, pues de la casa se oían voces y una guitarra. Tal vez una fiesta, un cumpleaños. Había un portón rudimentario, amarrado con un alambre a un palo de madera; el tipo de cerca para animales. Me pareció poco probable una fiesta en día martes, sobre todo con ese frío y de madrugada. Avancé con cuidado, temía que salieran perros. Cuando llegué a la casa, toqué a la puerta tres veces. Me abrió al instante una mujer de mediana edad, con ojeras profundas. Parecía demacrada por el dolor o el cansancio o por ambas cosas. Iba a excusarme por la hora y a explicar mi presencia, pero no fue necesario: ella me abrazó con fuerza, sentidamente, y pese a la sorpresa creí que debía de responderle el abrazo. Ella agradeció el gesto. Por encima de su hombro observé que dentro de la casa había más gente, doce personas según pude comprobar pronto. La penumbra era disimulada por seis velas, tres a cada lado de un cajón rectangular de madera: un ataúd.
—Pensábamos que no se había enterado —dijo la mujer a modo de saludo y me invitó a pasar.
Entré a la casa esperando el momento oportuno para explicarme y preguntar dónde podría encontrar una bencinera. Sin embargo, el resto de las personas se puso de pie al verme y uno a uno me fueron saludando con formalidad, como si yo fuera una persona importante o como si todos los forasteros fueran personas importantes en ese caserío infame. La mayoría lloraba. Mis ojos enrojecidos por el viaje y el cansancio deben haber parecido adecuados al momento.
—Asiento, por favor —dijo la mujer que me había abierto la puerta—. ¿Tiene hambre?
Asentí con la cabeza. Pensé que podía explicar mi presencia después de comer algo. La mujer salió del pequeño living y entró a lo que, supuse, era la cocina. Tal como había imaginado, la salamandra estaba encendida y se sentía un calor reconfortante.
—Présteme la chaqueta y los zapatos, viene estilando —me dijo un hombre que, me pareció, era el marido de la mujer.
Le pasé ambas cosas intentando una sonrisa. El hombre los puso junto al fuego y luego me entregó dos calcetines de lana.
—Póngase estos si quiere, si no se va a entumecer.
Me los puse en el acto. La sensación era agradable. Me senté en una silla, como una más de ellos, y eso parecía incomodarlos porque el de la guitarra no supo si seguir tocando o callarse de una buena vez. A mí me tenían sin cuidado, por supuesto, y de pronto me sentí tan cansado que creí que podría dormirme ahí mismo. Al final el de la guitarra se decidió por seguir cantando. La melodía era triste. Los demás acompañaban con los ojos, mirando el ataúd. La curiosidad venció al sueño y me puse de pie para acercarme al cajón. Estaba cerrado.
—Ahora se lo abro. Estábamos esperando que llegara la niña que la iba a arreglar un poquito, pero parece que va a venir mañana —me dijo un hombre joven, de bigote, y abrió la tapa superior del cajón de madera.
Se trataba de una hermosa joven de unos veinte años. Tenía los ojos cerrados y la boca un poco abierta. Coincidí en que le vendría bien un maquillaje, quizá algodón dentro de la boca como he visto hacer. El pelo, largo, liso, parecía recién peinado. Tenía la tez blanca. Me dio la impresión de que estaría fría.
—No sabemos a qué hora fue —me dijo el hombre de bigote—. La encontramos esta tarde.
—¡Tan joven! —exclamé, más para mí mismo —. ¿Estaba enferma?
El hombre de bigote me miró. Cuando habló, lo hizo en voz apenas audible para mí.
—¿No se ha enterado? Fue un asesinato.
—No puede ser —murmuré, aunque luego pensé que sí, que evidentemente podía ser: ¿qué sabía yo de todo esto?
—Pues sí. Un cobarde asesinato. Doce puñaladas, como si hicieran falta.
Lo último lo dijo mirándome fijo, como si quisiera decir algo más pero las circunstancias no se lo permitieran. Asentí con la cabeza y regresé a mi silla. Los arpegios de la guitarra y el canto alargado, cansino, terminaron por abatirme. Creo que comencé a soñar. Alguien se tropezó con mis pies y eso me obligó a abrir los ojos. No quería parecer maleducado, de modo que me dirigí hacia la cocina, donde estaba la mujer que me había abierto la puerta. Pensaba olvidar la comida y todo lo demás; el ambiente no era propicio para solicitar alojamiento. Me bastaba con que me indicaran dónde carajo podía conseguir bencina.
La mujer estaba sola, miraba la olla que estaba sobre la cocina a leña como si fueran necesarios sus ojos sobre ella para que calentara. Me reconoció en la penumbra.
—Ya casi está —dijo.
—No se preocupe… —empecé a decir, pero entonces la mujer estalló en un llanto ahogado y se arrojó a mis brazos. No pude menos que sostenerla.
Busqué en mi mente alguna frase de las que se dicen en estos casos, pero no encontré ninguna. No lograba conmoverme por este drama familiar ajeno. Decidí que me iría de ahí de inmediato.
—Usted tiene que saber quién lo hizo —me dijo entonces la mujer, apoyada todavía en mi pecho.
No estuve seguro de entenderle bien.
—Júreme que lo va a averiguar.
—Señora, creo que hay una confusión.
—¡Por supuesto que hay una confusión! ¿Por qué iban a matar a Elena? Usted tiene medios para averiguarlo. Alguien tiene que saber algo.
No era momento todavía de explicarme. No ante una madre llorando la muerte de una hija. Me pareció grosero preguntar por bencina.
—Yo no sé nada, señora —fue lo que pude decir—. Lamento mucho lo que le pasó a Elena.
—¿Por qué no vino antes? —preguntó la madre, como si no me hubiese escuchado.
—Acabo de llegar, señora.
—Claro, sí, sabemos que es un hombre ocupado. No se lo estoy reprochando. Pero no puedo evitar pensar que si usted hubiese estado con ella la podría haber defendido.
—Me parece, señora, que me está confundiendo con otra persona.
—Puede ser —dijo la mujer secándose la cara con el delantal de cocina—. Conocimos mejor a su padre, sobre todo, mi marido. A usted no lo veía desde que era un chiquillo. Aun así, le agradezco que haya llegado hoy. Su presencia nos honra. Venga, sírvase.
Dejó un plato de lentejas humeantes sobre la mesa y me invitó a sentarme. Olvidé todo: la confusión, el auto, la bencina, la necesidad de irme de allí. Comí apresuradamente, quemándome la lengua. Pedí repetición sin ninguna vergüenza.
—Pensé que estaría acostumbrado a otro tipo de cocina —comentó ella. No había dejado de observarme mientras devoraba las lentejas.
—En absoluto. Esto está muy bueno. Y le confieso que tenía mucha hambre. Lamento haber aparecido aquí en medio del velorio, me perdí la ruta.
—¿Cómo llegó hasta aquí?
— Caminando, por eso venía mojado.
—¿Y su caballo?
Tenía la boca llena de lentejas, de modo que arqueé las cejas para indicar que no sabía de qué hablaba.
—Entonces es verdad lo que dijo Joel —comentó ella —. Que vieron su caballo por estos lados.
—¿Mi caballo?
Ella asintió con la cabeza, lentamente. Antes de que pudiera preguntarle por la bencina, se fue de la cocina y me quedé solo. Terminé de comer sin apuro. Luego dejé mi plato sobre un montón de vajilla sucia y volví a la habitación principal. Me dirigí directamente hacia el fuego y palpé mi chaqueta y mis zapatos. No estaban secos todavía, pero ya me los podía poner. Eso hice. Parecía que nadie me prestaba atención, aunque alcanzaba a notar que en realidad no me quitaban el ojo. Me puse de pie y observé por última vez a Elena. Me pareció todavía más hermosa y me di cuenta de que tenía un busto generoso. Me reproché mentalmente por fijarme en ese tipo de cosas ante una muerta, pero no pude evitar imaginarla viva, caminando por los campos sureños, como si la hubiera conocido.
Me sentía extraño. Al final me puse la chaqueta. Ya estaba casi seca.
—¿Sale a fumar?
El que hablaba era el joven de bigote. Iba a responder que no, que ya me iba, pero entonces me acometieron unas ganas infinitas de fumar.
Salimos juntos. Afuera había dejado de llover, pero el frío inmovilizaba. Siempre preferí fumar con frío. El joven me ofreció un cigarrillo de una marca que yo creía desaparecida.
—No creo que sean tan buenos como los que fuma usted —comentó sonriendo.
—La verdad, no fumo hace años.
El joven me miró con sorpresa y luego se rio.
—Se dicen tantas cosas de usted. Me parece increíble conocerlo. A su padre sí lo pude tratar alguna vez.
—Es que yo no soy el que ustedes creen, amigo, he intentado explicarlo pero nadie me hace caso.
—Es posible, las historias se alargan y se agrandan y al final nunca conocemos la verdad. Disculpe, no me he presentado. Joel Ferreira, para servirle —me estiró la mano—. Soy un amigo de la familia. Con Elena nos criamos casi juntos.
—Mucho gusto.
Encendimos los cigarrillos. Me sorprendió no atorarme, como suele suceder después de que se pasa mucho tiempo sin fumar. La sensación me vino muy bien.
—Es una desgracia —dijo Ferreira, indicando con la cabeza dentro de la casa.
—¿Ha dicho algo la policía?
Ferreira se rio con amargura, como si yo hubiera dicho un mal chiste.
—Lo que sí se descarta es el suicidio —dijo—. Don Alirio tiene más de un arma acá en la casa, Elena no tendría para qué haberlo hecho con un cuchillo, como si fuera un animal.
La imagen de Elena enterrándose a ella misma un cuchillo me repelió.
—Además, ¿quién se suicida poco antes de casarse? Nadie.
—A menos de que no tuviera ganas de casarse —comenté, por decir algo.
Ferreira me miró fijo.
—¿Por qué lo dice?
—No veo otra razón por la que alguien que se va a casar se suicide. ¿No sabía si la estaban obligando?
—Eso debería decirlo usted, señor.
—¿Por qué yo?
—¿No debería saber eso el novio?
Me di cuenta de que la conversación reptaba más allá de lo que yo podía manejar. Había, además, algo oscuro en la forma en que Ferreira me miraba, y cuando asocié los nombres me di cuenta de que era él quien decía que había visto mi caballo por esos campos. No soy un gran observador pero comprendí de inmediato que ese joven estaba completamente enamorado de Elena y que odiaba a quien fuera el sujeto con el que me confundía. Me puse de parte de aquel ser fantasmal y algo dentro de mí me dijo que yo también debería odiar a Ferreira, o al menos que no podía confiar en él.
Entonces lo dije. Solo para desarmarlo. Solo porque me dio la gana: —Usted la amaba.
Ferreira se desarmó, efectivamente. Tiró la colilla lejos, sin preocuparse de apagarla. Antes de entrar a la casa, dijo, sujetándose el sombrero con firmeza: —Éramos como hermanos, señor.
Me quedé afuera, solo. La noche empezaba a despejar, y si caminaba a buen ritmo no sentiría demasiado el frío. Tiré lejos el cigarrillo a medio fumar, como había visto hacer a Ferreira, y sin voltear a mirar la casa bajé los dos escalones de madera y me encaminé hacía el portón que había cruzado una hora atrás. Pero cuando levantaba ya el alambre de cerca, noté que en los bolsillos faltaba la billetera y las llaves del auto: sin duda, se habrían caído cuando el hombre puso la chaqueta a secar. Regresé rápido hasta la casa y toqué a la puerta.
—Pensábamos que se había ido —dijo don Aliro al verme—. No querrá regresar a esta hora, le tenemos preparada una pieza.
No me preocupé de explicar que ya me iba. Crucé directamente la habitación hasta la salamandra, tropezando con más de una pierna, e intenté palpar con los pies el suelo para encontrar las llaves en la penumbra.
—Por aquí, señor —me dijo don Alirio desde la puerta que estaba frente a la cocina y que daba a un pasillo.
Dudé un segundo, pero finalmente me ganó la curiosidad o el cansancio y lo seguí, afirmándome en las murallas para no tropezar. Avanzamos algunos metros. Don Alirio cerró una puerta después de que la cruzáramos y el ruido del velorio se apagó casi por completo. Finalmente, me indicó una habitación.
—Es esta, la pieza de Elena y Amanda. Puede acostarse ahora, si quiere. Le dejo la vela.
Lo miré sin comprender. El hombre me puso una mano en el hombro.
—La Negra no me lo quiso advertir, pero estoy seguro de que sabía. Estoy destrozado, hijo.
Iba a preguntar quién era la Negra, quién era él, qué carajo pasaba en esa casa de locos, pero el hombre salió cerrando suavemente la puerta. Tuve la intención de abrirla de golpe y gritar por mis llaves y por mi billetera, pero un cansancio infinito me obligó a sentarme primero sobre una de las dos camas que había en la habitación. El colchón era duro, sin embargo una cantidad increíble de frazadas auguraban una noche espléndida. Me saqué la chaqueta y me recosté, todavía vestido, solo para cerrar por un instante los ojos, pues no podía pensar con claridad.
Me pareció que pasaron pocos segundos antes de que la puerta se abriera de golpe, y quizás efectivamente fue poco tiempo, pero también puedo haberme quedado dormido un buen rato. Sospecho lo último porque sentí mucho frío al abrir los ojos.
Me incorporé y vi a una mujer muy parecida a Elena en el umbral, sosteniendo una vela que le transfiguraba la cara. Al verme, la muchacha pareció asustarse más de lo que me había asustado yo.
—¡Estabas aquí!
—Disculpe, señorita —balbuceé—, don Aliro me ofreció esta habitación. Salgo ahora.
—No te preocupes, puedes dormir en mi cama. Hablaremos mañana.
Iba a salir, pero entonces pareció darse cuenta de algo y dijo: —Nunca me habías tratado de usted.
—¿Perdón?
—¿A qué la formalidad? —preguntó, bajando la voz—. Aquí nadie nos escucha.
Me mantuve en silencio, expectante.
—No vi tu caballo afuera. ¿Cómo llegaste?
—Caminando.
—Entonces es verdad lo que se dice. Que vieron tu caballo perdido, sin jinete. ¿No te das cuenta?
—¿Cuenta de qué?
Miró hacia el pasillo y luego cerró la puerta.
—Mi mamá sospecha algo —dijo en un susurro—. Creo que no deberías quedarte aquí.
—No tengo dónde ir, he dejado…
—Tienes que esconderte.
—Me iré en la mañana, señorita, si no le molesta.
—¿Por qué me hablas así? ¿Estás arrepentido?
—¿De qué?
Se acercó a mí, vacilante.
—Si me engañaste lo contaré todo y Joel te va a matar.
—¿Por qué me va a matar?
—Joel no es un imbécil. Ya lo sabe todo. Apenas pueda comprobarlo te va a matar.
—A mí no me va a matar nadie.
—Eso espero.
Entonces se acercó a mí y me dio un beso en la boca.
—Toca —me dijo, y llevó mi mano a su corazón, sobre su seno izquierdo. Sentí una feroz excitación —. ¿Sientes cómo late?
Arrebatado, quise seguir besándola, pero ella se alejó.
—Ahora no. Tienes que irte. ¿Cómo pudiste perder el caballo?
—Nunca tuve un caballo.
—No seas ingenuo, todo el mundo te ha visto alguna vez montado arriba de Fausto. Me dijeron que Fermín lo estaba buscando. Tal vez es mejor que te quedes, pero duerme vestido, porque si lo encuentra va a venir a buscarte. Nos veremos cuando pase todo. Y si dejas de responderme una sola carta, abro la boca y te hundo.
Me dio otro beso en la boca y salió. Quise salir a buscarla, obligarla a quedarse conmigo en esa noche helada, pero de pronto cambié de idea: en la puerta había una tranca. Decidí ponerla, sin saber qué era realmente lo que temía.
Me dormí profundamente, escuchando la guitarra y los cantos tristes del velorio que llegaban de lejos, como si fueran parte de un sueño.
Desperté de nuevo un par de horas después, con unos suaves golpecitos en la ventana. Amanecía, y la luz del alba comenzaba a entrar tímidamente en la habitación. El frío era glacial.
Miré por la ventana. El rostro de un hombre de barba y sombrero de paja me hacía señas urgentes. Supe de inmediato que ese hombre debía ser Fermín. Me incorporé e hice ademán de sacar la tranca para salir por el pasillo, pero los golpeteos en la ventana se hicieron mucho más fuertes. Volví a mirar al hombre, que me indicaba desesperado que no saliera por ahí. Entonces me acerqué a la ventana y la abrí.
—¡Por allá no, patrón! No lo van a dejar irse.
—¿Por qué?
—¿Cómo se le ocurrió dormir aquí? Es una trampa, Ferreira no lo va a dejar irse. Está armado, el de la guitarra también. Apenas tengan pruebas, lo matan.
—¿Cómo salgo?
—Por la ventana nomás, no hay de otra. Le tengo ensillado al Fausto, putas que me costó encontrarlo.
—¿Adónde me voy?
—Vuélvase al fundo al galope.
—No sé llegar.
—Pero Fausto sabe. Igual yo voy detrás de usted.
Salí como pude por la ventana, de pronto urgido. Fermín me ayudó a bajar. Sentí que hice mucho ruido, pero nadie salió de la casa. Estábamos en el patio trasero.
—Súbase, está ensillado.
Monté arriba de Fausto y tomé las riendas. Fermín miraba hacia todos lados.
—Se me quedó la chaqueta dentro de la pieza —dije, bajando como pude la voz.
—Ya está, no la puede recuperar.
Entonces Fermín se fijó en mi camisa e hizo una mueca de horror.
—Tiene sangre todavía en la manga, patrón.
Me di cuenta aterrado de que tenía razón. Sangre esparcida, oscura. Me arremangué lo más rápido que pude y golpeé en las ancas de Fausto. Fermín subió a su caballo y salió detrás de mí. Creí escuchar voces que salían de la casa, tal vez una escopeta cargando.
Los primeros disparos nos encontraron lejos, ya perdidos en el desierto verde oscuro, aquel desierto de barro, galopando hacia donde no nos alcanzara el sol que subía, lento, detrás de nosotros. Arriba de Fausto, con un viento frío que me quemaba el rostro, sentí unas ganas irresistibles de fumar.